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VIAJE APOSTÓLICO A ÁFRICA

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA COMUNIDAD CRISTIANA REUNIDA EN LA CATEDRAL
Y ACTO DE CONSAGRACIÓN A LA MADRE DE CRISTO


Kinshasa, Zaire
Viernes 2 de mayo de 1980

 

¡Alabado sea Jesucristo!
¡Que Dios nuestro Padre y Jesucristo nuestro Señor os den la gracia y la paz!
¡Que el Espíritu Santo sea vuestro gozo!

1. Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Vuestro arzobispo, el querido cardenal Joseph Malula., acaba de darme la bienvenida en nombre de todos vosotros, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y laicos de la archidiócesis de Kinshasa y de las otras comunidades católicas de Zaire. Se lo agradezco vivamente. Ha evocado la vitalidad de la Iglesia en Zaire, una vitalidad que la Iglesia de Roma conoce y aprecia. Y yo, Obispo de Roma, deseaba grandemente venir a visitaros.

Vengo como servidor de Jesucristo, Cabeza invisible de la Iglesia. Vengo como Sucesor del Apóstol Pedro, al que Jesús dijo: "Confirma a tus hermanos", y después, por tres veces: "Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17), es decir, a toda la grey de mis discípulos. Por voluntad de Dios, pese a mi indignidad, yo he heredado a mi vez esta carga, que es la de Papa, es decir, de Padre, la de Vicario de Cristo en la tierra, que preside la unidad en la fe y en la caridad.

2. Ante todo, doy gracias a Dios con vosotros por todo lo que ha realizado en Zaire durante cien años. Vengo hoy a celebrar con vosotros el centenario de la evangelización, a recordar con vosotros el camino recorrido, un camino que ha conocido dificultades y penas, alegrías y esperanzas. ¡Un camino de gracias! El centenario nos permite apreciar mejor, en cierto modo, los beneficios del Señor y los méritos de vuestros predecesores. Y apoyaros en esta historia cristiana para un renovado impulso hacia adelante.

Hace un siglo, en efecto, algunos misioneros, ardiendo de amor por Cristo y por vosotros, vinieron a haceros partícipes de la fe que ellos mismos habían recibido; desde el primer momento, quisieron plantar aquí la Iglesia, hacer surgir una Iglesia local, con los africanos. La cosecha fue grande. Vuestros padres acogieron la Palabra de Dios con generosidad y entusiasmo. Hoy, el árbol de la Iglesia está arraigado sólidamente en vuestro país; sus ramas se extienden por todo el territorio. La fe ha llegado a ser el destino de un número considerable de ciudadanos y ciudadanas del Zaire. De vuestras familias zaireñas han surgido obispos, sacerdotes, religiosos, catequistas, laicos comprometidos, que integran o sostienen. vuestras comunidades. Y el Evangelio ha impreso su sello en la vida y en las costumbres. ¡Dios sea loado! ¡Y benditos sean cuantos han hecho florecer esta Iglesia, los que vinieron de lejos y los que nacieron en este país! ¡Benditos sean los que la guían actualmente!

3. Queridos amigos: Habéis vivido una primera gran etapa, una etapa irreversible. Y ahora se abre ante vosotros una nueva etapa no menos exaltarte, aunque lleva consigo necesariamente nuevas pruebas y, quizá, incluso tentaciones de desaliento. Es la etapa de la perseverancia, en la que hay que proseguir la afirmación de la fe, la conversión profunda de las almas, de los modos de vivir, a fin de que correspondan cada vez mejor a vuestra sublime vocación cristiana; sin contar con la evangelización que vosotros mismos debéis continuar en los sectores o en los ambientes donde el. Evangelio todavía es ignorado. Como escribía San Pedro a las primeras generaciones de convertidos en la diáspora, yo os digo: "Sed vigilantes... conforme a la santidad del que os llamó, sed santos en todo vuestro proceder" (1 Pe 1, 13-16). No se acaba nunca de ser cristianos.

Así es como la Iglesia que está en Zaire alcanzará su plena madurez cristiana y africana.

4. Yo sé que vuestros obispos —que son vuestros Pastores y vuestros padres— os guían con lucidez y valentía por estos caminos del Reino de Dios, como lo atestiguan las exhortaciones, cartas o llamamientos que os dirigen personal o colegialmente. Yo vengo a reafirmar y estimular el ministerio de estos obispos que son mis hermanos. Pero al mismo tiempo, vengo a estimular también a todos los cristianos y cristianas de Kinshasa y del Zaire.

