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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL
(12-15 MAYO 1982)

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE EL GOBIERNO PORTUGUÉS
*

Lisboa
Jueves 13 de mayo de 1982

 

Excelencias,
señoras, señores
:

1. He venido a este querido país de Portugal primeramente para peregrinar hasta Nuestra Señora de Fátima, y al mismo tiempo para hacer una visita pastoral a los hijos de este país que profesan casi unánimemente la fe católica, y para reunirme con sus gobernantes que han tenido, ellos también, la amabilidad de invitarme y acogerme cordialmente. He querido detenerme al menos en algunas de las grandes ciudades, y dialogar con los diferentes sectores. Pero tenía interés, además, en reservar un momento para los diplomáticos extranjeros acreditados ante Portugal por sus Gobiernos, pues estoy persuadido de la importancia de su misión para la paz, la seguridad y las relaciones fraternales entre los pueblos.

Me llena de gozo el saludar, por medio vuestro, a cada uno de los países que ustedes representan; algunos de los cuales he tenido ya la dicha de visitar, gracias a la amable invitación de las autoridades civiles y de los episcopados locales, y conservo el recuerdo del simpático recibimiento de sus compatriotas. Por, otra parte, muchos de ustedes tienen colegas de su país ante la Santa Sede. Siempre me es grato y fructuoso reunirme con ellos y con fiarles las preocupaciones de la Iglesia católica sobre todo por la paz internacional. También a ustedes voy a permitirme hablarles de ello.

2. Me doy cuenta en primer lugar de que se hallan ustedes en misión en un país que ofrece a sus ojos y a su corazón aspectos muy interesantes y capaces de enriquecer su experiencia. La historia de Portugal hunde sus raíces en una vieja civilización, que se ha desarrollado en el área de los países latinos y está por lo mismo impregnada de valores cristianos. Pero se abre también hacia los más lejanos y variados horizontes de otros continentes. De este modo la nación lusitana ha marcado con su impronta vastas regiones de América del Sur, de África e incluso de Asia. Si ahora subraya especialmente su inserción europea, en relación cada vez más estrecha con los países de este continente con los que comparte la unidad espiritual y la vida económica, sin embargo, su cultura y su lengua, ampliamente extendidas, siguen siendo una clave para comprender bien la historia y muchos de los rasgos actuales de esos grandes pueblos que, allende los mares, han tomado ya las riendas de su propio destino. Pienso igualmente en los países más próximos que acogen hoy a tantos trabajadores portugueses emigrantes. Deseo, pues, que el tiempo de su misión en Lisboa les familiarice a ustedes, no sólo con las realidades políticas, sociales y económicas de este país, sino también con todas las riquezas culturales surgidas de este dinámico pueblo. ¡Ojalá se extienda en ustedes la simpatía hasta todos aquellos que se han beneficiado en el mundo de la cultura portuguesa!

3. Ustedes mismos, en nombre de sus Gobiernos, representan ante Portugal a su patria respectiva, con sus intereses diversos. La vía diplomática, que es la de ustedes, supone un profundo espíritu de observación y de escucha, y el arte de negociar para promover la comprensión, el buen entendimiento y la colaboración a través de los medios razonables. Los diplomáticos están llamados a servir a su país, pero también —y yo lo deseo de todo corazón— al bien de todos los pueblos, haciendo posibles las condiciones que garanticen a todos la seguridad y el progreso. Cada país, en efecto, tiene en esto su parte de responsabilidad, por la razón clara de que los elementos de la vida pacífica internacional son cada vez menos disociables. Esto supone un cierto número de convicciones de las que he hablado frecuentemente ante los diplomáticos o los responsables de la comunidad internacional, y que me permito evocar hoy ante ustedes.

4. Está, en primer lugar, el normal acceso de los pueblos a la independencia política, que da a sus representantes la posibilidad de conducir libremente los asuntos de su propia nación, en interés y con la corresponsabilidad del conjunto de sus compatriotas. Se necesita además que esta libertad sea auténtica y que no haya ingerencia por parte de otras naciones, ni siquiera a través de ideologías extrañas al propio país. Ningún poder político tiene sentido ni justificación si no busca el bien común de todos. Y encuentra ese poder sus límites en 1a aceptación de los convenios internacionales y en el respeto de los derechos fundamentales de las personas, que nadie puede violar y que son garantizados por la conciencia humana y, para los creyentes, por el Autor de la conciencia, el Creador de los hombres.

