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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*


Sábado 10 de enero de 1987

 

Excelencias,
Señoras, Señores:

1. Los deseos que acaba de expresar en nombre de todos vuestro Decano, el Excelentísimo Señor Embajador Joseph Amichia, constituyen un testimonio conmovedor y cada vez más apreciado de un diplomático atento a los esfuerzos de la Santa Sede y comprometido con ella en la búsqueda de las mejores soluciones para los grandes problemas del mundo. Le doy las gracias vivamente, y doy las gracias a todos los miembros del Cuerpo Diplomático que han querido asociarse a esta solicitud.

Me alegro de reunirme con vosotros en el umbral de un año nuevo, por el que yo mismo os doy mis felicitaciones cordiales, para cada una de vuestras personas, para vuestras familias, para los países que representáis. He visitado un buen número de estos países, que se me han hecho así más familiares, pero todos pueden estar seguros que encuentran aquí la misma consideración. Cada una de vuestras naciones cuenta mucho a los ojos de la Santa Sede, no sólo a causa de su cultura ancestral, de sus realizaciones o de sus capacidades, sino ante todo porque constituye una comunidad humana, a la que deseo su plena expansión y desarrollo, con un puesto plenamente reconocido en el seno de la gran familia de los pueblos. Deseo que también aquí los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante esta instancia espiritual, que es la Sede Apostólica, manifiesten entre sí una acogida mutua con respeto y solidaridad, y participen a su vez en la búsqueda del bien común de todos: la paz. Saludo especialmente a los Embajadores que asisten por primera vez a esta ceremonia de felicitación, sobre todo si dan comienzo a la Representación de su país ante la Santa Sede. Y me alegro también de saludar a todos juntos y a los miembros de vuestras Embajadas que os acompañan.

2. Vuestro portavoz, después de haber evocado con simpatía algunas actividades importantes de mi pontificado a lo largo del pasado año, ha subrayado justamente algunos puntos neurálgicos de la vida del mundo actual que requieren urgentemente un progreso y un esfuerzo concertado de los pueblos: la injusticia de la discriminación racial, la situación peligrosa creada por la acumulación o el comercio de ciertas armas, el endeudamiento de algunos países pobres, la plaga de la droga, el terrorismo. Tantas interpelaciones, que, entre otras cosas, conmueven el corazón de todo hombre clarividente, apasionado por la paz, y que la Santa Sede escucha también, intentando aportar a esta causa su testimonio y su contribución.

Vuestros Gobiernos, y vosotros mismos como diplomáticos, desplegáis una acción cuya razón de ser y nobleza consisten en hilvanar lazos de paz entre las naciones, en hacer valorar y defender lo que os parece justo para vuestros países, en escuchar y comprender las exigencias de los demás, en hacer converger puntos de vista, en luchar juntos contra lo que amenaza y degrada las relaciones humanas y la dignidad de la vida. ¿Hace falta que os diga, Excelencias, que la Santa Sede, siendo miembro de la Comunidad Internacional y habiendo establecido con vuestros países relaciones diplomáticas, está siempre dispuesta a jugar su papel en este sentido, interesándose por vuestros esfuerzos, animándolos, participando en ellos, y a veces suscitándolos?

Pero vosotros sabéis también que la Santa Sede es ante todo y esencialmente una institución religiosa, llamada a abordar los problemas de la paz en su dimensión espiritual y ética. Con este espíritu, tomé la iniciativa de una reunión de jefes religiosos invitándolos a Asís el 27 de octubre pasado. El Excelentísimo Señor Decano, por otra parte, ha señalado este hecho como lo más característico de este año. Hoy, también quisiera detenerme en este acontecimiento, para considerar con vosotros la importancia que reviste, no solo con miras a un diálogo entre las religiones, sino también para la realización en profundidad de la justicia y de la paz que es deber vuestro promover.

3. Ciertamente la reunión en Asís de los responsables y representantes de las Iglesias o Comunidades eclesiales cristianas y de las Religiones del mundo tuvo un carácter fundamental y exclusivamente religioso.

