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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS CARDENALES Y A LA CURIA ROMANA


Sábado 22 de diciembre de 2001

 

1. Prope est iam Dominus, Venite, adoremus!

Con estas palabras de la liturgia de Adviento os acojo y os saludo cordialmente, señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, religiosos y laicos que formáis parte de la Curia romana y del Vicariato de Roma. Doy las gracias al querido cardenal decano Bernardin Gantin por la felicitación y los deseos que me ha expresado en nombre vuestro, y a todos manifiesto mi alegría por encontrarme de nuevo con vosotros en esta cita familiar, ya tradicional. Es un encuentro que expresa muy bien el sentido de profunda comunión con el Sucesor de Pedro que anima y sostiene vuestro trabajo. Os agradezco la devoción que alimentáis hacia la Sede apostólica y el empeño generoso con que participáis todos los días, de modos diversos, en mi solicitud por desempeñar el ministerium petrinum que me ha sido confiado. A todos doy las gracias de corazón.

La Navidad del Señor está cerca. ¡Venid, adoremos! Con estupor siempre nuevo nos acercamos al misterio del nacimiento de Cristo, en cuyo rostro humano resplandece la ternura de Dios. ¡Sí, Dios nos ama de verdad! No se ha olvidado de los hombres, abandonándolos a la impotencia y a la soledad, sino que les ha mandado a su Hijo para que se revistiera de su carne mortal a fin de sacarlos del vacío del pecado y de la desesperación.

"A los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12), nos dice el apóstol san Juan. En Jesús de Nazaret Dios nos da su misma vida. Nos hace "hijos en el Hijo", permitiéndonos participar en su intimidad trinitaria y haciéndonos hermanos entre nosotros. La Navidad es el terreno seguro y siempre fecundo en el que brota la esperanza de la humanidad. Contemplar al Niño de Belén significa esperar la llegada de una humanidad nueva, recreada a su imagen, victoriosa sobre el pecado y la muerte; significa creer que en nuestra historia, marcada por tantos sufrimientos, la última palabra pertenecerá a la vida y al amor. Dios puso su tienda entre nosotros para abrirnos el camino hacia su morada eterna.

2. Con este "signo" de eternidad queremos leer la historia y repasar, como es costumbre en nuestro encuentro anual, los principales acontecimientos que han marcado los doce meses pasados:  lo hago con gusto juntamente con vosotros, mis apreciados colaboradores, con actitud de acción de gracias al Dios de la vida, que tiene en sus manos las obras y los días de los seres humanos.

Recuerdo ante todo con qué íntima emoción, en la mañana de la Epifanía, firmé la carta apostólica Novo millennio ineunte. Deseo alabar nuevamente a Dios, fuente de todo bien, por las innumerables gracias que el gran jubileo del año 2000 aportó a la comunidad cristiana y por el renovado impulso apostólico que la celebración del bimilenario del nacimiento de Cristo dio a las diversas Iglesias locales. "Duc in altum!" (Lc 5, 4). Una vez más, "estas palabras resuenan también hoy para nosotros y nos invitan a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro:  Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre" (Novo millennio ineunte, 1). Al inicio del nuevo milenio, toda la Iglesia, recomenzando desde Cristo, sostenida por el amor del Padre y fortalecida con el don inagotable del  Espíritu, se pone con humildad al servicio del mundo y, con el testimonio de la vida y de las obras, desea ofrecerle su única riqueza:  Cristo Señor, Salvador y Redentor del hombre (cf. Hch 3, 6).

3. Esa misión está encomendada en particular a los que, como sucesores de los Apóstoles, están llamados y enviados a apacentar la grey de Dios (cf. 1 P 5, 2). Desde esta perspectiva, mi pensamiento va ante todo a los obispos de las diversas naciones, a los que he tenido la alegría de recibir en los meses pasados durante las visitas "ad limina Apostolorum". Pienso también en los numerosos prelados que han vivido juntamente conmigo en el mes de octubre la experiencia de la X Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, sobre el tema:  "El obispo, servidor del Evangelio de Cristo para la esperanza del mundo". Además, el 22 de noviembre publiqué la exhortación apostólica Ecclesia in Oceania, en la que recogí las conclusiones de la Asamblea especial del Sínodo de los obispos, celebrada en 1998, sobre los problemas y las perspectivas de aquel gran continente. Por último, no puedo por menos de recordar el consistorio del mes de febrero, en el que numerosos obispos y algunos sacerdotes fueron llamados a formar parte del Colegio cardenalicio, que luego se reunió en Roma en el mes de mayo para el consistorio extraordinario.

