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JUAN PABLO II

HOMILÍA

11 de junio 1999

 

1. «Déjame ir al campo a espigar» (Rt 2, 2).

La liturgia de hoy nos presenta la imagen de la siega. La primera lectura nos muestra a Rut, la moabita, que acude al campo de Booz, un hombre rico, para espigar. Aunque la manera de realizar la siega en Israel era diversa de la de Polonia, sin embargo hay alguna semejanza y, por consiguiente, podemos acudir a nuestra experiencia. Con la imagen de una mies polaca ante nuestros ojos, pensemos en el segundo Sínodo plenario, que concluye hoy en la catedral de Varsovia. También este Sínodo constituye una especie de siega. Durante los años de los trabajos sinodales se ha tratado de recoger lo que ha producido el terreno de la Iglesia, a lo largo de los últimos decenios del siglo, en Polonia. Con los trabajos del Sínodo habéis tratado de hacer esa recolección. Ante todo, os habéis esforzado por analizar, llamar las cosas por su nombre, valorar y sacar conclusiones. Hoy traéis todo eso y lo presentáis como ofrenda a Dios, igual que los segadores, al concluir la cosecha, llevan gavillas de espigas, confiando en que será útil lo que han recogido; como el pan, que se hace de trigo, con la esperanza de que las futuras generaciones se alimenten de él.

2. Ya desde el inicio, la Iglesia polaca ha considerado los sínodos como instrumentos eficaces para la reforma y la renovación de la vida cristiana, siguiendo la costumbre, consolidada desde los tiempos de los Apóstoles, de realizar una reflexión común sobre los problemas más importantes y difíciles. Después del período antiguo del desarrollo de la vida sinodal en la Iglesia, el concilio de Trento dio nuevo impulso a esa tradición. Los sínodos que han tenido lugar después del concilio de Trento, con sus decretos, se han convertido en un elemento válido de profundización de la fe y en una indicación del camino evangélico para todas las generaciones del pueblo de Dios en nuestra patria. Grandes méritos tuvieron en esto los arzobispos de Gniezno, que convocaron varios sínodos provinciales: los arzobispos Karnkowski, Maciejowski, Gembicki, Wezyk y Lubienski. Fueron auténticos propagadores de la reforma conciliar, que veía en la institución sinodal un camino eficaz de renovación.

En nuestro siglo la actividad sinodal se intensificó después de que Polonia recuperó su independencia. Así, en 1936, se celebró el Sínodo plenario de las cinco sedes metropolitanas polacas y tuvieron lugar numerosos sínodos diocesanos. Su finalidad era renovar la vida religiosa de los fieles tras los muchos años de pérdida de la independencia, así como unificar el derecho eclesiástico. La laudable costumbre de convocar sínodos prosiguió después de la segunda guerra mundial. Especialmente tras el concilio Vaticano II, se comenzaron a celebrar sínodos de índole pastoral. En sus deliberaciones se remitían a la enseñanza y a las directrices del Concilio, implicando a toda la comunidad eclesial.

Esta breve historia nos muestra de qué manera las generaciones que se sucedían buscaban, mediante estos sínodos, caminos nuevos para renovar la vida cristiana, dando una gran contribución al desarrollo y a la actividad de la Iglesia. Hace ocho años, junto con todo el Episcopado polaco, en la basílica del Sagrado Corazón de Jesús, en Varsovia-Praga, tuve ocasión de inaugurar los trabajos del segundo Sínodo plenario. Dije entonces: «Vuestro Sínodo abre sus trabajos después del concilio Vaticano II, el concilio de nuestro siglo. A la vez, éste se encuentra frente al comienzo del tercer milenio después de Cristo. Estas circunstancias por sí mismas influyen en el carácter del Sínodo plenario y en sus tareas. En él no puede menos de reflejarse toda la novedad conciliar del Vaticano II. Tampoco puede dejar de poner de relieve todos los signos de los tiempos, que se dibujan en este final de nuestro siglo» (Homilía durante la inauguración del segundo Sínodo plenario, 8 de junio de 1991, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de julio de 1991, p. 8).