No se trataba de discutir ni de decidir iniciativas concretas o planes de acción que podrían parecer útiles o necesarios para asegurar la paz. Y repito que esta elección deliberada de ceñirse a la oración no disminuye en nada la importancia de todos los esfuerzos emprendidos por los políticos y los Jefes de Estado para mejorar las relaciones internacionales. Pero la iniciativa de Asís debía excluir toda posibilidad de explotación en favor de un proyecto político determinado.

En definitiva, la Iglesia católica, las demás Iglesias y Comunidades eclesiales y las Religiones no cristianas, respondiendo por su parte a la decisión de la ONU de designar 1986 como "Año de la Paz", quisieron hacerlo hablando su propia lengua, abordando la causa de la paz en la dimensión que es esencial para ellas: la dimensión espiritual. Y más exactamente, mediante la oración, acompañada del ayuno y de la peregrinación.

Por lo que se refiere a los representantes de las grandes Religiones, no se trataba ya ciertamente de negociar convicciones de fe para llegar a un consenso religioso sincretista. Sino de dirigirnos juntos, de forma desinteresada, hacia el objetivo capital de la paz entre los hombres y entre los pueblos o, mejor, dirigirnos unos y otros a Dios para implorar de El este don. La oración es el primer deber de los hombres religiosos, su expresión típica.

Al hacer esto, los representantes de estas Religiones mostraron también su preocupación por el bien primordial de los hombres. Manifestaron el lugar irreemplazable que el sentido religioso conserva en el corazón del hombre de hoy. Aunque desgraciadamente, la religión ha sido a voces ocasión de divisiones, el encuentro de Asís expresó una cierta aspiración común, la llamada de todos a caminar hacia un solo fin último, Dios, las personalidades que estaban allí presentes afirmaron su intención de realizar ahora un papel decisivo en la construcción de la paz mundial.

4. Algunos diplomáticos quizá se preguntarán: ¿Cómo puede la oración por la paz promover la paz?

Y es que la paz es antes que nada un don de Dios. Dios es quien la construye, porque es Él quien da a la humanidad toda la creación para que la administre y la desarrolle de forma solidaria. Él es quien inscribe en la conciencia del hombre unas leyes que le obligan a respetar la vida y la persona de su prójimo: no deja de llamar al hombre a la paz y es el garante de sus derechos. Quiere una convivencia de los hombres que sea la expresión de las relaciones mutuas fundadas sobre la justicia. el respeto y la solidaridad. El les ayuda también interiormente a realizar la paz o a encontrarla, por medio de su Espíritu Santo.

Considerada por parte del hombre, la paz es también un bien de orden humano, de naturaleza racional y moral. Es el fruto de voluntades libres, guiadas por la razón hacia el bien común que hay que lograr. En este sentido. la paz parece hallarse al alcance del hombre bien educado y maduro que reflexiona sobre los medios para vivir —en la verdad, la justicia y el amor— una amplia solidaridad, que contrasta con la "ley de la jungla", la ley del más fuerte. Pero precisamente por eso no se ve cómo este orden moral podría hacer abstracción de Dios, fuente primera del ser. verdad esencial y bien supremo. La oración es la forma de reconocer humildemente esta Fuente y de someterse a ella. Lejos de suprimir la responsabilidad del hombre, la despierta. La experiencia muestra que allí donde el hombre ha creído oportuno desligarse de Dios, durante algún tiempo puede conservar los ideales de verdad y de justicia, inherentes a su naturaleza racional, pero corre el riesgo de apartarse de ellos interpretándolos según el capricho de sus intereses inmediatos, de sus deseos, de sus pasiones.

Sí, la historia atestigua que los hombres abandonados a sí mismos tienden a seguir sus instintos irracionales y egoístas. Y así experimentan que la paz supera las fuerzas humanas. Porque necesita un aumento de luz y de fuerza, una liberación de las pasiones agresivas, un compromiso perseverante para construir juntos una sociedad, mirar hacia una comunidad mundial, fundada sobre el bien común en todos y cada uno. La referencia a la verdad de Dios da al hombre el ideal y las energías necesarias para superar las situaciones de injusticia, para liberarse de ideologías de dominación y de odio, para emprender un camino de verdadera fraternidad universal.

