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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1983

 

Venerados hermanos y queridísimos hijos e hijas de la Iglesia:

1. El Jubileo extraordinario de la Redención

La Jornada mundial de las Misiones adquiere este año un relieve especialísimo por celebrarse durante el Jubileo extraordinario de la Redención. Al convocarlo, recordé la Exhortación que dirigí al mundo en el comienzo de mi pontificado: "¡Abrid las puertas a Cristo!"; y, en efecto, el Jubileo es una invitación fuerte a la conversión y a la reconciliación, una llamada a tomar cada vez mayor conciencia de la gracia del bautismo, y a aceptar generosamente el Evangelio, que es anuncio de redención y de salvación para todos los hombres.

Por el hecho de recordar a todos los cristianos las riquezas que la redención trajo al mundo, el Jubileo adquiere pues un profundo significado misionero. Constituye un nuevo llamamiento para evangelizar a los millones de personas que, después de ya 1950 años del sacrificio redentor del Calvario, no son todavía cristianas ni, en sus sufrimientos o alegrías, pueden invocar el nombre del Salvador, porque aún no lo conocen.

Por eso, si hemos de ser cristianos auténticos, no podemos menos de anhelar hacer plenamente partícipes del don maravilloso de la redención también a esos hermanos. En otros términos, la relación con Dios Padre y con Cristo Jesús, lejos de ser solamente una relación individual, es una relación que afecta a toda la humanidad y comporta por eso necesariamente una dimensión misionera.

Cristo es redentor de todos los hombres, murió por todos, por todos se entregó a Sí mismo en rescate (cf. 2 Cor 5, 15; 1 Tim 2, 6; 1 Jn 2, 2) y nos llama a cada uno no sólo a la reconciliación personal, sino también a ser instrumentos de redención para aquellos a quienes no ha llegado todavía la redención: "Id... enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19).

Honor sublime, pero también imperativo solemne que interpela a nuestra conciencia en cuanto al mandato supremo del mensaje de Cristo: "Amaos los unos a los otros como Yo os he amado" (cf. Jn 15, 12. 17).

¿Acaso no es la redención la actuación práctica de ese designio de amor, del que Cristo quiso que fuéramos los continuadores? Por eso, tanto más podremos decir que amamos a los hermanos, cuanto más trabajemos y nos esforcemos por comunicarles la Palabra salvadora del mismo Cristo y los frutos de la redención. Haga propias cada uno las palabras del Apóstol: "La caridad de Cristo nos constriñe" (2 Cor 5, 14).

Como escribí en la Bula de convocación del Año Jubilar, "en el descubrimiento y en la práctica vivida de la economía sacramental de la Iglesia, a través de la cual llega a cada uno y a la comunidad la gracia de Dios en Cristo, hay que ver el profundo significado y la belleza arcana de este Año que el Señor nos concede celebrar. Por otra parte, tiene que quedar claro que este tiempo fuerte, durante el cual todo cristiano está llamado a realizar más en profundidad su vocación a la reconciliación con el Padre en el Hijo, conseguirá plenamente su objetivo sólo cuando desemboque en un nuevo compromiso por parte de cada uno y de todos al servicio de la reconciliación no sólo entre todos los discípulos de Cristo, sino también entre todos los hombres, y al servicio de la paz entre todos los pueblos" (Aperite portas Redemptori, 3).

Compenetrarse con el espíritu del Año Jubilar equivale pues a empaparse de espíritu misionero, a enfocar el corazón no sólo hacia la profunda interioridad de la propia conciencia, sino también hacia todos aquellos que, por ser hermanos nuestros, tienen derecho a conocer a Cristo y a compartir las riquezas de su Corazón, "dives in misericordia".

2. No existe un servicio al hombre que sea superior al servicio misionero

La Jornada mundial de las Misiones de este año está pues en perfecta sintonía con el contenido teológico y pastoral del Jubileo extraordinario. Por eso, repito con el corazón rebosante de solicitud: "¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo!". ¡Vamos al encuentro del Salvador, llevémosle a todos los hombres! ¡Llevémosle con la fuerza avasalladora y persuasiva del Espíritu Santo, invocado y alcanzado mediante la oración misionera!

Llevémosle, uniendo nuestros sufrimientos cotidianos, aun los más humildes y escondidos, al gran sacrificio de la cruz, para enriquecerlos y. darles un valor redentor en bien de nuestros hermanos.

Llevémosle, sosteniendo con nuestra solidaridad, con nuestra estima, con nuestra ayuda multiforme a aquellos generosos hermanos que trabajan con el máximo desinterés, anunciando el Evangelio en las avanzadas del reino de Dios.

Me dirijo especialmente a los jóvenes, que son la esperanza de la Iglesia, mi esperanza.

