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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL NUEVO EMBAJADOR DE FILIPINAS ANTE LA SANTA SEDE*


Viernes 8 de febrero de 2002

 

Señor embajador:

Me alegra darle la bienvenida hoy al Vaticano y aceptar las cartas credenciales que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Filipinas ante la Santa Sede. Su país y la Santa Sede establecieron relaciones diplomáticas hace cincuenta años, y confío en que usted trabaje por extender y fortalecer los estrechos vínculos de amistad y cooperación existentes entre nosotros. Le agradezco mucho los saludos que me trae de su excelencia la presidenta Gloria Macapagal-Arroyo y del Gobierno y del pueblo filipinos. Le ruego que les transmita la seguridad de mi estima y mis mejores deseos, así como mis oraciones por la armonía y el continuo desarrollo de la nación.

En las palabras de su excelencia sobre las esperanzas y los esfuerzos del pueblo filipino por la causa de la paz en su patria y en el mundo hay un eco de la aspiración universal a la bondad, a la justicia y a la solidaridad en las relaciones humanas, que los acontecimientos de los últimos meses han turbado cruelmente. Como creyentes, sabemos que la paz no es resultado de planes y esfuerzos meramente humanos, sino un don de Dios al mundo que él creó. Es la plenitud de su bendición al hombre, la única criatura que Dios ama por sí misma (cf. Gaudium et spes, 24). El reciente encuentro por la paz en Asís, que congregó a representantes de las Iglesias cristianas y de las comunidades eclesiales, así como a seguidores de muchas de las principales religiones del mundo, mostró que las personas de diferentes tradiciones religiosas y culturales están firmemente convencidas de que la violencia en todas sus formas es absolutamente incompatible con el verdadero sentimiento religioso e incluso con la dignidad humana. A los líderes de las naciones corresponde la tarea de encontrar los medios prácticos y técnicos para convertir en leyes, instituciones y acciones el deseo del corazón humano: la tranquilidad del orden, que es la verdadera paz.

También a su país le afecta lo que está sucediendo. No se ha encontrado una solución negociada para las dificultades, que persisten desde hace mucho tiempo, y ha aumentado el nivel del conflicto. Permítame repetir aquí lo que propuse en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año. Los pilares de la paz en su país, como en todos los lugares, son la justicia y el perdón: la justicia, que asegura el pleno respeto de los derechos y de las responsabilidades, y una distribución equitativa de los beneficios y las obligaciones; y el perdón, que sana y reconstruye desde sus fundamentos las relaciones humanas turbadas (cf. n. 3). Ciertamente, no podemos pensar que la justicia y el perdón se alcanzarán como resultado de la violencia y los conflictos; son virtudes morales que interpelan nuestra responsabilidad personal y colectiva de elegir lo que lleva al bien común y evitar todo lo que niega o tergiversa la verdad de nuestro ser.

Todos los hombres y mujeres sensatos reconocen que el bien común es el fin de un buen gobierno. Pero este bien es un bien humano, que está orientado al bienestar integral del pueblo en toda la complejidad de su vida personal e interpersonal. Sería un gran error limitar las políticas públicas a la búsqueda del progreso económico, que con demasiada frecuencia se mide en función del consumismo, cada vez mayor, como si sólo eso colmara las aspiraciones de la gente. Como escribí en la carta encíclica Centesimus annus: "No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo" (n. 36). El verdadero progreso ha de tener debidamente en cuenta las necesidades y las tradiciones culturales y espirituales de la gente. En este sentido, las políticas y los programas se cumplen o fallan, dependiendo de si favorecen o no el desarrollo humano integral. Así, la creciente globalización de la economía, al nivelar las diferencias culturales, no es precisamente y en todos los casos una solución para las necesidades reales. De hecho, puede agravar los desequilibrios ya evidentes en las relaciones entre los que se benefician de la capacidad, cada vez mayor, del mundo de producir riqueza y los que se han quedado al margen del progreso. El gran desafío moral que afrontan las naciones y la comunidad internacional consiste en armonizar el desarrollo con la solidaridad —una auténtica comunión de beneficios—, para superar tanto un desarrollo, deshumanizador como el "superdesarrollo", que considera a las personas como meras unidades económicas en un sistema consumista (cf. Ecclesia in Asia, 32)

Por tanto, el desarrollo no es nunca una cuestión meramente técnica o económica; es fundamentalmente una cuestión humana y moral. Requiere un profundo sentido del compromiso moral por parte de quienes están al servicio del bien común.

Con frecuencia, la cuestión hoy es saber si la cultura dominante puede insertar la vida económica y política en un marco auténticamente moral, para asegurar que contribuya al bien común. Precisamente aquí hace falta una fecunda cooperación entre las autoridades públicas y la Iglesia.

Cada uno en su propia esfera sirve al desarrollo integral de los miembros de la sociedad. En su país, señor embajador, existe una larga tradición de apoyo y cooperación mutua entre la Iglesia y la sociedad civil. No han faltado momentos de dificultad, pero, en general, se han superado rápidamente y de forma correcta. En muchas ocasiones he estimulado a los obispos filipinos en sus esfuerzos por educar y formar a los laicos en la enseñanza religiosa y social que los capacite para transformar y construir con justicia y solidaridad la sociedad en la que viven. Los desafíos que tiene planteados su nación son grandes, y requieren el máximo compromiso de todos sus ciudadanos, incluyendo la contribución especial de sus jóvenes. Al construir sobre la base de las mejores tradiciones filipinas de vida familiar y de mutua solicitud y servicio, y al limitar el exceso de privilegios y de intereses de partido, la nación puede esperar un futuro muy brillante.

Señor embajador, al entrar en la comunidad de los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede, es consciente de que entra en un ambiente diferente del que encuentran generalmente los representantes diplomáticos. Aquí tiene la posibilidad de reflexionar personalmente en las cuestiones más profundas que atañen al progreso de la humanidad. Aquí podrá contribuir a un debate continuo sobre las verdades que subyacen en los acontecimientos y en las corrientes de la historia humana. Con los mejores deseos de éxito para su misión, invoco las bendiciones de Dios todopoderoso sobre usted, sobre su familia y sobre el amado pueblo filipino.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.9, p.6 (p.110).

 



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