La actitud religiosa libera al hombre poniéndolo en contacto con la trascendencia. Y a los que creen en un Dios personal, todopoderoso, amigo del hombre y fuente de la paz, la oración se les manifiesta como verdaderamente necesaria para implorar de Él la paz que ellos no pueden darse a sí mismos: la paz entre los hombres, que nace en la conciencia de los hombres.

5. La oración auténtica cambia también el corazón del hombre. Dios sabe bien lo que nos hace falta. Si nos invita a pedir la paz, es que este acto humilde transforma misteriosamente a las personas que rezan y las pone en el camino de la reconciliación, de la fraternidad.

Efectivamente, el que reza a Dios con sinceridad, como nosotros hemos intentado hacerlo en Asís, contempla la armonía querida por Dios creador, el amor que hay en Dios, el ideal de paz entre los hombres, ese ideal que San Francisco encarnó de manera incomparable. Por todo ello da gracias a Dios. Tiene presente que la familia humana es una en su origen y en su fin, que viene de Dios y vuelve a Dios. Sabe que cada hombre, cada mujer, lleva en sí la imagen de Dios, a pesar de los límites y las derrotas del espíritu humano tentado por el espíritu del mal. El que acepta la Revelación cristiana va más lejos en esta contemplación: sabe que Cristo se ha unido de alguna manera a todos los hombres, los ha redimido, los ha hecho hermanos y ha reunido en El a los hijos de Dios dispersos. El hombre que reza se siente, pues, en unidad profunda con todos los que buscan en la religión valores espirituales y trascendentes como respuesta a los grandes interrogantes del corazón humano.

Además, mirándose a sí mismo, reconoce sus prejuicios, sus fallos, sus fracasos; ve fácilmente cómo el egoísmo, la envidia, la agresividad, en él y en los demás, son los verdaderos obstáculos a la paz. Por eso pide perdón a Dios y a sus hermanos, ayuna, hace penitencia, busca la purificación.

Y comprende finalmente que no puede implorar la paz si permanece con los brazos cruzados. Su oración expresa su voluntad de trabajar para superar estos obstáculos, tomando un compromiso resolutivo para la realización de la paz.

Estos son los beneficios que la oración lleva consigo. ¿Acaso no es esto lo que se expresó a través de todas las oraciones hechas en Asís? Ninguna justificación de sí, ninguna defensa de una ideología, ninguna aceptación de la violencia desviaron estas oraciones de su finalidad: la búsqueda de la paz tal como Dios la quiere. Los hombres que rezan son o se hacen artífices de la paz. Ya no pueden aceptar ni volver a tener comportamientos de injusticia o de odio en relación a sus semejantes sin una flagrante contradicción. Ciertamente, esta contradicción puede ser siempre, porque las tentaciones continúan. Por eso, en Casablanca, imploraba a Dios: "No permitas que invocando tu nombre justifiquemos los desórdenes humanos". Esto constituiría el signo de que la oración no había sido suficientemente profunda, suficientemente auténtica, suficientemente prolongada, de que el fanatismo la había desnaturalizado e instrumentalizado. Pero en sí, de hecho, la actitud auténtica de la oración pone en el camino de la verdadera paz, porque significa y entraña la conversión del corazón.

