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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 19
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Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

La Jornada mundial de las Misiones es un acontecimiento importante en la vida de la Iglesia. Puede decirse que su importancia crece incesantemente.

Quizá nunca como hoy la tarea confiada a la Iglesia por su Fundador, "Id, pues; enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19; cf. Mc 16, 15), ha asumido tanta amplitud y urgencia. Más que nunca la Iglesia debe hacer suyas las palabras del Apóstol: "¡Ay de mí si no evangelizare!" (1 Cor 9, 16).

1. Iglesia misionera

La Jornada mundial de las Misiones es la ocasión por excelencia para una toma de conciencia general del deber misionero y para recordar a todos los miembros de la Iglesia, cualquiera que sea su función y su puesto, que están implicados en este deber. Todos deben meditar los textos vigorosos del Concilio Vaticano II, en los que se afirma que toda la Iglesia es misionera, que la obra de evangelización es el deber fundamental del Pueblo de Dios (cf. Ad gentes, 35) y que a cada discípulo de Cristo le corresponde su parte en la tarea de difundir la fe (cf. Lumen gentium, 17). Es necesario volver incesantemente a las enseñanzas del Concilio, expresadas en tantos documentos, profundizadas por el Sínodo de los Obispos de 1974 y sintetizadas por el Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi del 8 de diciembre de 1975. Si una vez más os invito a volver sobre estos documentos, citados con tanta frecuencia, es porque estoy convencido de su importancia, en la que hay que profundizar cada vez más.

La Jornada mundial de las Misiones es una ocasión para que todos hagan un examen de conciencia sobre esta materia y para exponer al Pueblo de Dios la doctrina de la Iglesia: efectivamente, está en juego el futuro de la evangelización del mundo. Si todos los cristianos estuviesen persuadidos de sus deberes misioneros las dificultades serían menores.

En este sentido, es motivo de gran esperanza ver multiplicarse en el mundo pequeñas comunidades cristianas, dinámicas y abiertas, que han comprendido la propia responsabilidad en el anuncio del Evangelio, prenda de la promoción de un mundo mejor.

Otro fenómeno, que nos alegra y por el que debemos dar gracias al Señor, es el desarrollo de un nuevo movimiento misionero en las Iglesias-jóvenes, que, de evangelizadas, pasan a ser evangelizadoras. En muchos países de misión aumenta día tras día el número de misioneros que parten para llevar el mensaje evangélico a los no cristianos, en las regiones del propio país, en otros países y en los diversos continentes. En todas partes se encuentran ya misioneros provenientes de todos los países del mundo.

Las Iglesias jóvenes, que a su vez se han hecho también misioneras dan prueba de su madurez en la fe. Han comprendido que una Iglesia particular que no sea misionera, no es plenamente católica. En efecto, si toda la Iglesia es misionera, lo deben ser asimismo las Iglesias particulares: "pues están formadas a imagen de la Iglesia universal, en ellas y a base de ellas se constituye la Iglesia católica, una y única" (Lumen gentium, 23). Una Iglesia cerrada en sí misma, sin apertura misionera, es una Iglesia incompleta o una Iglesia enferma. El ejemplo del despertar misionero en las Iglesias jóvenes pode recordar esta verdad a las Iglesia de vieja cristiandad, que, después de haber desarrollado una actividad admirable, parece que a veces se abandonan al desaliento y a la duda acerca de su deber misionero.

2. El servicio misionero del Papa

Incumbe al Papa recordar este deber misionero a todos sus hermanos en Cristo. Como Pastor Supremo de una Iglesia enteramente misionera, él debe ser el primer misionero, esforzándose en imitar el ejemplo de Cristo, "el primero y el más grande evangelizador" (Evangelii nuntiandi, 7), y poniéndose bajo la guía del Espíritu Santo, "el Agente principal de la evangelización" (ib., 75).

