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JUAN PABLO II

REGINA COELI

Domingo 17 de abril de 1994

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Ya he expresado en varias ocasiones, también en mi carta a los jefes de Estado de todo el mundo, mi dolorosa sorpresa por algunas orientaciones aparecidas en la preparación de la Conferencia internacional sobre la población y el desarrollo, convocada por la ONU para el próximo mes de septiembre en El Cairo.

A nadie escapa la importancia de esa asamblea, que ha de afrontar algunos de los mayores desafíos que se presentan hoy a la humanidad. Los temas del orden del día no son efectivamente, cuestiones de pura organización técnica de la vida social, que deben delegarse exclusivamente a economistas, sociólogos y políticos; sino que afectan a una esfera vital en que todos nos hallamos directamente implicados. Está en juego el modo de concebir la vida humana en los sectores decisivos de la sexualidad y la familia. Ante esos problemas tan complejos nadie puede quedarse indiferente como si no le afectaran.

Precisamente por eso quiero hoy dar un nuevo eco a esa preocupación mía tan honda, apelando a todas las conciencias, a los espíritus libres que no se dejan enredar por lógicas de afiliación o intereses económicos y políticos. Me dirijo a cuantos saben resistir a los modelos tan difundidos de una fatua libertad y de un falso progreso, que, analizados a fondo, constituyen en cambio formas de esclavitud y de involución, porque debilitan al hombre, el carácter sagrado de la vida y la capacidad de un amor verdadero. Lo que viola la norma moral no es nunca una victoria, sino una derrota para el hombre, que lo convierte en víctima de sí mismo.

2. En este Año internacional de la familia sería de esperar un redescubrimiento y un relanzamiento del principio afirmado por la Declaración universal de los derechos del hombre, según el cual la familia es «el elemento natural y fundamental de la sociedad» (art. 16, 3). Por ese carácter, la familia no es una institución que se pueda modificar a placer, sino que pertenece al patrimonio más originario y sagrado de la humanidad. Está incluso antes que el Estado, el cual debe reconocerla y ha de defenderla sobre la base de evidencias ético-sociales fácilmente comprensibles y que nunca se han de descuidar. Lo que amenaza a la familia, en realidad, amenaza al hombre. Esto constituye una verdad aún más evidente cuando se habla de un presunto derecho al aborto. Hoy es más urgente que nunca reaccionar contra modelos de comportamiento que son fruto de una cultura hedonista y permisiva, para la que el don desinteresado de sí, el control de los instintos y el sentido de la responsabilidad parecen nociones vinculadas a una época ya superada. Me pregunto: ¿a qué sociedad llevará ese permisivismo ético? ¿No existen ya síntomas preocupantes que hacen temer por el futuro de la humanidad?

3. Encomiendo al corazón materno de María estas preguntas, mientras las propongo a la reflexión de los que se interesan por el verdadero bien del hombre y de todo hombre. No es mi intención caer en el pesimismo y en el alarmismo; pero creo que tengo el deber preciso de elevar con fuerza la voz de la Iglesia sobre una causa tan importante. Que la Virgen santísima hable a los corazones y haga que mis palabras superen las barreras ideológicas y políticas, para que sobre estos asuntos tan fundamentales se busque y se encuentre un nuevo consenso entre todos los hombres de verdadera buena voluntad.



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