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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE PORTUGAL ANTE LA SANTA SEDE
*

Viernes 6 de junio de 1986

 

Señor Embajador:

l. Es grato para mí recibir al distinguido Representante de Portugal en este acto de presentación de las Cartas Credenciales como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Se le recibe aquí hoy, como se le recibirá siempre, con la atención e interés que merecen la persona de Vuestra Excelencia y su noble País; éste ha venido demostrando por su parte recíproca consideración también en la elección de los mandatarios de esta misión.

En una experiencia nueva, por cierto, con relación a las importantes misiones diplomáticas que Vuestra Excelencia ha venido desempeñando, dado el plan específico en el que se desarrollan las relaciones, viene a continuar aquí el trabajo de los anteriores Embajadores, que dejaron un grato recuerdo, porque contribuyeron a un amistoso equilibrio, positivo y respetuoso con la autonomía y competencias respectivas y bien claras de las partes en diálogo. Este diálogo presupone y, a su vez, nutre la mutua estima, comprensión y amistad y, dentro de los debidos límites, incluso la colaboración al servicio del hombre.

2. He apreciado vivamente las palabras que me ha dirigido y los nobles propósitos expresados. Antes que nada, pido a Vuestra Excelencia que salude de mi parte al Señor Presidente de la República Portuguesa, testimoniando mi estima y expresándole mis votos de felicidad en el mandato que acaba de iniciar al servicio de un pueblo que siempre me mereció admiración y del que conservo viva y grata memoria, desde que se me concedió vivir la experiencia de sus manifestaciones de fe cristiana y de devoción a la Iglesia, durante mi visita pastoral en 1982.

Con esperanza deseé entonces mi encuentro con Portugal; y con esperanza realicé aquél, para mí inolvidable viaje: la fundada esperanza de que esa antigua y noble Nación sabrá afrontar y resolver acertadamente los problemas del momento y continuar, con la frente levantada, su camino histórico en el concierto de los pueblos.

3. Con simpatía, la Santa Sede considera y acompaña siempre a Portugal en una larga y rica historia vivida desde el principio de la nacionalidad con la presencia de la Iglesia. Ese camino conjunto de la Iglesia y Portugal dejó, en las tradiciones y en la vida de sus gentes, huellas documentadas en las costumbres, en el arte, en la literatura y finalmente en toda la cultura del alma lusitana. Al extenderse por los cinco continentes, donde aún hoy está presente de algún modo, el pueblo portugués no dejó de irradiar la propia cultura de inspiración cristiana, sobre todo por obra de sus muchos y generosos misioneros. En mis peregrinaciones apostólicas, a las que Vuestra Excelencia ha hecho varias referencias, se ha podido observar esa irradiación: así, aún hace poco, durante mi visita a India, especialmente a Goa.

Eso indica que incluso hoy, en las áreas culturales de Lengua común con Portugal, su noble Nación sigue teniendo compromisos de buena amistad y de fidelidad a los valores patrimoniales compartidos, a pesar de que han cambiado las circunstancias y el contexto político y social.

4. Nos encontramos en una de esas encrucijadas históricas en las que fácilmente se crean situaciones que parecen poner en juego los valores supremos de la convivencia humana. Esta hora que vivimos es sin duda, de inestabilidad y precariedad; y surge la alternativa: o se cultivan y desarrollan esos valores, o se produce inevitablemente una destrucción. Jamás tuvo el hombre en sus manos tanto poder y, paradójicamente, jamás ha experimentado tanta fragilidad. Trasladado esto al nivel de los pueblos, hace patente su interdependencia y urgen los imperativos de la solidaridad.

La Iglesia, en la actual coyuntura, se siente en el deber de recordar que el progreso de la técnica y el avance de la civilización – marcado además por el predominio de la técnica – exigen un desarrollo proporcionado de la vida moral y de la ética; y lo hace movida sólo por el deseo de contribuir a la promoción del compromiso de todos en la salvaguardia del hombre, en su integridad, en una única familia humana.