Desde el comienzo de mi pontificado, he meditado las palabras del Concilio Vaticano II, donde se dice que al Sucesor de Pedro le "ha sido confiada, de manera particular, la gran tarea de propagar el nombre cristiano" (Lumen gentium, 23; cf. Evangelii nuntiandi, 67). Siguiendo el ejemplo de mi predecesor Pablo VI, me puse en viaje para visitar numerosos países, entre ellos algunos en los que Cristo es apenas conocido o donde el anuncio misionero del Evangelio resulta todavía incompleto. Mis viajes a América Latina, África y Asia han tenido una finalidad eminentemente religiosa y misionera", como dije antes de partir para África. He querido anunciar yo mismo el Evangelio, haciéndome en algún modo catequista itinerante, y estimular a todos aquellos que están a su servicio, provengan de los propios países o de otros, a ponerse al servicio de una Iglesia local. He querido rendir homenaje y expresar mis sentimientos de agradecimiento a todos en nombre de la Iglesia universal. Estos viajes me han permitido admirar la fe, las riquezas espirituales y la vitalidad de las Iglesias jóvenes, compartir sus alegrías, sus necesidades y sus sufrimientos, animarles en sus esfuerzos para enraizar la fe cristiana en la propia cultura. El contacto con estas masas humanas que aún ignoran a Cristo me ha convencido todavía más de la urgencia del anuncio evangélico. El mundo tiene mucha necesidad de Cristo. Y los que están en las avanzadillas de esta tarea evangélica lo saben mejor que ningún otro. La colaboración de todas las Iglesias en la evangelización del mundo no debe debilitarse.

3. La función evangelizadora de la familia

Con esta llamada a la colaboración de todos en la obra misionera, quisiera dirigirme en primer lugar a las familias cristianas. Nuestro tiempo necesita que se revalorice la importancia de la familia, su vitalidad y su equilibrio. Esto es necesario en el plano humano: la familia es la célula base de la sociedad, el fundamento de sus cualidades profundas. Y esto es igualmente necesario para el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia; por ello, el Concilio ha dado a la familia el hermoso titulo de "Iglesia doméstica" (Lumen gentium, 11). La evangelización de la familia constituye, pues, el objetivo principal de la acción pastoral, y ésta, a su vez, no alcanza plenamente la propia finalidad si las familias cristianas no se convierten ellas mismas en evangelizadoras y misioneras: la profundización de la conciencia espiritual personal hace ver a cada uno, padres e hijos, la propia función y la propia importancia en orden a la vida cristiana de todos los otros miembros de la familia.

No hay duda de que, tanto en el plano religioso como en el plano humano, la acción de la familia depende de los padres, de la conciencia que tienen de sus propias responsabilidades, de su valor cristiano. A ellos, pos tanto, quisiera dirigirme particularmente. Con sus palabras y con el testimonio de su vida, como enseña la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae, los padres son los primeros catequistas de sus hijos (cf. núm. 68). En esta acción, la plegaria debe ocupar el primer puesto, y me sea permitido insistir sobre este punto. La oración, en efecto, a pesar de la gran renovación registrada por doquier, continúa siendo difícil para muchos cristianos, que rezan poco. A veces incluso se preguntan: ¿Para qué sirve rezar? ¿Es compatible con nuestro sentido moderno de eficiencia? ¿No hay quizá algo de mezquino en el responder con la oración a las necesidades materiales y espirituales del mundo?

Ante estas dificultades, sepamos nosotros mostrar incesantemente que la oración cristiana es inseparable de nuestra fe en Dios, Padre, Hija y Espíritu Santo, de nuestra fe en su amor y en su potencia redentora, que actúa en el mundo. Por eso, nuestra oración debe ser ante todo ésta: "Señor, acrecienta nuestra fe" (Lc 17, 6). La oración tiene por finalidad nuestra conversión, es decir, como explicaba San Cipriano, la disponibilidad interior y exterior, la voluntad de abrirse a la acción transformante de la gracia. "Diciendo, Santificado sea tu nombre..., pedimos insistentemente, porque hemos sido santificados por el bautismo, perseverancia en lo que comenzamos a ser... Diciendo Venga tu reino: pedimos que el Reino de Dios se realice en nosotros, en el sentido de implorar que su nombre sea santificado en nosotros... Añadimos después: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, para que podamos hacer lo que Dios quiere... La voluntad de Dios es lo que Cristo hizo y enseñó" (San Cipriano, De oratione dominica). La verdad de la oración implica la verdad de la vida; la oración es al mismo tiempo causa y resultado de un modo de vivir a la luz del Evangelio. En este sentido la oración de los padres, como la de la comunidad cristiana, será para los hijos una iniciación en la búsqueda de Dios y en la escucha de sus invitaciones. El testimonio de vida encuentra entonces todo su valor. Supone que los hijos aprendan en familia, como consecuencia normal de la oración, a tener una visión cristiana del mundo según el Evangelio. Esto supone también que los hijos, en la familia, aprendan concretamente que en la vida hay preocupaciones más fundamentales que el dinero, las vacaciones o las diversiones. Así, la educación impartida a los hijos podrá abrirles al dinamismo misionero como a una dimensión integrante de la vida cristiana, porque los padres y demás educadores estarán ellos mismos impregnados de espíritu misionero, inseparable del sentido de Iglesia. Con su ejemplo, más aún que con sus palabras, los padres enseñarán a sus propios hijos a ser generosos con los más débiles, a compartir su fe y sus bienes materiales con los niños y jóvenes que todavía no conocen a Cristo o que son las primeras víctimas de la pobreza e ignorancia. Así, los padres cristianos serán capaces de captar el brote de una vocación sacerdotal o religiosa misionera como una de las más bellas pruebas de la autenticidad de la educación cristiana por ellos impartida, y pedirán que el Señor llame a uno de sus hijos. El afán misionero se manifestará así un elemento esencial de la santidad de la familia cristiana. Como afirmaba mi venerado predecesor Juan Pablo I: "A través de la oración en familia la Iglesia doméstica se convierte así en realidad efectiva y lleva a la transformación del mundo. Todos los esfuerzos de los padres por infundir el amor de Dios en sus hijos y sostenerlos con el ejemplo de la fe, constituyen un apostolado excelente en el siglo XX" (Alocución a obispos americanos en visita ad Limina, 21 de septiembre de 1978; AAS 70, 1978, pág. 767; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de octubre de 1978, pág. 8).