6. Al manifestar que la paz y la religión van juntas, el acontecimiento de Asís ha puesto de relieve que la paz es fundamentalmente de naturaleza ética. Yo lo recordé en aquella ocasión ante mis hermanos y hermanas de todas las religiones: "En la gran batalla en favor de la paz, la humanidad, con su gran diversidad, debe sacar su motivación de las fuentes más profundas y más vivificantes en las que se plasma su conciencia y sobre las que se funda la acción moral de toda persona" (Primera alocución, n. 2). Un elemento común a todas las religiones, además de la convicción primordial de que la paz supera los esfuerzos humanos y ha de buscarse en la Realidad que está más allá de todos nosotros, es efectivamente "un profundo respeto y obediencia a la conciencia que nos enseña a todos a buscar la verdad, a amar y a servir a todas las personas y a todos los pueblos", a respetar, proteger y promover la vida humana, a superar el egoísmo, la codicia, el espíritu de venganza (cf. Discurso final en Asís, no. 2 y 4). Es decir, que la Iglesia católica reconoce los valores espirituales, sociales y morales que se encuentran en las religiones. En mi viaje a India, subrayé el valor de la enseñanza del Mahatma Gandhi sobre "la supremacía del espíritu y el satygraha, la 'verdad-fuerza' que conquista sin violencia, por el dinamismo intrínseco a la acción justa". (Discurso del 1 de febrero de 1986 en Raj Ghat, n. 2). Ante los jóvenes musulmanes en Casablanca, recordé que al invocar a Dios, "tenemos que respetar a todo ser humano y amarlo como amigo, compañero y hermano" (19 de agosto de 1985. n. 2). En la Sinagoga de Roma, subrayé que "judíos y cristianos son depositarios y testigos de una ética marcada por los diez mandamientos, en cuya obediencia el hombre encuentra su verdad y su libertad", haciendo notar que "Jesús llevó hasta las extremas consecuencias el amor pedido en la Tora" (13 de abril de 1986, nn. 6 y 7).

Las religiones dignas de este nombre, las religiones abiertas de las que hablaba Bergson —que no son simples proyecciones de los deseos del hombre, sino una apertura y una sumisión a la voluntad trascendente de Dios, la cual se impone a toda conciencia—, permiten instaurar la paz. Y asimismo las filosofías que reconocen que la paz es un hecho de orden moral: muestran la necesidad de superar los instintos, afirman la igualdad radical de todos los miembros de la familia humana, la dignidad sagrada de la vida, de la persona, de la conciencia, la unidad de la familia humana que requiere una verdadera solidaridad.

Sin el respeto absoluto del hombre, fundado en una visión espiritual del ser humano, no existe paz. Este es el testimonio de Asís. Lo dieron los representantes de las religiones ante el mundo, para que el mundo encuentre en ello una luz, un apoyo. Yo deseo que esta convicción inspire también vuestra actuación de diplomáticos.

7. Concretamente, el respeto del hombre pasa por el respeto de sus derechos fundamentales. A la pregunta capital: "¿Cómo mantener la paz?", hay que responder: "En el marco de la justicia entre las personas y entre los pueblos". Hoy tenemos la suerte de ver los derechos del hombre cada vez más definidos y cada vez más firmemente reivindicados: derecho a la vida en todos los estadios de su desarrollo; derecho a la consideración, cualquiera que sea la raza, el sexo, la religión; derecho a los bienes materiales necesarios para la vida; derecho al trabajo y a la repartición equitativa de los frutos del trabajo; derecho a la cultura; derecho a la libertad del espíritu. de la creatividad; derecho al respeto de la conciencia, y especialmente a la libertad de la relación con Dios.

Y no hay que olvidar los derechos de las naciones a conservar y a defender su independencia, su identidad cultural, la posibilidad de organizarse socialmente, de gestionar sus asuntos y de decidir su destino libremente, sin estar a merced, directa o indirectamente, de poderes extranjeros. Vosotros conocéis como yo los casos en los que este derecho es violado de forma manifiesta.

Expresión de estos derechos son las exigencias de la dignidad del hombre. Elaborados sobre todo en Occidente por conciencias que habían sido formadas por el cristianismo, se han hecho patrimonio de toda la humanidad, y son reivindicados en todas las latitudes. Pero, al mismo tiempo que una reivindicación, constituye un deber para las personas y para los Estados crear las condiciones que aseguren su ejercicio. Los países que quieren sustraerse a estos deberes, bajo diversos pretextos —concepción totalitaria del poder, obsesión de la seguridad, voluntad de mantener los privilegios para ciertas categorías, ideologías, miedos de cualquier clase—, hieren la paz. Viven una seudo-paz que por otra parte corre el riesgo de conducir a un despertar doloroso. Cuando estos países salen de la dictadura sin preparación a la vida democrática, como se ha visto en algunos países el año pasado, el camino es difícil y lento. Cada uno debe, pues, tomar conciencia de las exigencias del bien común, evitando los excesos individualistas de la libertad. Pero estos países merecen ser animados en el camino de la paz, el único válido.