Me complace grandemente el que mi primer encuentro, en esta catedral, sea con los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas. En la edificación de la Iglesia, tenéis un puesto de relieve. Vuestra ordenación, vuestra consagración religiosa, vuestra llamada al sacerdocio son gracias inestimables. ¡Agradecédselo al Señor! Servidle con alegría, sencillez y pureza de corazón. Estáis destinados, más que los otros discípulos de Cristo, a ser la sal que da sabor, la luz que ilumina; yo quiero tener un coloquio prolongado con los sacerdotes, luego con las religiosas a lo largo de las próximas jornadas. Pero desde esta tarde, os saludo con todo mi afecto. Mi primera palabra es una palabra de consuelo, en el ambiente de acción de gracias que corresponde a un centenario.

Sacerdotes: Sentíos felices de ser ministros de Cristo, anunciadores de su palabra y dispensadores de sus misterios: "Imitamini quod tractatis": "vivid lo que estáis cumpliendo". Sed educadores de la fe, hombres de oración, tened el celo y la humildad del que sirve, vivid vuestra consagración total al reino de Dios de la que es signo vuestro, celibato.

Religiosos y religiosas: Sentíos felices de haber entregado todo vuestro amor a Cristo; y de servir a la Iglesia, a vuestros hermanos y hermanas con toda disponibilidad. Con todas las personas consagradas del Zaire, dejad que Cristo llene vuestras vidas, a fin de que seáis claro testimonio para el Pueblo de Dios y para los hombres de buena voluntad. Pienso en vuestra hermana zaireña, que os. ha precedido dejando un luminoso ejemplo de pureza y de valentía en la fe: la Sierva de Dios sor Anwarita, a quien la Iglesia, según espero, podrá muy pronto beatificar.

Y vosotros, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que habéis venido de otros países como "misioneros" y que seguís cooperando en los diversos servicios de la Iglesia en este país, sentíos felices de que sea aquí donde vuestra ayuda resulta preciosa y necesaria y donde dais testimonio de la Iglesia universal, Proseguid este servicio amistoso y desinteresado, bajo la guía de los Pastores zaireños que sabrán acoger a todos los sacerdotes sin excepción en su presbiterio.

Seminaristas: Sentíos felices de responder al llamamiento del Maestro, que jamás decepciona. Acoged la pedagogía de Cristo, en la que se han formado muchos de vuestros antepasados. Preparaos para asimilar a fondo la sólida doctrina y la disciplina de vida que os permitirán ser, a su vez, guías espirituales. Me gustaría que muchos siguieran vuestras huellas. Las vocaciones sacerdotales son la prueba de la vitalidad y madurez de una Iglesia local que se hace así capaz de tomar en sus manos la responsabilidad de la obra del Evangelio, dando al mensaje evangélico y a la misión de la Iglesia su plena autenticidad cristiana y africana.

No quiero olvidar a los laicos cristianos con quienes también voy a encontrarme: padres y madres de familia, animadores de pequeñas comunidades, catequistas, educadores, laicos comprometidos, estudiantes y jóvenes de Kinshasa o de otras ciudades o pueblos. ¡Que se sientan felices y orgullosos de su fe! Dondequiera que trabajen, den testimonio del amor de Cristo, que les ha amado antes a ellos. ¡Y que prosigan un apostolado en el que son insustituibles!

5. Quisiera haceros a todos la recomendación que el Apóstol San Pablo hacía en todas sus Cartas, él que visitaba muchas de las primeras comunidades cristianas. Es la recomendación que suscitó la última oración de Jesús después de la Sagrada Cena: "Que todos sean uno". Sí, desechad toda división, vivid en la unidad, que tanto complace a Dios y que constituye vuestra fuerza, en torno a vuestros sacerdotes. Y que los sacerdotes estén unidos en un mismo presbiterio en torno a sus obispos. Expresad benévola acogida y real colaboración entre vosotros, zaireños y zaireñas, así como con los extranjeros que han venido a compartir vuestra vida. La Iglesia es una familia, donde nadie es excluido.

Mientras recibo vuestro testimonio, yo os traigo a mi vez el de la Iglesia que está en Roma y el de la Iglesia universal que en Roma tiene su centro. Es una sola familia. Ninguna comunidad vive centrada en sí misma, sino que todas se enlazan en la gran Iglesia, la única Iglesia. Vuestra Iglesia ha sido injertada en el gran árbol de la Iglesia, del que durante cien años ha recibirlo su savia, lo que le permite ahora dar buenos frutos en sí misma y hacerse al mismo tiempo misionera de los demás. Vuestra Iglesia deberá profundizar su dimensión local, africana, sin olvidar nunca su dimensión universal. Conozco vuestra ferviente adhesión al Papa. Por eso os digo: con él, permaneced unidos a toda la Iglesia.

