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JUBILEO DE LOS ARTISTAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN EL JUBILEO DE LOS ARTISTAS

Viernes 18 de febrero de 2000

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:
 

1. Con gran alegría me encuentro con vosotros en esta basílica, en la que trabajaron algunos de los más grandes genios de la arquitectura y la escultura. ¡Bienvenidos! Saludo al señor cardenal Roger Etchegaray, que ha presidido la celebración de la santa misa. Saludo, asimismo, al arzobispo monseñor Francesco Marchisano, presidente la Comisión pontificia para los bienes culturales de la Iglesia, y a los demás prelados y sacerdotes. Saludo también a las autoridades civiles que han intervenido y a los artistas presentes. Os expreso a todos mi aprecio por este intenso testimonio de fe. Nadie mejor que vosotros, queridos artistas, puede sentirse como en su casa aquí, donde la fe y el arte se encuentran de modo tan singular, elevándonos a la contemplación de la gloria divina.

Acabáis de experimentarlo en la celebración eucarística, corazón de la vida eclesial. Si, como dijo el Concilio, "en la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste" (Sacrosanctum Concilium, 8), eso es particularmente evidente en el esplendor de este templo, pues nos remonta con el pensamiento a la Jerusalén celestial, cuyos fundamentos, según la expresión del Apocalipsis, están "adornados de toda clase de piedras preciosas" (Ap 21, 19), y ya no hay necesidad de la luz del sol y de la luna, "porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero" (Ap 21, 23).

2. Me alegra renovaros a vosotros, hoy, los sentimientos de estima que expresé el año pasado en mi Carta a los artistas. Ya es hora de que se reanude la fecunda alianza entre la Iglesia y el arte que ha jalonado el camino del cristianismo en estos dos milenios. Esto supone vuestra capacidad, queridos artistas creyentes, de vivir a fondo la realidad de la fe cristiana, de manera que engendre cultura y dé al mundo nuevas "epifanías" de la belleza divina, reflejada en la creación.

Estáis hoy aquí precisamente para expresar vuestra fe. Habéis venido para celebrar el jubileo.

Esto, en definitiva, significa fijar la mirada en el rostro de Cristo, para recibir su misericordia y dejarse inundar por su luz. ¡El jubileo es Cristo! Él es nuestra salvación y nuestra alegría, nuestro canto y nuestra esperanza. Quien entra en esta basílica por la Puerta santa lo encuentra, ante todo, dirigiendo la vista a la Piedad de Miguel Ángel, prácticamente fundiendo su mirada con la de María en su abrazo al cuerpo sin vida del Hijo. Ese cuerpo martirizado, y sin embargo dulce, del "más hermoso de los hijos de los hombres" (Sal 45, 3), es fuente de vida. María, figura de la humanidad nueva, ella misma salvada, lo entrega a cada uno de nosotros como semilla de resurrección. En efecto, nosotros, como nos enseña el apóstol san Pablo, "fuimos con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6, 4).

3. El jubileo nos pide que acojamos esta gracia de resurrección, de manera que penetre en todos los ámbitos de nuestra vida, no sólo librándola del pecado, sino también de las escorias que deja en nosotros incluso después de habernos reconciliado con Dios. Se trata, en cierto sentido, de "cincelar" la piedra de nuestro corazón, para que aparezcan en él los rasgos de Cristo, el Hombre nuevo.

El artista que puede hacer esto a fondo es el Espíritu Santo. Sin embargo, exige nuestra correspondencia y docilidad. La conversión del corazón es, por decirlo así, obra de arte común del Espíritu Santo y de nuestra libertad. Vosotros, los artistas, habituados a modelar las más diversas materias según el estro de vuestro genio, sabéis cuánto se asemeja al empeño artístico el esfuerzo diario por mejorar la propia existencia. Como escribí en la Carta dedicada a vosotros, "en la creación artística el hombre se revela más que nunca imagen de Dios, y lleva a cabo esta tarea ante todo plasmando la estupenda materia de su propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea" (Carta a los artistas, 1). Entre el arte de formarse a sí mismos y el arte de transformar la materia existe una analogía singular.

4. En ambas tareas el punto de partida es siempre un don de lo alto. Si la creación artística necesita una "inspiración", el camino espiritual requiere la gracia, que es el don con que Dios se comunica a sí mismo, envolviendo con su amor nuestra vida, iluminando nuestros pasos y llamando a nuestro corazón, hasta morar en él y convertirlo en templo de su santidad:  "Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14, 23).

Este diálogo con la gracia nos compromete sobre todo en el plano ético, pero abarca todas las dimensiones de nuestra existencia, y adquiere una expresión peculiar en el ejercicio del talento artístico. Dios se deja vislumbrar en vuestro espíritu mediante el encanto y la nostalgia de la belleza. En efecto, no cabe duda de que el artista vive con la belleza una relación particular; es más, se puede decir que la belleza es "la vocación a la que el Creador le llama" (Carta a los artistas, 3).

Si el artista es capaz de vislumbrar en las múltiples manifestaciones de lo bello un rayo de la belleza suprema, entonces el arte se convierte en un camino hacia Dios, y lo impulsa a conjugar su talento creativo con el compromiso de una vida cada vez más conforme a la ley divina. Algunas veces, precisamente la confrontación entre el esplendor de la realización artística y la pesadez del propio corazón puede suscitar la inquietud saludable que hace sentir el deseo de superar la mediocridad y comenzar una vida nueva, abierta con generosidad al amor a Dios y a los hermanos.

5. Entonces es cuando nuestra humanidad se eleva mediante una experiencia de libertad, podríamos decir, de infinito, como la que aún nos inspira Miguel Ángel en la cúpula que a la vez domina y corona este templo. Vista desde el exterior, parece que diseña una curva del cielo sobre la comunidad recogida en oración, como si simbolizara el amor con que Dios se acerca a ella. Por el contrario, contemplada desde el interior, en su vertiginoso impulso hacia lo alto, evoca el encanto y al mismo tiempo el esfuerzo de elevarse hacia el encuentro pleno con Dios.

Queridos artistas, precisamente a esta elevación os llama la celebración jubilar de hoy. Es una invitación a practicar el estupendo "arte" de la santidad. Si llegara a pareceros demasiado difícil, os debería consolar el pensamiento de que en este camino no estamos solos:  la gracia nos sostiene también mediante el acompañamiento eclesial, con el que la Iglesia actúa como madre de cada uno de nosotros, obteniendo del Esposo divino sobreabundancia de misericordia y de dones. ¿No es éste el sentido de la mater Ecclesia, que Bernini evocó eficazmente en el abrazo solemne de la columnata? Esos brazos majestuosos son siempre brazos maternos, que se abren a la humanidad entera. Todo miembro de la Iglesia, acogido en ellos, puede sentirse aliviado en su paso de peregrino, en camino hacia la patria.

Así, nuestra reflexión vuelve al punto de donde partió, al esplendor de la Jerusalén celestial, a la que aspiramos como pueblo peregrino de Dios.

Queridos artistas, os deseo que siempre os sintáis atraídos por ese esplendor, y, como confortación para vuestro compromiso, os imparto cordialmente mi bendición.

 



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