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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA XXV CONGREGACIÓN GENERAL DE LA ASAMBLEA ESPECIAL PARA AMÉRICA
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


Jueves 11 de diciembre de 1997

 

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos llegado al término de la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos. En este momento mi alma se abre ante todo a la acción de gracias a Dios, que está en el origen de «toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1, 17). Manifiesto también mi agradecimiento a todos los que han sido instrumentos de Dios para transmitir estas riquezas espirituales a su Iglesia, con ocasión de esta Asamblea sinodal.

Expreso mi viva gratitud a los padres, principales responsables del Sínodo, que han llevado el peso del trabajo y ahora tienen el mérito de los resultados. Cada día los presidentes delegados han guiado eficazmente la Asamblea; el relator general y los dos secretarios especiales la han ayudado a tratar el tema sinodal con competencia; el secretario general la ha dirigido con seguridad en el itinerario complejo del Sínodo.

Los delegados fraternos de algunas confesiones cristianas de América y muchos hombres y mujeres venidos en calidad de asistentes y auditores han dado su valiosa aportación.

¿Cómo olvidar que la Asamblea ha sido preparada con la oración, la reflexión y la consulta de todas las Iglesias particulares y de los demás organismos elegidos para ese fin, y con las diversas reuniones del Consejo presinodal? La cooperación armoniosa de numerosos componentes eclesiales, así como la de diversos organismos y servicios de la Sede apostólica, ha contribuido ciertamente al éxito de los trabajos.

Tenemos presentes también a las numerosas personas que han acompañado los trabajos sinodales con el ofrecimiento de sus sufrimientos y su oración continua. A todos y cada uno va mi gratitud personal.

2. Hemos llegado así al final de esta interesante experiencia eclesial, en la que verdaderamente hemos «caminado juntos» (syn-odos). El encuentro de hoy nos ofrece la posibilidad de hacer un primer balance. Mañana por la mañana, durante la celebración eucarística que tendré la dicha de presidir en la basílica vaticana, podremos agradecer al Señor los frutos apostólicos cosechados durante estas semanas en favor del continente americano, desde Alaska a la Tierra de Fuego, desde el Pacífico al Atlántico.

Más adelante, como es costumbre después de cada Sínodo, tengo la intención de emanar una exhortación apostólica, que tendrá en cuenta las Propositiones aprobadas por la Asamblea y toda la riqueza de las intervenciones y de las diversas relaciones, con objeto de hacer eficaces las sugerencias pastorales surgidas a lo largo de los trabajos sinodales.

Estas jornadas que hemos pasado juntos han sido una auténtica gracia del Señor. Hemos vivido un encuentro especial con Jesucristo vivo, y hemos recorrido unidos un camino de conversión, de comunión y de solidaridad. Nos hemos sentido reunidos en el nombre de Jesús (cf. Mt 18, 19-20) gracias a la acción del Espíritu Santo, que ilumina el presente y el futuro del continente americano con la alegría de la esperanza que nunca defrauda (cf. Rm 5, 5). A través de las numerosas intervenciones, que han recordado la grandeza y la belleza de la vocación cristiana, todos hemos sido animados a seguir a Cristo, pastor, sacerdote y profeta, cada uno desde su propia vocación.

La llamada común a seguir a Cristo nos ha hecho sentir lo preocupantes que son todavía las situaciones en que viven muchos de nuestros hermanos y hermanas. No pocos de ellos se encuentran en condiciones contrarias a la dignidad de hijos de Dios: pobreza extrema; falta de un mínimo de asistencia en caso de enfermedad; analfabetismo aún difuso; explotación; violencia; y dependencia de la droga. Y ¿qué decir de las presiones psicológicas ejercidas sobre la población en las sociedades desarrolladas que impiden, de diversos modos, su acceso a las fuentes vivas del Evangelio: clima de desconfianza respecto a la Iglesia; campañas antirreligiosas en los medios de comunicación social; influjo pernicioso de la permisividad; y fascinación por la riqueza fácil, incluso de origen ilegal? La denuncia de estas lamentables situaciones ha aparecido en muchas intervenciones de los padres sinodales.