5. Sinceramente deseosa de respetar la autonomía de los Gobiernos, la Iglesia no puede permanecer silenciosa en relación a lo que proporciona la base de todo esfuerzo común: los valores éticos que ella recibió en depósito con la misión de difundirlos. Como hacía notar Vuestra Excelencia, estos valores coinciden con las exigencias de la dignidad de cada persona, con los derechos y deberes que constituyen el fundamento de una sociedad libre y sana, y con la búsqueda compartida del progreso auténtico y del bien común; coinciden también con la preservación de las valiosas adquisiciones de una determinada civilización y, en fin, con los requisitos para la realización de la sublime vocación de cada ser humano, dondequiera que se encuentre.

Dios confió la tierra a la Humanidad en su conjunto e hizo una ley para que todos los hombres se diesen la mano unos a otros con libertad: esto implica el riesgo de solidaridades no constructivas, a veces incluso desviadas, del verdadero bien de la persona humana, que requieren discernimiento.

6. En este sentido, la Iglesia que está en Portugal, en conformidad con su misión religiosa y espiritual, continuará sirviendo sin desfallecer la causa del hombre, a la vez ciudadano e hijo de Dios, sirviendo los anhelos del pueblo portugués, infundiendo confianza y ayudándole a dejarse iluminar por la esperanza y por el amor fraterno, núcleo de su mensaje de salvación. Al transmitir ese mensaje, la Iglesia ―por medio de sus Pastores, sacerdotes, familias religiosas y laicado instruido y consciente― pone toda su aplicación en apoyar cuanto contribuya a que el hombre «sea más» hombre, en la familia, en las legítimas comunidades y en la sociedad y, al mismo tiempo, en rechazar todo lo que pueda hacer daño en sus propias raíces, a la vida y a la dignidad humana o minar la pacífica convivencia.

Para esto es importante, y tal vez constituye una prioridad, la tarea de educar las mentes y los corazones, a fin de que se pueda contar, en la edificación de la sociedad, con hombres que han madurado en la estima de los genuinos valores y en el sentido crítico frente a los contravalores. La Iglesia no dejará de dar la parte que le corresponde, dentro de su campo específico, para esta conversión – en el sentido en que se usa el término en la Encíclica Redemptor hominis, n. 16 – a la causa del hombre, a fin de hacer que evolucionen en favor de él las estructuras de la vida económica y social.

7. Unido a este esfuerzo de educación, contando con las ricas cualidades del amado pueblo portugués, será posible, ciertamente, crear condiciones y llevar a buen término iniciativas que parecen imponerse, siempre en la perspectiva del bien común: para servir la dignidad y vocación de las personas; para que se mantenga la sacralidad de la vida de cada ser humano en todos los momentos de su existencia; para salvaguardar los bienes valiosos del matrimonio y de la familia y favorecer sus indeclinables funciones en relación con la vida y educación de la prole; finalmente, para la promoción y desarrollo de cada hombre que habita en Portugal.

En las nuevas responsabilidades asumidas en Europa por su País, que acaba de “regresar a las dimensiones europeas”, como subrayaba Vuestra Excelencia, en orden a la consolidación y promoción de un clima de solidaridad, en la unión estable, hay, tal vez, un llamamiento, especialmente para las generaciones más jóvenes, a encarnar en los nuevos modelos de pensamiento y de vida las coordenadas de la fraternidad y de la paz, núcleo del mensaje evangélico y base de apoyo de la fe cristiana consciente.

Hago los mejores votos para que Portugal, que justamente se ufana de su pasado, continúe viviendo y asumiendo el papel que le corresponde en la construcción, nunca acabada, de un mundo cada vez más humano, más bello e iluminado por la justicia y la verdad, cimientos de paz serena y duradera. Y deseo cordialmente a Vuestra Excelencia un feliz cumplimiento de la misión ahora asumida: que ella le proporcione, con las satisfacciones y alegrías, también la dicha de descubrir aún mejor el verdadero rostro de la Iglesia. Para esto, con la bendición apostólica, imploro los favores de Dios para la persona del Señor Embajador, así como para cuantos lo acompañan y para sus familiares y colaboradores, y también para el amado pueblo portugués, al cual deseo de corazón las mayores prosperidades.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 37, p.10 (p.550).



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