La diplomacia se ocupa más especialmente de las divergencias que surgen entre los pueblos. Pueden degenerar, en efecto, en conflictos locales, siempre lamentables por la pérdida de vidas humanas, por las absurdas destrucciones y por los sentimientos de enemistad, a veces muy duraderos, que alimentan entre las naciones. Podrían incluso dar lugar a guerras de más amplio alcance, con riesgos de aniquilación difícilmente calculables. Estas divergencias tienen generalmente serios fundamentos, pero adquieren tal amplitud porque muchas veces son exacerbadas por las pasiones, pasiones que complican la situación y no permiten ver objetivamente la realidad. Ahí es precisamente donde el papel de los diplomáticos resulta capital para abordar con mayor serenidad los problemas y encontrarles soluciones razonables, sin descuidar la justicia y sin lesionar el legítimo orgullo nacional.

Por otra parte, será muy difícil mantener la paz mientras vaya aumentando el foso que separa los pueblos ricos de los que carecen incluso del mínimo vital. Como expertos, tienen ustedes el honor y el deber de ser los primeros en percibir la importancia de tales problemas —pienso por ejemplo en las relaciones Norte-Sur— y de contribuir a hacerlos comprender en torno suyo.

5. El marco de esta breve conversación no me permite prolongar la evocación de tantos problemas graves que se plantean en el terreno de la justicia, de la paz, del desarrollo. Pero tengo interés en subrayar por lo menos la difícil y penosa situación de quienes están desarraigados de su país.

Portugal, por su parte, ha debido y sabido acoger a un elevado número de ciudadanos portugueses que habían abandonado los territorios de ultramar en la época de la independencia, y es fácilmente imaginable la precaria situación de estas gentes y la carga enorme que representaba para este país que tantos esfuerzos desplegó para integrarlos y ofrecerles un nuevo marco de vida.

En muchos lugares del mundo se da una situación más difícil, trágica diría yo, la de los hombres, mujeres, niños que ya no tienen patria. Me refiero a los refugiados que, a causa de sus opiniones políticas, sus sentimientos religiosos, su raza diferente, o simplemente como consecuencia del trastorno de guerras o revoluciones, se ven sometidos a tales temores, a tales presiones o dificultades de vida, a tal falta de libertad o incluso a tales amenazas, que están prácticamente constreñidos a exiliarse lejos de su propia patria, teniendo que escapar a veces con riesgo de su propia vida, o permanecer confinados en campamentos, a la espera de una eventual patria adoptiva, donde en cualquier caso deberán comenzar otro género de vida sin medio alguno. Es una de las terribles plagas que sufre nuestro mundo actual, como si los hombres no fueran ya capaces de reservar un puesto decente a sus semejantes. Es ésta una situación que debe preocupar a cuantos asumen responsabilidades en los asuntos internacionales. Como lo hice ante el Cuerpo Diplomático reunido en Nairobi, el 6 de mayo de 1980, y en otras ocasiones, reitero mi llamamiento a las autoridades de cada nación para que se dignen permitir a todos sus conciudadanos vivir en su patria, disfrutando de una libertad justa, sin obligarles al exilio, mientras que exhorto vivamente a los países receptores y a la comunidad internacional a que procuren a los actuales refugiados una vida verdaderamente humana.

Excelencias, señoras, señores, de acuerdo con su noble misión, ustedes están invitados a trabajar precisamente en la elaboración de procedimientos cada vez más humanos. Ruego a Dios que les conceda a ustedes su luz y su fuerza para contribuir a ello lo mejor posible y le pido que bendiga a sus personas, sus familias y sus países. Reitero a todos y cada uno mis mejores deseos y les agradezco que hayan querido participar en esta reunión.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 21, p.12.

 



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