En esta oportunidad quisiera recomendar a los padres y a todos los educadores católicos una obra importante que pone a su disposición los medios adecuados para ayudarles en la educación misionera de los propios hijos. Fue instituida hace ya más de un siglo (en 1843). Es la Obra Pontificia de la Santa Infancia, que tiene por finalidad favorecer la difusión del espíritu misionero entre los niños.

4. Las Obras Misionales Pontificias al servicio de la misión universal

La organización de la acción misionera durante el mes de octubre, el mes de las misiones, del que la Jornada mundial es el punto culminante, está confiada a las Obras Misionales Pontificias, porque la institución de esta Jornada se debe a su iniciativa. En los últimos años, las Obras Misionales Pontificias han sido erigidas en todas las Iglesias jóvenes. Y tienen siempre por objetivo "infundir en los católicos desde la infancia, el sentido verdaderamente universal y católico" (Ad gentes, 38). Como se dice en los estatutos, que aprobé el año pasado (26 de junio de 1980), ello constituye su fin primario y principal. Dichas Obras son la institución destinada también a promover la cooperación misionera de cada una de las Iglesias particulares, de cada obispo, de cada parroquia, de cada comunidad, de cada familia y de cada persona. Dado que esto es un deber de todos, se puede pedir a cada uno que sostenga con prioridad la acción de las Obras Misionales Pontificias.

La solicitud misionera se expresa de diversas maneras. "Siendo la evangelización ante todo una acción del Espíritu Santo, es necesario reservar el primer puesto a la oración y al sacrificio", como acabo de decir y como recuerdan muy justamente los estatutos de estas Obras. Más aún, es necesario un esfuerzo común e intenso para hacer que surjan y maduren las vocaciones misioneras. Si el mundo tiene ahora más que nunca necesidad de Cristo y de su Evangelio, el número de los predicadores de la Buena Nueva debe crecer proporcionalmente.

La cooperación misionera tiene también por finalidad sostener materialmente la evangelización. Descuidar o criticar este aspecto podría ser un pretexto sutil para dejar de ser generosos. Las necesidades económicas de las Iglesias jóvenes, que pertenecen casi todas ellas a los países del Tercer Mundo, son todavía enormes, no obstante sus esfuerzos para llegar a una autonomía económica. Estas Iglesias necesitan ayuda para los seminarios que aseguran la formación y el mantenimiento de los futuros sacerdotes, para sostener a los actuales colaboradores de la misión, y para la construcción de iglesias, escuelas, dispensarios o centros imprescindibles para la acción social. Con el fin de hacer frente a estas necesidades cotidianas y esenciales, las Iglesias jóvenes han de contar con una ayuda regular y segura. Esta es la razón por la que exhorto a todos a que contribuyan al fondo central de las Obras Misionales Pontificias, que tienen precisamente por finalidad asegurarles esta ayuda constante. El ejemplo de los cristianos en los países menos favorecidos, que, no obstante su pobreza, entregan su propio óbolo, debe hacer reflexionar a los de los países ricos, que con frecuencia no dan sino una pequeña parte de lo que les resulta superfluo.