Esos encuentros —que se caracterizaron por la oración, el trabajo, la búsqueda común y la comunión fraterna— nos ayudaron a buscar las sendas por las que se debe encaminar la Iglesia para anunciar a Cristo en nuestro tiempo y ser así, cada vez más, sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14), a fin de que la humanidad entera "oyendo crea, y creyendo espere, y esperando ame" (Dei Verbum, 1).

4. El Señor me concedió realizar la "peregrinación jubilar" a los lugares vinculados a la historia de la salvación. En efecto, pude viajar, siguiendo las huellas de san Pablo, a Atenas, Damasco y Malta, para recordar la aventura humana y espiritual del Apóstol de los gentiles y de su entrega sin reservas a la causa de Cristo.

En cada uno de esos países, con alegría me reuní con las comunidades católicas de los diversos ritos y quise visitar también a los patriarcas y arzobispos de las venerables Iglesias ortodoxas de Oriente, a las que nos une la profesión de la fe en Cristo, único Señor y Salvador. Con ellos pude expresar de nuevo el anhelo de lograr la unidad plena de todos los creyentes en Cristo, renovando el compromiso de trabajar para apresurar el día de la comunión también visible entre el Oriente y el Occidente cristianos. Además, en Damasco visité la mezquita de los Omeyas, que conserva el monumento a san Juan Bautista, el precursor del Señor, manifestando así el respeto que la Iglesia católica alberga hacia el islam, aun reconociendo claramente las diferencias.

5. Prosiguiendo en el compromiso que está en la base de los viajes apostólicos realizados hasta ahora, es decir, el de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32) y consolarlos en todo tipo de aflicción (cf. 2 Co 1, 3-4), en el mes de junio me dirigí a Ucrania, donde los hijos de la Iglesia católica, juntamente con los demás hermanos cristianos, sufrieron en el siglo recién concluido una feroz persecución y testimoniaron hasta el martirio su adhesión al Señor Jesús. En esos días pedí insistentemente a Dios que la Iglesia que está en Europa vuelva a respirar con sus dos pulmones, para que todo el continente lleve a cabo una nueva evangelización.

En el mes de septiembre estuve en Kazajstán, donde pude percibir la firme voluntad de aquel pueblo de superar un duro pasado, marcado por la opresión de la dignidad y de los derechos de la persona humana. Allí invité de nuevo a los seguidores de todas las religiones a rechazar con firmeza la violencia, para contribuir a formar una humanidad amante de la vida, orientada hacia metas de justicia y solidaridad.

Desde allí me dirigí a Armenia, para rendir homenaje a una nación que desde hace diecisiete siglos ha vinculado su historia al cristianismo y ha pagado a un precio muy caro la fidelidad a su identidad:  baste pensar en el tremendo exterminio masivo que sufrió al inicio del siglo XX. La hospitalidad que me ofreció con exquisita cortesía Su Santidad el Catholicós Karekin II me conmovió profundamente.

De corazón doy las gracias a los que me acogieron como amigo, hermano y peregrino. A todos aseguro mi recuerdo en la oración. Asimismo, acompaño con particular afecto al amado pueblo chino, al que tuve especialmente presente en la reciente conmemoración del IV centenario de la llegada a Pekín del padre Matteo Ricci, célebre hijo de la Compañía de Jesús.

Sin ignorar las dificultades y también los sufrimientos que a veces marcan su camino, reafirmo aquí mi profunda convicción de que el conocimiento recíproco y, donde sea posible, la oración común es la senda privilegiada hacia el entendimiento, la solidaridad y la paz.