3. Sé que los más importantes temas conciliares estuvieron presentes en vuestros trabajos sinodales, en los que participaron más de seis mil grupos de estudio. Los documentos aprobados manifiestan la solicitud común por la renovación de la vida cristiana en la Iglesia polaca, según el espíritu del concilio ecuménico Vaticano II e indican también la dirección del trabajo futuro.

En la carta apostólica Tertio millennio adveniente escribí que la mejor preparación para el jubileo del año 2000 es la puesta en práctica, lo más fiel posible, en la vida de cada uno y de toda la Iglesia, de las enseñanzas del Vaticano II (cf. n. 20). Al mismo tiempo, señalé la necesidad de hacer un discernimiento espiritual sobre el tema de «la recepción del Concilio, este gran don del Espíritu a la Iglesia al final del segundo milenio» (ib., 36). Me alegra que el segundo Sínodo plenario de Polonia haya abordado esa tarea, tratando de releer la enseñanza del Concilio y de asimilar con mayor fidelidad sus directrices, de acuerdo con el lema escogido: «Con el mensaje del Concilio, en el tercer milenio».

La Iglesia, en cuanto realidad divino-humana inmersa en el tiempo, necesita una continua renovación para poder asemejarse cada vez más a su Fundador. Esa renovación es, ante todo, obra del Espíritu Santo, que «habita en la Iglesia y, con la fuerza del Evangelio, la rejuvenece y la lleva a la unión perfecta con Cristo» (cf. Lumen gentium, 4).

El concilio ecuménico Vaticano II puso en marcha un gran proceso de renovación en la Iglesia, que requiere la colaboración de todos sus miembros. Durante sus trabajos, la Iglesia realizó una profunda reflexión sobre sí misma y sobre sus relaciones con el mundo contemporáneo. Al mismo tiempo, trazó el camino que se ha de recorrer para poder cumplir la misión recibida de Cristo. El Concilio, con gran firmeza, puso el acento en la corresponsabilidad de todos sus miembros para el bien de la Iglesia: obispos, sacerdotes, consagrados y laicos. La variedad de los carismas y de las tareas concedida por el Espíritu Santo al clero y a los laicos debe contribuir a la construcción de la comunidad eclesial, en sus diversos niveles de vida: parroquial, diocesana, nacional e internacional.

4. La formación de una sociedad nueva, basada en el respeto a los derechos del hombre, de la verdad y de la libertad, exige de todos los hijos e hijas de la Iglesia una conciencia que constituya el punto de partida para una responsabilidad eclesial más amplia. Conviene que en esta situación el Sínodo plenario haya reconocido como su tarea fundamental trabajar en la reconstrucción y en la profundización de esta conciencia eclesial, tanto entre los laicos como entre el clero. El largo período de la lucha contra el sistema totalitario comunista debilitó en muchos el sentido religioso, favoreciendo la tendencia a considerar la Iglesia como una institución puramente humana y a reducir la religión al ámbito privado. Se ha tratado de debilitar a la Iglesia como comunidad reunida en torno a Cristo, que da testimonio público de la fe que profesa.

Si, gracias a los trabajos del Sínodo, la Iglesia está llamada a consolidarse como comunidad de creyentes, se puede realizar principalmente mediante una participación consciente en su vida, de acuerdo con el carisma propio del estado de vida de cada uno y según el principio de subsidiariedad. Así pues, el Sínodo podrá cumplir su finalidad de renovar en el corazón de todos, tanto del clero como de los laicos, el sentido de responsabilidad eclesial y la voluntad de cooperar en la realización de la misión salvífica de la Iglesia.

Con todo, el mensaje que nos dejó el concilio Vaticano II es mucho más amplio. No sólo atañe a la verdad sobre la Iglesia como comunidad visible de fe, esperanza y caridad, sino también a su relación con el mundo que nos rodea. La evangelización exige hoy un dinamismo apostólico que no se cierre ante los problemas del mundo. Doy gracias a Dios todopoderoso por todas las orientaciones y enseñanzas que el Sínodo ha sembrado en la mente y en el corazón de sus participantes, que les han permitido presentarse ante el mundo como testigos del Evangelio.

