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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL ARZOBISPO DE LANCIANO-ORTONA (ITALIA)
CON MOTIVO DEL CONGRESO EUCARÍSTICO REGIONAL

 

Al venerado hermano
ENZIO D'ANTONIO
Arzobispo de Lanciano-Ortona (Italia)

1. He sabido con gran alegría que la Conferencia episcopal de Abruzos y Molise ha decidido organizar un congreso eucarístico regional, que tendrá lugar en la ciudad de Lanciano del 17 al 24 de octubre. Se trata de una etapa que anticipa y prepara la gran cita del año 2000, cuyo momento central será el Congreso eucarístico internacional. En efecto, «en el sacramento de la Eucaristía, el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (Tertio millennio adveniente, 55). Ese significativo acontecimiento eclesial que se está preparando quiere impulsar, durante el período ya breve que nos separa del inicio del gran jubileo, una oportuna reflexión sobre la Eucaristía, vínculo profundo de caridad.

Al saludarlo a usted, venerado hermano, en cuya diócesis se desarrollan los trabajos, deseo dirigirme también a los queridos prelados de las Iglesias de esa región eclesiástica, a los amados sacerdotes, a los consagrados y consagradas, a los fieles laicos y a cuantos, de diferentes maneras, participen con sus reflexiones y oraciones en una experiencia eclesial tan intensa. De todos es conocida la feliz coincidencia del desarrollo de los trabajos en la misma ciudad donde, durante el siglo VIII, en la iglesia de San Legonciano, tuvo lugar el primer milagro eucarístico, cuyos testimonios se conservan hoy en una artística basílica.

2. La promesa de Cristo de permanecer con sus discípulos hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), se cumple de modo singular en la Iglesia, cuando la comunidad se reúne para «conmemorar» el sacrificio pascual. En el momento de la Eucaristía, es decir, cuando el Resucitado está presente realmente entre los suyos, se expresa de modo pleno la identidad misma de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, formado por «hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5, 9).

Cristo, elevado sobre el altar de la cruz, sigue atrayendo a cuantos dirigen su mirada hacia él, mientras se entrega a sí mismo hasta el fin del mundo por la salvación de todos. Víctima inmolada sobre el altar del amor, forma con sus discípulos una unidad inseparable, a imagen del vínculo que une a la santísima Trinidad. Les dirige una exhortación que tiene valor perenne: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).

La asamblea reunida en torno al altar y presidida por el sacerdote, que actúa in persona Christi, perpetúa en el tiempo la imagen de la primera comunidad cristiana, congregada en torno a los Apóstoles. Los nuevos bautizados, como narra san Lucas, acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones (cf. Hch 2, 42).

Por eso, de la comunidad eucarística brota una intensa experiencia de acogida. Como el Padre acoge amorosamente a sus hijos que, sin distinción e impulsa dos por el Espíritu Santo, se dirigen a él en nombre del Hijo, así también cada uno debe estar dispuesto a acoger a su hermano como don de Dios, para conmemorar juntos los acontecimientos salvíficos de la Pascua, hasta el día en que vuelva el Señor. De este modo, en la familia de Dios, congregada para alimentarse con el pan eucarístico, se manifiesta la solicitud de unos por otros, puesto que todos son uno en Cristo (cf. Ga 3, 28).

3. Esta experiencia de unidad, vivida en la Eucaristía, se debe prolongar en actitudes responsables de fraternidad, dado que «la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles la apremiante caridad de Cristo» (Sacrosanctum Concilium, 10). Por consiguiente, cuantos se acercan al Pan de vida se reconocen deudores no sólo con respecto a Dios, sino también recíprocamente, los unos con respecto a los otros, de un amor sincero y concreto, que se traduce en acción de apoyo fraterno y diálogo fructífero, con vistas a la edificación mutua. De aquí brota la alegría de testimoniar al mundo el amor misericordioso de Dios. En quienes vi ven de la Eucaristía, no puede predominar el egoísmo, puesto que en ellos vive Cristo (cf. Ga 2, 20).