8. El imperativo ético de la paz y de la justicia del que acabo de hablar se impone como un derecho y un deber en primer lugar en la conciencia bien formada, en las personas de buena voluntad, en las comunidades que se preocupan de buscar sinceramente la paz y de educar para ella de verdad. Contribuye entonces a caracterizar la opinión pública. Pero debe encontrar también una expresión, un apoyo, una garantía, a base de instrumentos jurídicos adecuados, de la sociedad civil, en declaraciones o, mejor, en pactos, acuerdos instituciones, a nivel de país, de región, de continente, de comunidad mundial, con el fin de evitar, en la medida de lo posible, a los más débiles ser víctimas de la mala voluntad, de la fuerza o de la manipulación de los demás. El progreso de la civilización consiste en encontrar los medios de proteger, defender, promover, a nivel de estructuras, lo que es justo y bueno para la conciencia. También la diplomacia encuentra su campo de acción en esta mediación entre la conciencia y la vida concreta.

Si faltan estos esfuerzos, a nivel de la conciencia de las personas y a nivel de las estructuras, no queda asegurada la verdadera paz. Esta resulta frágil o ficticia. Corre entonces el riesgo de reducirse a la ausencia provisional de guerra, a la tolerancia —incluso ante los abusos que hieren al hombre—, al oportunismo; cede ante el afán de mantener a toda costa ventajas particulares encerrándose en sí misma, y sobre todo ante los instintos de agresividad o de xenofobia, ante la supuesta eficacia de la lucha de clases, ante la tentación de poner su fuerza sólo en la superioridad de los armamentos que intimidan al adversario, ante la ley del más fuerte, ante el terrorismo o los métodos de ciertas guerrillas dispuestas a utilizar todos los medios de violencia, incluso contra los inocentes, o también ante las tentativas hábiles de desestabilización de otros países, los intentos de manipulaciones, la propaganda engañosa, todo ello bajo la apariencia de la búsqueda de un bien o de la justicia.

9. Cuando se ven los estragos absurdos de las guerras y el peligro mayor de destrucciones inmensas y muy profundas, que entrañaría el uso de armamentos de los que disponen algunos países, se puede pensar que la situación del mundo exige un rechazo lo más radical posible de la guerra como medio de resolver los conflictos.

En esta perspectiva invité yo el 27 de octubre a todos los que estaban implicados en acciones de guerra a una tregua completa de combates al menos ese día. Un buen número acogieron favorablemente la proposición, y los felicito. Fue un gesto significativo que les unió a nuestra súplica religiosa por la paz, y yo creo en la eficacia espiritual de los signos. Se trataba también de una pausa que permitía ahorrar vidas humanas con todo su valor; una ocasión ofrecida a todos para reflexionar sobre el carácter vano e inhumano de la guerra en orden a resolver tensiones y conflictos que podían arreglar los medios ofrecidos por el derecho; una invitación a renunciar en nombre del bien a la violencia de las armas.

Ciertamente esto no significa descartar totalmente el principio según el cual cada pueblo, cada Gobierno tiene el derecho y el deber de proteger, con medios proporcionados, su existencia y su libertad contra un injusto agresor. Pero la guerra aparece cada vez más como el medio más bárbaro y más ineficaz de resolver los conflictos entre dos países o de conquistar el poder en el propio país. Hay que hacer todo lo posible por adoptar instrumentos de diálogo, de negociación sirviéndose, en caso de necesidad, del arbitraje, del arbitraje imparcial de terceros, o de una Autoridad internacional dotada de poderes suficientes.

10. En cualquier caso, una amenaza fundamental viene como consecuencia del desarrollo de los armamentos de todo tipo con vistas a asegurar el dominio sobre los demás o a expensas de los demás. ¿No habría que reducir las armas al nivel compatible con la legítima defensa, renunciando a aquellas que no pueden colocarse en absoluto dentro de esta categoría?