3. Con todo, junto a estas valientes denuncias, no habéis dejado de poner de manifiesto motivos de esperanza y consuelo. Un número cada vez mayor de jóvenes opta por la vida sacerdotal y religiosa, y aporta su dinamismo y su creatividad a la tarea de la nueva evangelización. Muchos y beneméritos sacerdotes, y numerosas personas consagradas, fieles al carisma de sus respectivos institutos, os acompañan, venerados hermanos, en vuestro apostolado. ¡Cómo no recordar a tantos miles de laicos que, respondiendo a vuestro llamamiento, colaboran estrechamente con vosotros en la acción apostólica! Cooperan de diversos modos en la obra de evangelización, especialmente dentro de las pequeñas comunidades de fieles que, tanto en el corazón de las grandes ciudades como en el campo y en los centros más apartados, se reúnen para orar y escuchar la palabra de Dios.

También hay laicos, hombres y mujeres, que, siguiendo su vocación laical específica, trabajan con competencia en los diversos campos de la vida política, social y económica, para que penetre en ellos la levadura del Evangelio, a fin de construir un mundo más justo, fraterno y solidario. Su acción intrépida e insustituible es un elemento esencial de la evangelización, que hace más creíble el anuncio explícito de Jesucristo en un mundo que más que palabras necesita gestos concretos.

A lo largo de este Sínodo hemos podido reflexionar juntos en los caminos de la nueva evangelización, buscando respuestas de vida, de reconciliación y de paz para ofrecerlas a todo el continente americano. La rica experiencia de fraternidad, vivida en estas semanas, debe proseguir como testimonio permanente de unidad para un continente llamado, en sus diversos sectores, a la integración y a la solidaridad. Es una prioridad pastoral que invita a todos a prestar su colaboración.

Varias veces en esta sala se ha recordado la importancia de dar no sólo de lo superfluo sino también de lo necesario, a ejemplo de la viuda que cita el Evangelio (cf. Mc 12, 42-44). Si es verdad que en el continente americano, como en otras partes del mundo, los desafíos son muchos y complejos, y las tareas parecen superiores a las energías humanas, yo repito hoy a cada uno de vosotros: «¡No tengáis miedo! Más bien, cimentad toda vuestra vida en la esperanza que no defrauda» (cf. Rm 5, 5).

4. Venerados hermanos en el episcopado; queridos hermanos y hermanas, en la medida que me lo ha permitido mi programa diario, he tenido el placer de seguir los trabajos del Sínodo. Me ha impresionado el llamamiento constante que se ha hecho en las intervenciones y en las discusiones: me refiero a la invitación a la solidaridad. Sí, es preciso impulsar proféticamente la solidaridad y testimoniarla en la práctica. La solidaridad, aunando los esfuerzos de todas las personas y todos los pueblos, contribuirá a superar los efectos perniciosos de algunas situaciones presentadas con vigor a nuestra atención durante el Sínodo: una globalización que, a pesar de sus posibles beneficios, también ha producido formas de injusticia social; la pesadilla de la deuda externa de algunos países, para la que es urgente encontrar soluciones adecuadas y equitativas; la plaga del desempleo, debido, al menos en parte, a los desequilibrios existentes entre los países; los difíciles desafíos planteados por la inmigración y la movilidad humana, junto con los sufrimientos que los han producido.

El proceso sinodal nos ha llevado a experimentar la verdad de las palabras del Salmo: «Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum» (Sal 133, 1). La solidaridad nace del amor fraterno, que es tanto más efectivo cuanto más arraigado está en la caridad divina.

Dios conceda, como el mejor fruto de este Sínodo, un aumento de la comprensión y el amor entre los pueblos de América. Quisiera recordar aquí que, como se ha observado, lo contrario del amor no es necesariamente el odio; puede ser también la indiferencia, el desinterés, la falta de atención. Nosotros deseamos entrar en el nuevo milenio por el camino del amor.

Queridos amigos, dentro de pocos días volveréis a vuestras Iglesias particulares para uniros a vuestros hermanos y hermanas en la fe a fin de continuar el trabajo de este Sínodo. Transmitidles el saludo del Papa y su abrazo.

Yo seguiré cerca de vosotros con la oración. Os encomiendo a la divina Providencia e invoco sobre vosotros la luz y la fuerza del Espíritu Santo. Hemos comenzado juntos el año dedicado especialmente a él, otro paso significativo hacia la celebración del gran jubileo del año 2000. El Espíritu realiza nuestra conversión y nos pone en comunión con nuestros hermanos y hermanas. Es él quien nos impulsa a vivir el mayor de los dones: el amor cristiano, que hoy se manifiesta en la solidaridad.

Que Nuestra Señora de Guadalupe, patrona de toda América y estrella de la primera y de la nueva evangelización, nos obtenga la gracia de experimentar y ver crecer los abundantes frutos de esta Asamblea especial del Sínodo de los obispos.

A todos os imparto mi bendición.



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