De esta renovación interior nace el deseo de abrirse a los hermanos para construir juntos el reino de Dios, con una actitud de recíproco intercambio espiritual. Así, cada miembro de la Iglesia evangeliza al otro en la caridad, invitán dolo a convertirse, a su vez, en testigo convencido del Evangelio. La comuni dad de los creyentes, plasmada por la Eucaristía, se reconoce como familia de hermanos, deudores los unos con respecto a los otros de amor y perdón. Cada uno se alegra de la presencia del otro, y valora la contribución que éste sabe y puede dar a la edificación común.

4. La Eucaristía es, además, el sagrado banquete desde el cual la fraternidad solidaria impulsa al creyente a llevar el bálsamo de la caridad a todos los necesitados. La asamblea litúrgica, reunida en torno al altar, expresa de modo auténtico su catolicidad cuando la comunión que la une a Dios se convierte en atención concreta a todas las personas, especialmente a cuantos se encuentran en una situación difícil y esperan una ayuda moral y material.

A este propósito, afirmé en la carta Dies Domini que «la eucaristía dominical no sólo no aleja de los deberes de caridad, sino, al contrario, compromete más a los fieles "a toda clase de obras de caridad, piedad y apostolado, mediante las cuales se manifieste que los cristianos, aunque no son de este mundo, sin embargo son luz del mundo y glorifican al Padre ante los hombres"» (n. 69). Toda la tradición cristiana testimonia que no existe auténtico culto a Dios sin amor efectivo a los hermanos. La Eucaristía, cuando se celebra de modo verdadero y sincero, impulsa a realizar gestos de acogida y reconciliación entre los miembros de la comunidad y con toda la humanidad.

Los creyentes que se reúnen para la liturgia eucarística saben que no pueden ser felices ellos solos, puesto que los dones recibidos de lo alto son para el bien de todos. Bajo la acción del Espíritu Santo, la mesa sagrada se convierte en escuela de caridad, justicia y paz. Surgen iniciativas que alivian el hambre de quienes no tienen comida, brindan acogida respetuosa y cordial a inmigrantes y extranjeros que por necesidad han debido dejar el propio país, consuelan a quienes viven solos o están enfermos, y sostienen la obra de los misioneros comprometidos en las fronteras de la evangelización y de la promoción humana.

5. Sí, la Eucaristía es vínculo de caridad, como con acierto habéis subrayado en el tema de vuestro Congreso eucarístico regional, con ocasión del cual acudirán a Lanciano, del 17 al 24 del mes de octubre, representantes de cada parroquia para una fuerte experiencia de fe. Estoy seguro de que será una ocasión propicia para renovar el corazón de los creyentes, haciéndolos más dóciles a la voluntad salvífica de Dios.

Para las Iglesias de Abruzos y Molise, el Congreso eucarístico, preparado oportunamente a nivel local, constituye un valioso estímulo para redescubrir la Eucaristía como don que plasma la vida de los creyentes y de las comunidades eclesiales, e impulsa a cada uno a dar testimonios siempre nuevos de comunión y solidaridad. En un mundo que necesita experimentar cada vez más profundamente el amor de Dios a la humanidad, el ágape eucarístico debe ser para vuestras comunidades un momento fuerte de renovación interior, gracias al cual puedan compartir con todos la experiencia de la solicitud del Padre celestial, que cuida con amor a cada uno de sus hijos.

La santísima Virgen, que al pie de la cruz vivió en comunión con su Hijo el sacrificio de la redención, acompañe los trabajos de vuestro Congreso eucarístico regional. Ojalá que los fieles de las comunidades de Abruzos y Molise den en la Eucaristía un culto perfecto a la santísima Trinidad, cantando la misericordia de Dios, que «alcanza de genera ción en generación a los que le temen» (Lc 1, 50).

Acompaño estos sentimientos con la bendición apostólica, que, complacido, le imparto a usted, a los prelados de la Conferencia episcopal y a cuantos participen en el Congreso eucarístico, recordando de modo especial a los niños y a los jóvenes, a los ancianos y a los enfermos.

Castelgandolfo, 6 de agosto de 1999, fiesta de la Transfiguración del Señor.

 

JUAN PABLO II



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