¿Es necesario decir una vez más que la carrera de armamentos es peligrosa, lleva a la ruina y resulta escandalosa a los ojos de países que no pueden asegurar a sus poblaciones los medios de supervivencia alimentaria o sanitaria? Esta es una de las claves del problema de las relaciones Norte-Sur que parece, desde un punto de vista ético, aún más fundamental que el de las relaciones Este-Oeste. Otro punto crucial es el de la deuda exterior y el equilibrio de los intercambios, que merecen especial atención por parte de la Santa Sede. Porque, en definitiva, lo que importa es el desarrollo solidario de los pueblos. La solidaridad es de naturaleza ética y constituye una clave fundamental para la paz. Presupone que se considere el punto de vista del pueblo que se halla necesitado y que se busque lo que es bueno para él, considerándolo como un agente activo de su propio desarrollo. Se apoya en la conciencia de que formamos una sola familia humana. Tal es el objetivo del Mensaje para la Jornada mundial de la Paz que os he confiado este año.

Considerando el desarrollo de los pueblos en su conjunto, habría que encontrar los medios para ayudar a determinados grupos que se hallan totalmente abandonados, en una miseria o una amenaza indignas de la humanidad. Son innumerables. Pienso, por ejemplo, en los que son víctimas de la carestía en Etiopía o Sudán; y pienso en la suerte dramática de tantos refugiados. Algunas iniciativas privadas admirables se ocupan de ello; pero, ¿qué podrán hacer si los Gobiernos y la Comunidad internacional no les dan su ayuda?

11. Del Mensaje de la Paz para este año, tomo sólo esta frase al acabar este encuentro: "Dado que la solidaridad nos da la base ética para actuar adecuadamente, el desarrollo se convierte en una oferta que el hermano hace al hermano, de tal manera que ambos puedan vivir más plenamente dentro de aquella diversidad y complementariedad que son señal de garantía de una civilización humana" (n. 7).

Muy a menudo, al hablar de los derechos del hombre, no tenemos en cuenta más que la igualdad de los hombres y su libertad. La igual dignidad de los hombres hay que garantizarla siempre y en todas partes; no requiere necesariamente la igualdad de todas las situaciones, que corre el riesgo de ser una ilusión y de suscitar sin cesar conflictos. Lo que es fundamental, es la fraternidad. Esta aparece como la clave de bóveda del edificio siempre frágil de la democracia, como la meta del camino siempre difícil hacia la paz, como su inspiración decisiva. Quita la contradicción subrayada tan a menudo entre la igualdad y la libertad. Trasciende la estricta justicia. Tiene como motor el amor. Los padres del Concilio Vaticano II subrayaron este aspecto: "¿La paz es también fruto del amor, que sobrepasa la meta indicada por la justicia" (Constitución Gaudium et spes, 78). Este amor está en el corazón del Evangelio de Jesucristo, que lo ha dado a conocer y gustar al mundo, de modo incomparable, invitándolo a hacerse prójimo de todo hombre, como si fuera un hermano. Este amor comporta una superación de sí mismo, que favorece la actitud religiosa, pero que es de todas formas necesario a la vida en sociedad. Un mundo sin amor fraterno nunca conocerá más que una paz fragmentada, frágil, amenazada. Y en caso de guerra, los países beligerantes serán incapaces de renunciar a la voluntad de dominar, incluso al precio de una trágica hecatombe o de una absurda ruina, porque sería humillante para ellos. Sólo el espíritu de fraternidad llevará a aceptar y a ofrecer una tregua o mejor, una paz, que no sea humillante para el otro.

Excelencias, señoras, señores: No es de mi competencia proponer soluciones técnicas más precisas a los graves problemas de la paz y del desarrollo que acabamos de mencionar. Pero he considerado oportuno reflexionar con vosotros sobre el espíritu que abre la puerta a soluciones viables: la humildad, el diálogo, el respeto, la justicia, la fraternidad. La experiencia de Asís, a nivel de representantes de las religiones, ha puesto de relieve este espíritu. ¡En ella podéis encontrar una luz para vuestra noble misión de Embajadores! ¡Y el mundo puede beber en la misma fuente, para conocer la paz que Dios le tiene reservada!


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.4, pp. 1, 11,12.



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