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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN ESTE 2 DE BRASIL EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 19 de junio de 2010

 

Queridos hermanos en el episcopado:

«Llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos: gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo» (1 Co 1, 2-3). Con estas palabras os acojo a todos, amados pastores de la región este 2 en visita ad limina y os saludo con gran afecto en la conciencia del vínculo colegial que une al Papa con los obispos mediante el lazo de la unidad, de la caridad y de la paz. Agradezco a monseñor Walmor las amables palabras con las que ha interpretado vuestros sentimientos de homenaje a la Sede de Pedro y ha ilustrado los desafíos y los problemas que son objeto de vuestro compromiso por el bien de la Iglesia que Dios os ha encomendado en los Estados del Espíritu Santo y de Minas Gerais.

Veo que amáis profundamente vuestras diócesis y también yo participo íntimamente en este amor vuestro, acompañándoos con la oración y la solicitud apostólica. La nuestra es una bella historia con un inicio tangible en las bulas promulgadas por el Sucesor de Pedro para el ordenamiento episcopal y en aquel «aquí estoy» que cada uno pronunció al inicio de la ceremonia de su consagración y de su consiguiente incorporación al Colegio episcopal. Comenzáis a formar parte de este colegio «en virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros» (nota explicativa previa, anexa a la constitución Lumen gentium), convirtiéndoos en sucesores de los Apóstoles con la triple función de enseñar, santificar y gobernar al pueblo de Dios.

Como maestros y doctores de la fe, tenéis la misión de enseñar con audacia la verdad que se debe creer y vivir, presentándola de modo auténtico. Tal y como os dije en Aparecida, «la Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del pueblo de Dios, y recordar también a los fieles (...) que, en virtud de su Bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo» (Discurso inaugural de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, 13 de mayo de 2007, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 9). Por tanto, ayudad a los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral a descubrir la alegría de la fe, el gozo de ser amados personalmente por Dios, que entregó a su Hijo por nuestra salvación. Como sabéis, creer consiste sobre todo en abandonarse a este Dios que nos conoce y nos ama personalmente, aceptando la Verdad que él reveló en Jesucristo con la actitud que nos lleva a tener confianza en él como revelador del Padre. Queridos hermanos, tened gran confianza en la gracia y sabed infundir esta confianza en vuestro pueblo, a fin de que la fe sea siempre custodiada, defendida y transmitida en su pureza e integridad.

Como administradores del supremo sacerdocio, debéis procurar que la liturgia sea verdaderamente una epifanía del misterio, o sea, expresión de la naturaleza genuina de la Iglesia que activamente rinde el culto a Dios por Cristo en el Espíritu Santo. De todos los deberes de vuestro ministerio, «el de celebrar la Eucaristía es el cometido principal y más apremiante», y os corresponde a vosotros «procurar que los fieles tengan la posibilidad de acceder a la mesa del Señor, sobre todo el domingo, que es el día en que la Iglesia, comunidad y familia de los hijos de Dios, expresa su específica identidad cristiana en torno a sus presbíteros» (Juan Pablo II, Pastores gregis, 37). Asimismo, el oficio de santificar que habéis recibido os impone ser promotores y animadores de la oración en la ciudad humana, a menudo agitada, ruidosa y olvidada de Dios: debéis crear lugares y ocasiones, donde en el silencio, en la escucha de Dios, en la oración personal y comunitaria, el hombre pueda encontrar y hacer la experiencia viva de Jesucristo que revela el rostro auténtico del Padre. Es necesario que las parroquias y los santuarios, los ambientes de educación y sufrimiento y las familias se conviertan en lugares de comunión con el Señor.

Por último, como guías del pueblo cristiano, debéis promover la participación de todos los fieles en la edificación de la Iglesia, gobernando con corazón de siervo humilde y pastor afectuoso, mirando a la gloria de Dios y a la salvación de las almas. En virtud del oficio de gobernar, el obispo está llamado también a juzgar y reglamentar la vida del pueblo de Dios encomendado a su solicitud pastoral, mediante leyes, directrices y sugerencias, como prevé la disciplina universal de la Iglesia. Este derecho y deber es muy importante para que la comunidad diocesana permanezca unida en su seno y camine en sincera comunión de fe, de amor y de disciplina con el Obispo de Roma y con toda la Iglesia. Por esto, no os canséis de alimentar en los fieles el sentido de pertenencia a la Iglesia y la alegría de la comunión fraterna.

Por otra parte, el gobierno del obispo sólo será pastoralmente eficaz si «se apoya en la autoridad moral que le da su santidad de vida. Esta dispondrá los ánimos para acoger el Evangelio que proclama en su Iglesia, así como las normas que establezca para el bien del pueblo de Dios» (ib., 43). Por tanto, cada uno de vosotros, plasmado interiormente por el Espíritu Santo, hágase «todo a todos» (cf. 1 Co 9, 22), proponiendo la verdad de la fe, celebrando los sacramentos de nuestra santificación y testimoniando la caridad del Señor. Acoged con el corazón abierto a cuantos llaman a vuestra puerta: aconsejadlos, consoladlos y sostenedlos en el camino de Dios, procurando guiarlos a todos hacia la unidad en la fe y en el amor del cual, por voluntad del Señor, debéis ser principio y fundamento visible en vuestras diócesis (cf. Lumen gentium, 23).

Queridos hermanos en el episcopado, al concluir nuestro encuentro, deseo renovaros a cada uno mis sentimientos de gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia con gran entrega y amor. Por intercesión de la Virgen María, «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (ib., 65), invoco a Cristo, sumo y eterno Sacerdote, para que conceda a vuestro ministerio abundancia de dones y consolaciones celestiales, y os imparto una bendición apostólica especial, extensiva a los sacerdotes y diáconos, a los consagrados y consagradas, a los seminaristas y a los fieles laicos de vuestras comunidades diocesanas.



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