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Capítulo 5

1 Al tercer día, una vez que terminó de orar, Ester se quitó su ropa de penitente y se atavió con todo lujo.

2 Así, deslumbrante de hermosura, invocó a Dios que vela por todos y los salva. Luego tomó consigo a las dos damas de compañía.

3 y se apoyó delicadamente sobre una de ellas,

4 mientras la otra la seguía sosteniendo el ruedo de su vestido.

5 Ella iba radiante, en el apogeo de su belleza, con el rostro sonriente como una enamorada, aunque su corazón estaba oprimido por el temor.

6 Después de franquear todas las puertas, se detuvo delante del rey. El estaba sentado en su trono real, revestido con todos los atuendos de sus apariciones solemnes, cubierto de oro y piedras preciosas, e inspiraba un gran terror.

7 Entonces alzó su rostro encendido de majestad y, en un arrebato de ira, lanzó una mirada fulminante. La reina se sintió desvanecer: débil como estaba, cambió de color y reclinó su cabeza sobre la dama de honor que la precedía.

8 Pero Dios cambió el espíritu del rey y lo movió a la mansedumbre. Lleno de inquietud, se precipitó de su trono y la tomó entre sus brazos, mientras ella volvía en sí. La reconfortó con palabras tranquilizadoras, diciéndole:

9 ¿Qué pasa, Ester? Yo soy tu hermano, ten confianza.

10 No vas a morir, nuestro decreto vale solamente para la gente común.

11 ¡Acércate

12 Luego alzó el cetro de oro y lo puso sobre el cuello de Ester, la besó y le dijo: «Háblame».

13 Ella le respondió: «Yo te vi, señor, como a un ángel de Dios, y mi corazón se estremeció de temor ante tu majestad.

14 Porque tú eres admirable, señor, y tu rostro está lleno de fascinación».

15 Pero mientras ella hablaba, se desvaneció a causa de su debilidad.

16 El rey estaba desconcertado y todo su séquito trataba de reanimarla.

 

 

[Después de Est. 8.12]




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