Es motivo de alegría comprobar que en muchos cristianos va creciendo cada vez más la solicitud por las necesidades de los países y de las Iglesias del Tercer Mundo, y que se van multiplicando de modo cada vez más notable las iniciativas particulares para ayudar a personas o proyectos de dichas regiones. Esto es señal de un creciente sentido misionero y de un creciente sentido de justicia. No obstante, conviene asignar un puesto privilegiado a las Obras Misionales Pontificias, porque éstas sostienen la tarea de anunciar directamente el Evangelio, que es el deber fundamental y propio de la Iglesia. En este anuncio está precisamente el fundamento del auténtico desarrollo y de la auténtica liberación humana.

Ahora bien, con sus programas de ayuda universal, las Obras Misionales Pontificias se hacen cargo de las necesidades de todas las Iglesias jóvenes, sin exclusión alguna. Esta universalidad constituye su carácter específico. Esta es la razón por la que la solicitud de los operarios apostólicos por el propio país o por proyectos sobre los que están personalmente informados, no debe llegar a ser exclusivista, sino que ha de integrarse en el conjunto del esfuerzo de evangelización al servicio de todas las Iglesias jóvenes. Actualmente son los Pastores de estas Iglesias los que llevan el peso material de la iniciativa misionera. Por tanto, en la cooperación misionera hay que pensar ante todo en las Iglesias jóvenes, en todas las Iglesias jóvenes. Este modo de cooperación misionera puede tal vez llevar a un compromiso personal menor, pero hará que se dé más desinteresadamente. Y este modo de dar puede resultar más evangélico y eficaz.

Solamente un fondo de solidaridad central puede evitar el peligro de olvidar a algunas Iglesias, sobre todo a las más pobres, o ciertas necesidades esenciales de éstas. Solamente mediante un programa de ayuda apropiado a las diversas necesidades, se puede evitar el escollo de los particularismos y, por tanto, de la discriminación en la distribución de las ayudas. Esto es precisamente lo que trata de hacer el Consejo superior de las Obras Misionales Pontificias, formado por representantes de todas las Iglesias y que dispone de los consejos e informaciones de la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

Por consiguiente, el mes de octubre debe ser en todas partes el mes de la misión universal, el mes de la recíproca ayuda misionera bajo la égida de las Obras Misionales Pontificias. Por esta razón, se invita a los obispos, según los nuevos estatutos de estas Obras, "a rogar a los responsables de las obras católicas y a los fieles a renunciar a las colectas, que tengan carácter particular, durante este período". Ya en el pasado, varios obispos, siguiendo el ejemplo de la Santa Sede, dieron directrices sobre este particular.

Finalmente la cooperación misionera —no dejéis de recordar esto a todos— no debe verse comprometida por la presente crisis económica que sufren todos los países del mundo. ¡Que esta crisis no sea para los cristianos de los países ricos una excusa que les lleve a ser menos generosos! ¡No olviden que los países y las Iglesias del Tercer Mundo se ven afectados más aún que ellos por esta crisis!

Para concluir, quisiera recordaros que la celebración del Congreso Eucarístico Internacional de Lourdes, en el mes de julio, constituye un estímulo para el afán misionero de la Iglesia. La Eucaristía, que hace la Iglesia y constituye la "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (Lumen gentium, 11), es el sacramento que significa y realiza la unidad entre todos los miembros de la Iglesia. La Eucaristía les hace solidarios entre sí, los impulsa a compartir su fe, sus riquezas espirituales, sus sufrimientos y su pan material. Por esto, los participantes en la Eucaristía están invitados a participar también en la misión de Cristo, a llevar su mensaje a todos los hombres: la liturgia eucarística debe ser, pues, el centro de la celebración de la Jornada mundial de las Misiones.

¡Pueda el Señor, que ha dado a su Iglesia el mandato de hacer discípulos en todas las naciones, manifestar también mediante nuestros esfuerzos ese poder que le ha sido dado en el cielo y sobre la tierra (cf. Mt 28, 18-19)! ¡Que la Santísima Virgen María, Patrona de las misiones, nos ayude a corresponder a la exhortación de Cristo resucitado! A vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, a todos los misioneros que se prodigan sin ahorrar esfuerzos por la mies, a las comunidades diocesanas, y particularmente a aquellos que sabrán comprender esta llamada y corresponder a ella con generosidad inspirada en la renovación interior, envío de todo corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 7 de junio de 1981, III año de pontificado.

 

JUAN PABLO PP. II

 



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