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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE IRLANDA*
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Viernes 7 de septiembre de 2001

 

Señor embajador: 

Con gran alegría le doy la bienvenida esta mañana y acepto las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Irlanda ante la Santa Sede. Le agradezco los saludos que me ha transmitido de parte de la presidenta, Mary McAleese, a los que correspondo de buen grado con mis mejores deseos y con la seguridad de mi buena voluntad y mis oraciones por ella y por el pueblo de Irlanda.

Ha mencionado usted las celebraciones del gran jubileo, que se llevaron a cabo el año pasado con ocasión del bimilenario del nacimiento de Cristo. El jubileo brindó a la Iglesia en todo el mundo la ocasión de renovar su compromiso en favor del Evangelio y al servicio de la humanidad. A lo largo del Año jubilar muchos irlandeses acudieron en peregrinación a Roma, manifestando así los vínculos con el Sucesor de Pedro que caracterizan a la Iglesia en Irlanda desde los tiempos de san Patricio e incluso antes

No se puede pensar en Irlanda sin recordar su tradición monástica, su amor al estudio y su celo misionero, que en el decurso de los siglos ha llevado a muchos irlandeses e irlandesas a convertirse en peregrini pro Christo en el mundo.

Las fundaciones cristianas europeas deben mucho al pensamiento y a la obra de grandes santos irlandeses como Columba, Columbano, Galo y Kiliano. En tiempos sucesivos y mucho más difíciles, los irlandeses sufrieron discriminación, persecución e incluso martirio por su fidelidad inquebrantable a la fe de sus antepasados. Esta herencia ha marcado profundamente el carácter y la cultura del pueblo irlandés, que posee una sensibilidad particular frente a los sufrimientos de otros pueblos, y ha mostrado una gran generosidad y solidaridad con ellos. También ahora los irlandeses están en la vanguardia de la labor eclesial de evangelización y servicio en todo el mundo, y a menudo dan el testimonio supremo de su fe y de su compromiso, como sucedió recientemente en el caso del padre Rufus Halley, miembro de la Sociedad de San Columbano para las Misiones Extranjeras, en Filipinas.

En los últimos años se han producido rápidos cambios sociales y económicos, con grandes adelantos, pero también con nuevas y desestabilizadoras exigencias para las personas y la sociedad. En particular, como usted ha señalado, es preciso discernir las tendencias y los cambios que promueven el progreso auténtico conservando los valores sobre los cuales está edificada su nación. Un país es más que la suma de sus propiedades y de sus fuerzas. Es la cuna y la casa del alma y del espíritu de un pueblo.

El desarrollo auténtico sólo es posible si se tiene como base un concepto correcto de persona humana y de lo que constituye el bien común y el bienestar de un pueblo. Las opciones realizadas en el ámbito económico y social muestran la visión general de la vida de una cultura determinada. Un cuadro completo de la persona humana respeta todas las dimensiones de su ser y subordina las dimensiones material e instintiva a las dimensiones interior, racional y espiritual.

Hace falta un esfuerzo cultural y educativo para garantizar que las personas, además de desarrollar nuevas habilidades y capacidades tecnológicas, también aprendan a usar de modo responsable su nuevo poder de elección, a fin de distinguir entre lo valioso y lo efímero. Por este motivo, si se quiere que las personas lleven una vida verdaderamente feliz y plena, se ha de poner siempre en el centro de la cultura el primado del ser sobre el tener, que implica la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza. La sabiduría heredada y los recursos de la tradición irlandesa, así como los dones y talentos de sus ciudadanos, deben seguir proporcionando una guía y una inspiración seguras al progreso social.

La familia desempeña un papel esencial para ayudar a sus miembros a alcanzar la plena madurez humana y, por consiguiente, a cumplir una función responsable en la sociedad. En la familia las personas reciben las primeras ideas formativas sobre la verdad, el bien, el amor, el compromiso y el servicio a los demás. Con todo, hoy la familia está cada vez más sometida a la notable presión de un complejo juego de fuerzas, que tienden a subordinar el valor trascendente de la vida a otros intereses inmediatos o incluso a la conveniencia personal. Cuando la Iglesia defiende el derecho a la vida de toda persona inocente, desde la concepción hasta la muerte natural, como una de las columnas sobre las que se apoya toda sociedad civil, simplemente está promoviendo un Estado humano, una comunidad que esté fundamentalmente de acuerdo con la naturaleza humana. Una sociedad carece de cimientos sólidos cuando, por una parte, afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz, y, por otra, hace lo contrario, permitiendo o utilizando prácticas que devalúan y violan la vida humana, en particular donde es más vulnerable (cf. Evangelium vitae, 101). Sólo donde se respeta de forma incondicional el derecho a la vida se pueden tutelar otros derechos inalienables. Y sólo sobre esta base objetiva es posible construir la auténtica democracia y el bien común.

Señor embajador, ha mencionado la conciencia que Irlanda tiene de sus responsabilidades y de su papel cada vez más importante en el ámbito de la comunidad internacional. La Santa Sede, como usted sabe, está profundamente preocupada por la aparición y el desarrollo de antiguas y nuevas tensiones en muchas partes del mundo. Una de las dificultades más graves en los últimos tiempos, entre otras causas como consecuencia de una mayor movilidad de las personas, es la discriminación racial, tema de la Conferencia de las Naciones Unidas que se concluye hoy en Durban, Sudáfrica. La preocupante reaparición de formas agresivas de nacionalismo y racismo es una grave amenaza contra la dignidad de la persona humana y mina la coexistencia social, la paz y la armonía. La Iglesia condena, como contraria a la voluntad de Dios, cualquier discriminación o persecución de las personas por motivos de raza, color, condición social o religión (cf. Nostra aetate, 5). Es preciso promover una cultura de apertura y de aceptación recíprocas. Eso exige iniciativas educativas adecuadas y una tutela legal de los derechos fundamentales de todos. La tradición irlandesa de cordial hospitalidad no puede fallar precisamente cuando el mundo necesita actitudes de equidad, justicia y solidaridad con los necesitados.

Recuerdo a menudo mi visita de 1979 a Irlanda, en la que experimenté personalmente la cordialidad, la hospitalidad y la profunda fe religiosa de su pueblo. En aquella ocasión pedí a cuantos estaban implicados en la violencia en Irlanda del norte que renunciaran al uso de las armas y emprendieran el camino de la paz y del diálogo. En tiempos recientes se han producido notables progresos a este respecto y debemos esperar que en todos los niveles se consolide un nuevo espíritu de compromiso clarividente en favor del bien común. Las actuales dificultades recuerdan que la paz es una realidad frágil, que exige constante buena voluntad y la puesta en práctica de las medidas concretas que se requieren para una sociedad justa y armoniosa.

Señor embajador, ahora que comienza su labor de representante de su país ante la Santa Sede, le aseguro mis oraciones por el éxito de su misión. Tenga la seguridad de que los diversos organismos de la Curia romana le ayudarán en esta tarea. Pido a Dios omnipotente abundantes bendiciones para usted y para el amado pueblo de Irlanda.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.38, p. 8, 10 (p. 484, 486).

 



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