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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEXTO GRUPO DE OBISPOS DE LA INDIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sala del Consistorio del palacio pontificio de Castelgandolfo
Jueves 8 de septiembre de 2001

 

Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado:

Os doy una cordial y fraterna bienvenida con ocasión de vuestra visita «ad limina Apostolorum», una nueva ocasión para profundizar en la comunión que existe entre la Iglesia en la India y la Sede de Pedro, y una oportunidad para alegrarse por la universalidad de la Iglesia. Agradezco al cardenal Oswald Gracias las amables palabras pronunciadas en vuestro nombre y en el de quienes están encomendados a vuestro cuidado pastoral. Dirijo también un saludo cordial a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, así como a los laicos, de quienes sois pastores. Os pido que les aseguréis mis oraciones y mi solicitud.

La Iglesia en la India ha sido bendecida con una multitud de instituciones que quieren ser expresión del amor de Dios por la humanidad a través de la caridad y el ejemplo del clero, de los religiosos y los fieles laicos que las gestionan. Mediante sus parroquias, escuelas y orfanatos, así como sus hospitales, clínicas y dispensarios, la Iglesia da una inestimable contribución al bienestar no sólo de los católicos, sino también de la sociedad en general. Entre esas instituciones de vuestra región ocupan un lugar especial las escuelas, que son un testimonio excepcional de vuestro compromiso a favor de la educación y la formación de nuestros queridos jóvenes. Los esfuerzos llevados a cabo por toda la comunidad cristiana a fin de preparar a los ciudadanos jóvenes de vuestro noble país para la construcción de una sociedad más justa y próspera son, desde hace mucho tiempo, un signo de la Iglesia en vuestras diócesis y en toda la India. Para ayudar a madurar las facultades espirituales, intelectuales y morales de sus alumnos, las escuelas católicas deberían seguir desarrollando una capacidad de sano discernimiento e introducirlos en la herencia que les han transmitido las generaciones precedentes, promoviendo así el sentido de los valores y preparando a sus educandos para una vida feliz y productiva (cf. Gravissimum educationis, n. 5). Os animo a seguir prestando atención a la calidad de la educación de las escuelas presentes en vuestras diócesis, a garantizar que sean auténticamente católicas y, por tanto, capaces de transmitir las verdades y los valores necesarios para la salvación de las almas y el progreso de la sociedad.

Las escuelas católicas, ciertamente, no son los únicos instrumentos con los que la Iglesia trata de instruir y edificar a su pueblo en la verdad intelectual y moral. Como sabéis, todas las actividades de la Iglesia están ordenadas a glorificar a Dios y a comunicar a su pueblo la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32). Esta verdad salvífica, en el corazón del depósito de la fe, debe seguir siendo el fundamento de todos los esfuerzos de la Iglesia, propuesta siempre a los demás con respeto pero también sin componendas. La capacidad de presentar la verdad con amabilidad, pero también con firmeza, es un don que debe cultivarse especialmente entre quienes enseñan en los institutos católicos de educación superior y entre quienes están encargados de la tarea eclesial de formar a los seminaristas, a los religiosos o a los fieles laicos, tanto en la teología como en los estudios catequísticos o en la espiritualidad cristiana. Quienes enseñan en nombre de la Iglesia tienen la obligación particular de transmitir fielmente las riquezas de la tradición, de acuerdo con el Magisterio y de modo que responda a las necesidades de hoy, mientras que los estudiantes tienen el derecho de recibir la plenitud de la herencia intelectual y espiritual de la Iglesia. Habiendo recibido los beneficios de una sólida formación y habiéndose dedicado a la caridad en la verdad, el clero, los religiosos y los líderes laicos de la comunidad cristiana estarán mejor capacitados para contribuir al crecimiento de la Iglesia y al progreso de la sociedad de la India. Así pues, los diversos miembros de la Iglesia darán testimonio del amor de Dios por la humanidad cuando entren en contacto con el mundo, proporcionando un sólido testimonio cristiano de amistad, respeto y amor, y luchando no para condenar al mundo sino para ofrecerle el don de la salvación (cf. Jn 3, 17). Alentad a quienes están comprometidos con la educación, tanto a los sacerdotes y religiosos como a los laicos, para que profundicen su fe en Jesucristo crucificado y resucitado de entre los muertos. Capacitadlos para que expliquen a su prójimo que, mediante sus palabras y ejemplo, pueden proclamar de modo más eficaz a Cristo como camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6).

Un significativo papel en el testimonio de Jesucristo desempeñan en vuestro país los religiosos y las religiosas, que a menudo son héroes desconocidos de la vitalidad de la Iglesia en el ámbito local. En cualquier caso, más allá de sus actividades apostólicas, los religiosos y la vida que llevan constituyen una fuente de fecundidad espiritual para toda la comunidad cristiana. Cuando se abren a la gracia de Dios, los religiosos y las religiosas inspiran a otros a responder con verdad, humildad y alegría a la invitación del Señor a seguirlo.

A este respecto, queridos hermanos en el episcopado, sé que sois conscientes de los numerosos factores que impiden el crecimiento espiritual y vocacional, en particular entre los jóvenes. Pero sabemos que es Jesucristo el único que responde a nuestros anhelos más profundos y da verdadero significado a nuestra vida. Solo en él nuestro corazón puede encontrar verdaderamente descanso. Por tanto, seguid hablando a los jóvenes y animadlos a considerar seriamente la vida consagrada o sacerdotal; hablad con los padres de su papel indispensable para alentar y apoyar dichas vocaciones; y guiad a vuestro pueblo en la oración al Señor de la mies, para que mande más trabajadores a su mies (cf. Mt 9, 38).

Con estos pensamientos, queridos hermanos en el episcopado, os renuevo mis sentimientos de afecto y estima. Os encomiendo a todos a la intercesión de María, Madre de la Iglesia. Asegurándoos mis oraciones por vosotros y por aquellos encomendados a vuestro cuidado pastoral, me alegra impartiros mi bendición apostólica como prenda de gracia y paz en el Señor.

Gracias por vuestra atención.



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