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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

 Sin nombre

Jueves 5 de marzo de 2015

 

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 11, viernes 13 de marzo de 2015

 

Ser mundanos significa perder el propio nombre hasta tener los ojos del alma «oscurecidos», anestesiados, hasta el punto de ya no ver a las personas que nos rodean. Sobre este «pecado» el Papa Francisco puso en guardia en la misa que celebró el jueves 5 de marzo, por la mañana, en Santa Marta.

«La liturgia cuaresmal de hoy nos propone dos historias, dos juicios y tres nombres», destacó inmediatamente el Papa Francisco. Las «dos historias» son las de la parábola del rico y del mendigo Lázaro, narrada por san Lucas (16, 19-31). En especial, afirmó el Papa, la primera historia es «la del hombre rico que vestía de púrpura y de lino finísimo» y «se concedía placeres», en tal medida que «banqueteaba cada día». En realidad el texto, precisó el Papa Francisco, «no dice que haya sido malo»: más bien «era un hombre de vida acomodada, se daba a la buena vida». En el fondo «el Evangelio no dice que se divirtiera en abundancia»; su vida era más bien «una vida tranquila, con los amigos». Tal vez «si tenía a los padres, seguramente les enviaba bienes para que tuviesen lo necesario para vivir». Y quizá «era también un hombre religioso, a su estilo. Recitaba, tal vez, alguna oración; y dos o tres veces al año seguramente iba al templo para ofrecer los sacrificios y daba grandes donativos a los sacerdotes». Y «ellos, con esa pusilanimidad clerical le agradecían y le hacían tomar asiento en el sitio de honor». Esto era «socialmente» el sistema de vida del hombre rico presentado por san Lucas.

Está luego «la segunda historia, la de Lázaro», el pobre mendigo que estaba ante la puerta del rico. ¿Cómo es posible que ese hombre no se diese cuenta que debajo de su casa estaba Lázaro, pobre y hambriento? Las llagas de las que habla el Evangelio, destacó el Papa, son «un símbolo de las numerosas necesidades que tenía». En cambio, «cuando el rico salía de casa, tal vez el coche con el que salía tenía los cristales oscuros para no ver hacia fuera». Pero «seguramente su alma, los ojos de su alma estaban oscurecidos para no ver». Y así el rico «veía sólo su vida y no se daba cuenta de lo que sucedía» a Lázaro.

Al fin de cuentas, afirmó el Papa Francisco, «el rico no era malo, estaba enfermo: enfermo de mundanidad». Y «la mundanidad transforma las almas, hace perder la conciencia de la realidad: viven en un parábola del rico y del mendigo Lázaro,, construido por ellos». La mundanidad «anestesia el alma». Y «por eso, ese hombre mundano no era capaz de ver la realidad».

Por ello, explicó el Papa, «la segunda historia es clara»: hay «muchas personas que conducen su vida de forma difícil», pero «si yo tengo el corazón mundano, jamás comprenderé esto». Por lo demás, «con el corazón mundano» no se pueden comprender «la carencia y la necesidad de los demás. Con el corazón mundano se puede ir a la iglesia, se puede rezar, se pueden hacer muchas cosas». Pero Jesús, en la oración de la última Cena, ¿qué pidió? «Por favor, Padre, cuida a estos discípulos», de modo «que no caigan en el mundo, no caigan en la mundanidad». Y la mundanidad «es un pecado sutil, es más que un pecado: es un estado pecaminoso del alma».

«Estas son las dos historias» presentadas por la liturgia, resumió el Pontífice. En cambio, «los dos juicios» son «una maldición y una bendición». En la primera lectura, tomada de Jeremías (17, 5-10) se lee: «Maldito quien confía en el hombre, y busca apoyo en las criaturas, apartando su corazón del Señor». Pero esto, puntualizó el Papa Francisco, es precisamente el perfil del «mundano que hemos visto» en el hombre rico. Y «al final, ¿cómo será» este hombre? La Escritura lo define «como un cardo en la estepa: no verá llegar el bien, “habitará en un árido desierto” —su alma es desierta— “en una tierra salobre, donde nadie puede vivir”». Y todo esto «porque los mundanos, en verdad, están solos con su egoísmo».

En el texto de Jeremías está luego también la bendición: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua», mientras que el otro «era como un cardo en la estepa». Y, luego, he aquí «el juicio final: nada es más falso y enfermo que el corazón y difícilmente se cura: ese hombre tenía el corazón enfermo, tan apegado a este modo de vivir mundano que difícilmente podía curarse».

Después de las «dos historias» y los «dos juicios» el Papa Francisco volvió a proponer también «los tres nombres» sugeridos en el Evangelio: «son los del pobre, Lázaro, Abrahán y Moisés». Con una ulterior clave de lectura: el rico «no tenía nombre, porque los mundanos pierden el nombre». Son sólo un elemento «de la multitud acomodada que no necesita nada». En cambio un nombre lo tienen «Abrahán, nuestro padre, Lázaro, el hombre que lucha por ser bueno y pobre y carga con numerosos dolores, y Moisés, quien nos da la ley». Pero «los mundanos no tienen nombre. No han escuchado a Moisés», porque sólo necesitan manifestaciones extraordinarias.

«En la Iglesia —continuó el Pontífice— todo está claro, Jesús habló claramente: ese es el camino». Pero «al final hay una palabra de consuelo: cuando ese pobre hombre mundano, en los tormentos, pidió que mandasen a Lázaro con un poco de agua para ayudarle», Abrahán, que es la figura de Dios Padre, responde: «Hijo, recuerda...». Así, pues, «los mundanos han perdido el nombre» y «también nosotros, si tenemos el corazón mundano, hemos perdido el nombre». Pero «no somos huérfanos. Hasta el final, hasta el último momento existe la seguridad de que tenemos un Padre que nos espera. Encomendémonos a Él». Y el Padre se dirige a nosotros diciéndonos «hijo», incluso «en medio de esa mundanidad: hijo». Y esto significa que «no somos huérfanos».

«En la oración al inicio de la misa —dijo por último el Papa Francisco— hemos pedido al Señor la gracia de orientar nuestro corazón hacia Él, que es Padre». Y así, concluyó, «continuamos la celebración de la misa pensando en estas dos historias, en estos dos juicios, en los tres nombres; pero, sobre todo, en la hermosa palabra que siempre se pronunciará hasta el último momento: hijo».

 



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