Y ahora, os invito a dirigir conmigo vuestras miradas y vuestros corazones hacia la Virgen María.

6. Permitidme, por tanto, en este año en que dais gracias a Dios por el centenario de la evangelización y del bautismo de vuestro país, que me refiera a la tradición que encontramos en el comienzo de este siglo, en el comienzo de la evangelización en tierra africana.

Los misioneros que venían para anunciar el Evangelio comenzaban su servicio misionero con un acto de consagración a la Madre de Cristo.

Se dirigían a Ella de este modo:

«He aquí que nos encontramos entre quienes son nuestros hermanos y hermanas y a quienes tu Hijo, oh Virgen María, amó hasta el fin. Por amor, ofreció su vida por ellos en la cruz; por amor, permanece en la Eucaristía para ser alimento de las almas; por amor, fundó su Iglesia para que fuera la comunidad indestructible en la que se encuentra la salvación. Todo esto, no lo saben todavía estos hermanos y estas hermanas ante los que acabamos de llegar; no conocen todavía la Buena Nueva del Evangelio. Pero nosotros creemos profundamente que sus corazones y sus conciencias están preparados para recibir el Evangelio de salvación por obra del sacrificio de Cristo y también gracias a tu intercesión maternal y a tu mediación.

»Nosotros creemos que, cuando Cristo, desde lo alto de la cruz, te dio a cada hombre como hijo, en la persona de su discípulo San Juan, Tú aceptaste también como hijos y como hijas a estos hermanos y hermanas a los que la Santa Iglesia nos envía ahora a nosotros como misioneros.

»Ayúdanos a cumplir el mandato misionero de tu Hijo sobre estas tierras; ayúdanos a cumplir aquí la misión salvífica del Evangelio y de la Iglesia. Nosotros te consagramos todos aquellos que el Espíritu de Jesucristo desea iluminar con la luz de la fe y en los que quiere encender el fuego de su amor. Te consagramos sus familias, sus tribus, las comunidades y sociedades que han formado, su trabajo, sus alegrías y sufrimientos sus pueblos y sus ciudades. Consagramos a Ti todo, te consagramos a todos. Acógelos en ese amor eterno del que Tú fuiste la primera sierva y dígnate guiar, por muy indigno que sea, el servicio apostólico que ahora comenzamos».

7. Hoy, han pasado ya cien años de estos comienzos. Cuando la Iglesia, en este país del Zaire, da gracias a Dios en la Santísima Trinidad por las aguas del santo bautismo que han salvado a muchos de sus hijos e hijas, permite, oh Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, que yo, el Papa Juan Pablo II, a quien se le da ocasión de participar en este jubileo, recuerde y renueve al mismo tiempo esta consagración misionera que tuvo lugar en esta tierra al comenzar su evangelización.

¡Consagrarse a Cristo por tu intercesión!
¡Consagrarse a Ti para Cristo!

¡Permite también, oh Madre de la divina Gracia que, al agradecerte todas las luces que la Iglesia ha recibido y todos los frutos que ha proporcionado a lo largo de este siglo sobre esta tierra del Zaire, te confíe nuevamente esta Iglesia, que la ponga en tus manos para los años y siglos futuros hasta el fin de los tiempos!

Y a la vez, te confío también toda la nación, que vive hoy su vida propia e independiente. Lo hago con el mismo espíritu de fe y con la misma confianza que los primeros misioneros, y lo hago al mismo tiempo con un gozo tanto más grande cuanto que el acto de consagración y de entrega que yo hago ahora, lo hacen a la vez conmigo todos los Pastores de esta Iglesia y también todo el Pueblo de Dios; este Pueblo de Dios que desea asumir y proseguir con sus Pastores, con amor y decisión apostólica, la obra de la construcción del Cuerpo de Cristo y de la implantación del Reino de Dios sobre esta tierra.

Acepta, oh Madre, este acto de confianza que hacemos, abre los corazones e infunde fuerza a las almas para escuchar la Palabra de vida y para hacer lo que tu Hijo no cesa de ordenarnos y recomendarnos.

¡Que la gracia y la paz, la justicia y el amor formen parte de este pueblo; que al darte gracias por el centenario de su fe y de su bautismo, mire con confianza hacia su porvenir temporal y eterno. Amén!

 



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