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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS HERMANAS DE SANTA ISABEL


Sábado 14 de noviembre de 1998

 

Amadísimas hermanas:

1. Os doy a todas mi bienvenida y os agradezco cordialmente esta visita, con la que habéis querido testimoniar vuestra generosa y profunda fidelidad a la persona y al magisterio del Sucesor de Pedro, durante vuestro vigésimo primer capítulo general. Deseo dirigir un saludo particular a la madre Margarita Wiśniewska, a quien también felicito por su reelección como superiora general: ojalá que con la ayuda de Dios siga guiando a sus hermanas con competencia y sabiduría hacia una fidelidad cada vez más intensa al carisma originario y hacia nuevas metas de generoso servicio a los más pobres.

Saludo a las capitulares y a toda la familia religiosa de las Hermanas de Santa Isabel que, en numerosas naciones del mundo, con admirable entrega, son signo especial de la ternura de Dios hacia sus hermanos necesitados y enfermos, dando un testimonio concreto del misterio de la Iglesia, virgen, esposa y madre. También deseo animar a los miembros de la Comunidad apostólica de Santa Isabel que, viviendo intensamente su consagración bautismal, comparten el carisma y la misión de la congregación, haciendo presente con su vida y su trabajo el amor misericordioso de Dios.

Vuestra congregación nació en 1842 de la fe y del corazón de cuatro mujeres de la ciudad polaca de Nysa, que entonces pertenecía a Alemania, quienes, frente a las necesidades de los más indigentes, se sintieron llamadas a entregarse con corazón indiviso a Cristo, para gastar todas sus energías al servicio de su reino de amor.

Para alcanzar esa meta, teniendo como punto de referencia el ejemplo del buen samaritano y poniéndose bajo la protección especial del Sagrado Corazón de Jesús, tomaron como modelo a una mujer llena de amor a Dios y a los más necesitados de su tiempo, santa Isabel de Hungría, y quisieron que fuera la patrona especial del instituto.

2. Amadísimas hermanas, las enseñanzas y los ejemplos de los santos impulsan a los creyentes a seguir el camino de la perfección evangélica para anunciar con entusiasmo el reino de Dios y testimoniar el Evangelio con una vida totalmente entregada al Señor. Por este motivo, en la exhortación apostólica Vita consecrata, recordé que «los institutos están invitados a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy. Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor» (n. 37).

También vosotras, sostenidas por el recuerdo siempre vivo de vuestras fundadoras, durante estos días de reuniones capitulares os habéis puesto a la escucha del Espíritu Santo, para leer con sabiduría los signos de los tiempos y responder con fidelidad creativa a los desafíos que se os presentan en este último tramo de siglo y de milenio. Conscientes de que la vida religiosa «pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia» (ib., 29) y «anuncia y, en cierto sentido, anticipa el tiempo futuro» (ib., 32), habéis emprendido un proceso de valiente renovación, para vivir de manera más intensa la maternidad «según el Espíritu» (Rm 8, 4) en el servicio a los pobres, los enfermos y los marginados, en la educación cristiana de la infancia y de la juventud, y en la formación religiosa de los adultos (cf. Mulieris dignitatem, 21).

3. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). En estas palabras del Señor habéis reconocido la meta y el programa de vuestra vida como consagradas y la motivación de la actualización de vuestra vida comunitaria y de vuestro compromiso apostólico.

En efecto, la posibilidad de una renovada fidelidad al carisma de los orígenes se funda, ante todo, en la escucha atenta y humilde del Señor y en la capacidad de descubrir en los hermanos el rostro de Jesús, sirviendo así al reino de Dios.

Durante vuestros trabajos capitulares, con razón habéis subrayado una mayor comprensión de la Palabra revelada, para que ilumine y guíe la vida comunitaria, y la enriquezca con la contemplación, la entrega generosa, la comunión gozosa y la caridad recíproca.

La confrontación diaria con las rápidas y profundas transformaciones que tienen lugar en la sociedad actual, y con una cultura que, aun secularizada, es sensible al testimonio de los creyentes auténticos, os impulsa a desarrollar particularmente la dimensión misionera, propia de vuestro carisma, y a buscar la forma de afrontar esos desafíos sociales y religiosos.

Vuestro anhelo de mayor fidelidad al carisma de vuestras fundadoras y de ardiente compromiso misionero no puede menos de llevaros a realizar un esfuerzo para corresponder de manera cada vez más generosa a la gracia de la vocación. Esto supone una esmerada formación, extendida a todas las fases de la vida religiosa, con la finalidad de preparar personas maduras y coherentes, que sepan llevar el mensaje de Cristo a las personas afectadas por las formas modernas de pobreza física y espiritual, sanando las heridas y difundiendo la esperanza. Que vuestras comunidades sean lugares de acogida y casas de misericordia para los enfermos, los ancianos, los pequeños, y los que sufren innumerables formas de marginación, presentes también en los países más avanzados.

4. Amadísimas hermanas, os encomiendo a cada una de vosotras y a toda vuestra familia religiosa a la protección materna de la santísima Virgen, y os expreso mi deseo de que vuestro capítulo sepa reavivar, ya en el umbral de un nuevo milenio, el celo y la fe de vuestras fundadoras y el ejemplo de caridad de vuestra patrona celestial.

Con estos deseos, invoco sobre vosotras, sobre vuestro servicio diario y sobre vuestros proyectos, así como sobre los laicos que comparten vuestro carisma y vuestra misión, y sobre todos aquellos con quienes os encontréis en vuestro camino, las recompensas celestiales, y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.



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