Pongan los jóvenes su entusiasmo, sus exuberantes energías y sentimientos, su ardor y audacia al servicio de la santa causa de las misiones. San Francisco Javier, desde la lejana India, donde anunciaba el mensaje de la salvación, ¿no tenía presentes acaso a sus compañeros universitarios de París, afirmando que si hubieran conocido las inmensas necesidades del mundo misionero no habrían dudado en unirse a él para conquistar espiritualmente el mundo para Cristo?

Digo, pues, a los jóvenes: ¡No tengáis miedo! No temáis en donaros a Cristo, en dedicarle vuestra vida mediante el servicio generoso al más alto ideal, el misionero. Os espera una empresa maravillosa de gran dinamismo.

3. La cooperación, responsabilidad de todos los cristianos

Confío asimismo que todos los fieles se solidaricen y den su aportación personal al gran movimiento de la "cooperación misionera", que tiene en las Obras Misionales Pontificias los instrumentos calificados, más adecuados y eficientes para promover y sostener espiritual y materialmente la actividad de los pioneros del Evangelio (cf. Ad gentes, 38).

Pero, para que los creyentes puedan adquirir conciencia y valorar plenamente la imprescindible necesidad de su colaboración, es indispensable que los sensibilicen acerca de este problema aquellos a quienes incumbe la función importantísima de la animación misionera, es decir, los sacerdotes y las religiosas.

La obra de animación por parte de los guías del Pueblo de Dios es indispensable porque de ellos depende una concreta toma de conciencia en los fieles sobre el problema de la evangelización, y por lo tanto su compromiso en el sector de la cooperación. Empeño especialmente necesario y urgente si consideramos que la actividad misionera —que comprende también la construcción improrrogable de iglesias, escuelas, seminarios, universidades, centros asistenciales, etc., para la promoción religiosa y humana de tantos hermanos—, se ve muy condicionada por múltiples dificultades de tipo económico.

¿Y a qué estructuras más adecuadas que las Obras Misionales Pontificias, a las que antes he hecho referencia, se podrá recurrir para llevar a cabo este programa de sensibilización capilar y para organizar la red de la caridad universal?

Sé que en estos últimos tiempos están surgiendo en muchas naciones "centros de animación misionera". Recomiendo ardientemente estas iniciativas tan útiles para la profundización teológica, pastoral, espiritual de la doctrina misionera. Tendré la alegría de inaugurar yo mismo la nueva sede de uno de estos centros, el Centro Internacional de Animación Misionera (CIAM), situado en el área de la para mi tan querida Pontificia Universidad Urbaniana.

En esta Jornada Misionera mundial, la Iglesia, Madre y Maestra, solicita del bien de todos, a través precisamente de las citadas Obras Pontificias, extiende de nuevo su mano para recibir la ayuda de los hombres de buena voluntad.

Ofrecer este socorro generoso es una obligación, un honor y un motivo de gozo, porque significa contribuir a hacer partícipes de los inestimables beneficios de la redención a todos aquellos que todavía no conocen las "insondables riquezas de Cristo" (cf. Ef 3, 8).

El nuevo Código de Derecho Canónico, que dedica a la actividad misionera toda una parte del libro II (cánones 781-792), sanciona explícitamente también la obligación que todos los fieles tienen de colaborar —cada uno según sus posibilidades— a la obra evangelizadora, conscientes de la propia responsabilidad derivada de la naturaleza intrínsecamente misionera de la Iglesia (cf. can. 781). Adquiere asimismo reconocimiento jurídico toda la cooperación misionera que, como se declara en el canon 791, se deberá suscitar en todas las diócesis, respondiendo a estas cuatro directrices fundamentales: la promoción de las vocaciones misioneras, el debido apoyo sacerdotal a las iniciativas misioneras, sobre todo en cuanto al desarrollo de las Obras Misionales Pontificias; la celebración de la Jornada Misionera; y la colecta anual de ayuda económica para las misiones, que ha de enviarse a la Santa Sede.

4. El Año Santo, una invitación a la esperanza

Anhelo sinceramente que, en este momento difícil para la vida de la humanidad cargado, es verdad, de amenazas, pero también premisa de esperanzas, se movilicen todas las fuerzas de la Iglesia, del Pueblo de Dios —asumiendo renovada vitalidad espiritual de este Año Santo de la Redención— para que el anuncio del Evangelio llegue de modo cada vez más vasto y profundo a todos los pueblos de la tierra

Hago presente en fin toda mi gratitud a aquellos —sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos— que, bien en primera línea o en los diversos campos y actividades de la Iglesia, contribuyen eficazmente a la expansión del reino de Dios. A ellos y a sus seres queridos imparto de todo corazón la bendición apostólica, propiciadora de dones celestiales.

Vaticano, 10 de junio de 1983, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. V año de mi pontificado.

JUAN PABLO PP. II



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