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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DEL URUGUAY EN VISITA "AD LIMINA"

Sábado 26 de mayo de 1979

 

Venerables hermanos,

Vuestra presencia me recuerda el mensaje que os dirigí, al comienzo de mi pontificado, con ocasión del primer centenario de la fundación de la jerarquía eclesiástica en vuestro país. Me sentí inmensamente contento de que un acontecimiento de tanta importancia para la historia religiosa de vuestra sierra tuviese su celebración final en la solemnidad de la Inmaculada con una ceremonia culminada a los pies de la imagen de la Virgen de los Treinta y Tres.

Hoy, al veros aquí en vuestra visita ad limina Apostolorum –y siento presentes también a los demás hermanos en el Episcopado que vendrán asimismo a visitar a Pedro– advierto vivamente que se hace más fuerte mi unión con vosotros: una fuerza que halla su perenne fecundidad en el designio según el cual Cristo ha querido construir su Iglesia sobre Pedro, con el mandato de confirmar a sus hermanos, haciendo de su misión con ellos la unidad del colegio apostólico. Se trata de la colegialidad subrayada insistentemente por el Concilio Vaticano II. El Obispo es el principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia particular de la que es Pastor (Lumen gentium, 23); pero como miembro del Colegio episcopal está obligado a actuar solidariamente con sus hermanos cuando surjan problemas comunes con otras comunidades eclesiales, sobre todo si tales problemas afectan al ámbito entero de una misma nación. Por esto me llena de alegría la imagen que ofrece la Iglesia en vuestro país, signo manifiesto de salvación y sacramento de unidad para todos los hombres (Lumen gentium, I, 48), configurándose por tanto como un modero para la convivencia fraterna de la nación.

Quiero detenerme particularmente en un punto, al poner de relieve la operante unanimidad de vuestras aspiraciones: la adecuada e intensa pastoral de les vocaciones religiosas y sobre todo sacerdotales. Es una exigencia ineludible, por la que también se hace ansiosa mi solicitud, cuando miro a países donde, como en el vuestro, falsa todavía un orgánico y adecuado desarrollo del cuerpo de les Iglesias particulares, obligadas para su vida y su misión a valerse de la ayuda preciosa y generosa, pero precaria, que puede ofrecer el clero de otras naciones.

Por esto doy gracias fervientemente al Dueño de la mies que desde hace algún tiempo va suscitando en vuestras diócesis un creciente número de vocaciones sacerdotales.

Considero superfluo llamar la atención acerca de la necesidad de formar adecuadamente a los futuros obreros de la viña. Pero permitidme insistir, a fin de que en vuestra misión de pastores tenga un lugar prioritario el cuidado de la espiritualidad de quienes serán vuestros inmediatos colaboradores, no menos que de aquellos que el Señor ha puesto ya a vuestro lado. La solicitud para con vuestros sacerdotes tenga todo el vigor y todas les delicadas atenciones que se requieren de vuestro oficio paterno, sobre todo a fin de que sea determinante en sus actitudes y en su conducta la inspiración sobrenatural que interprete adecuadamente la esencia del mensaje evangélico.

Esta animación espiritual os preocupe también en la búsqueda, en la formación y en la dirección de les otras fuerzas, a les que la Iglesia pide hoy una aportación sustancial organizada para el desarrollo de la propia misión.

Así vuestro plan pastoral quinquenal preparado para todo el País, podrá pasar a una dinámica fase ejecutiva para la santificación del pueblo de Dios. Se beneficiará también la renovación moral y religiosa de no pequeños sectores, como exigen necesidades muy graves y tendencias funestas, sobre les que recientemente habéis alzado vuestra voz.

Aprecio vivamente vuestro celo vigilante y eficaz sobre todo el ámbito de la misión específica de la Iglesia, que ajena a intervenciones que están fuera de su competencia, presta un servicio –no ciertamente contingente– a la causa de la humanidad en general y del pueblo en medio de cual actúa como madre y maestra. Al respecto vosotros os habéis pronunciado explícita y equilibradamente, y yo mismo he desarrollado este tema fundamental en el discurso de apertura de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Es un camino señalado claramente para la evangelización en un Continente al que quiero mucho y en el que vuestro País ha tenido y mantiene un puesto de gran prestigio. Sólo me falsa, pues, deciros, en un campo tan delicado, que yo cuento mucho con vuestro celo y con el de todos vuestros colaboradores; pero quiero también expresar el deseo de que la sabiduría humana y cristiana de vuestros conciudadanos sepa beneficiarle con confianza del Magisterio y de la obra de la Iglesia.

Deseo volver de nuevo al punto de partida de este discurso: peregrino espiritualmente al Santuario de la Virgen de los Treinta y Tres, encomiando a su amor materno vuestras fatigas, vuestras penas, vuestras aspiraciones y les de todos vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas seminaristas, les de todos los agentes de la pastora! y de todo vuestro pueblo.

Acoged la bendición apostólica que de todo corazón os imparto y que deseo hacer llegar al cardenal Antonio Barbieri, este insigne pastor que completa en el sufrimiento y en la oración el largo y valioso servicio prestado a la Iglesia en vuestro país.

 



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