6. La sombra del trágico atentado terrorista de Nueva York, de la respuesta armada en Afganistán y del aumento de las tensiones en Tierra Santa ha deteriorado los últimos meses del año. Frente a esta situación, los discípulos de Cristo, Príncipe de la paz (cf. Is 9, 5), están llamados a proclamar con constancia que toda forma de violencia terrorista deshonra la santidad de Dios y la dignidad del hombre, y que la religión no puede convertirse nunca en motivo de agresión bélica, de odio y de atropello. Renuevo mi apremiante invitación a todos los hombres de buena voluntad a no escatimar esfuerzos para encontrar soluciones justas a los múltiples conflictos que afligen al mundo y para asegurar a todos un presente y un futuro de paz. No conviene olvidar que "no hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz del 1 de enero de 2002).

Sin embargo, antes de ser fruto de esfuerzos humanos, la paz verdadera es don de Dios, pues Jesucristo "es nuestra paz:  el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba" (Ef 2, 14). Dado que "aquello por lo que pide la oración lo obtiene el ayuno y lo recibe la misericordia, y estas tres cosas —oración, ayuno y misericordia— son una sola y reciben vida una de otra" (San Pedro Crisólogo, Sermón 43:  PL 52, 320), quise proponer a los hijos de la Iglesia un día de penitencia y solidaridad el pasado 14 de diciembre. En continuación ideal, el próximo 24 de enero oraremos una vez más al Único que es capaz de abatir los muros de enemistad que separan a los hombres:  en la ciudad de san Francisco los representantes de las religiones del mundo, en particular cristianos y musulmanes, elevarán su apremiante oración para implorar la superación de los conflictos y la promoción de la auténtica paz.

Doy las gracias a todos los que, en las diversas regiones de la tierra, se unen a esta práctica penitencial:  el fruto de su sacrificio servirá para aliviar los sufrimientos de muchos hermanos y hermanas inocentes, probados por el dolor. Los invito, y os invito en especial a vosotros, queridos miembros de la Curia romana y del Vicariato de Roma, a uniros espiritualmente a la oración que se hará en Asís, para que el mundo conozca días de paz.

7. Para consuelo nuestro y apoyo de nuestra esperanza, admiramos el don de la santidad que florece incesantemente en el pueblo de Dios:  la Iglesia es madre de santos. La fecundidad de la gracia bautismal se manifiesta en la vida de los numerosos cristianos que, durante el año, he tenido la alegría de elevar al honor de los altares, aquí en Roma y durante los viajes apostólicos a Ucrania y Malta. En este luminoso panorama de "testigos", obispos y sacerdotes, consagrados y laicos, me complace recordar en particular a los esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi, los primeros en la historia de la Iglesia en ser beatificados juntos, como pareja, testimonio elocuente de la santidad en el matrimonio.

A la intercesión común de todos estos ejemplares hermanos nuestros encomiendo la invocación que todos elevamos por la paz en este tiempo navideño.

8. Rorate caeli desuper, et nubes pluant iustum!

Llamados a mirar a las alturas (cf. Os 11, 7), resumimos en esta invocación la espera ardiente del Salvador. En Navidad, Dios, el invisible, se nos hace presente y visible en Jesús, el hijo de María, la Theotokos; él es el Emmanuel, Dios con nosotros. "Esa es la alegre convicción de la Iglesia desde sus comienzos cuando canta "el gran misterio de la piedad":  él se ha manifestado en la carne" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 463).

En Jesús, Dios se acuerda de su alianza, surge sobre nosotros como un sol de lo alto, para concedernos servirle en santidad y justicia, y para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (cf. Lc 1, 78-79). La Iglesia, custodia de la certeza de su presencia hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), proclama con san Agustín:  "Alegraos, justos:  es la Navidad de Aquel que justifica. Alegraos vosotros, los débiles y los enfermos:  es la Navidad del Salvador (...). Alegraos vosotros, cristianos todos:  es la Navidad de Cristo" (Sermón 184, 2:  SCh 116).

El Señor que viene conceda a todos y a cada uno el don de la alegría y de la paz:  es mi deseo, lleno de gratitud, y mi oración por vosotros y por vuestros seres queridos, mientras, implorando para cada uno un sereno Año nuevo, os imparto de corazón una bendición apostólica especial.

 



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