El Sínodo plenario polaco se inserta en la preparación de todo el pueblo de Dios para el año 2000, en la serie de sínodos que se están celebrando durante este tiempo en la Iglesia. Forman parte de esa serie tanto los sínodos ordinarios como los extraordinarios, los sínodos continentales, regionales o diocesanos. El segundo Sínodo plenario y su puesta en práctica deben afrontar el gran desafío que se plantea hoy a la Iglesia en Polonia: la necesidad de una nueva evangelización, es decir, la realización de la obra salvífica de Dios, que requiere nuevos caminos para la difusión del Evangelio de Cristo.

5. Quiero dar las gracias a todos los que han prestado su contribución a la preparación de este Sínodo y que han colaborado durante todo el tiempo de su desarrollo: al señor cardenal primado, presidente del Sínodo, a los obispos, a los sacerdotes y a los laicos que han trabajado en la comisión permanente y en la secretaría del Sínodo. En particular, quiero dar las gracias a los que han trabajado en los grupos sinodales y que, con su oración, con su reflexión y con iniciativas apostólicas concretas han construido este Sínodo. Que Dios recompense vuestros esfuerzos y vuestro celo, mediante los cuales habéis demostrado lo mucho que amáis a la Iglesia y lo mucho que os interesa su futuro.

6. «El reino de Dios es semejante a un hombre que arroja la semilla en la tierra» (Mc 4, 26). El evangelio de hoy habla del crecimiento del reino de Dios. Es semejante a una semilla. Aunque el hombre «duerma o vele, de noche o de día, la semilla brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega» (Mc 4, 27-29). Mientras estamos a punto de clausurar el Sínodo plenario, Cristo nos indica para qué ha servido desde el principio y para qué debe servir en adelante. Ha servido para la extensión del reino de Dios. Las palabras del Evangelio muestran de qué manera ese reino crece en la historia del hombre, así como en la de las naciones y las sociedades. Crece de modo orgánico. De una pequeña semilla, como el grano de mostaza, se transforma poco a poco en un gran árbol. Espero que suceda lo mismo también con este segundo Sínodo plenario y con tantas otras iniciativas de la Iglesia en Polonia.

Ciertamente, la divina Providencia ha querido que la clausura del Sínodo coincida con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, instituida por la Sede apostólica en el siglo XVIII, atendiendo las insistentes peticiones de los obispos polacos. Hoy toda la Iglesia medita y venera de modo especial el inefable amor de Dios, que encontró su expresión humana en el Corazón del Salvador, traspasado por la lanza del centurión. Hoy recordamos también el centenario de la consagración de todo el género humano al Sagrado Corazón de Jesús, un gran acontecimiento en la Iglesia, que ha contribuido al desarrollo del culto y ha dado frutos salvíficos de santidad y de celo apostólico.

«Dios es amor» (1 Jn 4, 8) y el cristianismo es la religión del amor. Mientras los demás sistemas de pensamiento y de acción quieren construir el mundo del hombre sobre la riqueza, el poder, la injusticia, la ciencia o el placer, la Iglesia anuncia el amor. El Sagrado Corazón de Jesús es precisamente la imagen del amor infinito y misericordioso que el Padre celestial ha derramado sobre el mundo por medio de su Hijo, Jesucristo. La nueva evangelización tiene como finalidad llevar a los hombres al encuentro con ese amor. Sólo el amor, revelado por el Corazón de Cristo, es capaz de transformar el corazón del hombre y abrirlo al mundo entero, para hacerlo más humano y más divino.

El Papa León XIII escribió, hace cien años, que en el Corazón de Jesús «es preciso depositar toda esperanza. En él hay que buscar y de él esperar la salvación de todos los hombres» (Annum sacrum, 6). También yo exhorto a renovar y a difundir el culto al Sagrado Corazón de Jesús. Acercad a esta «fuente de vida y santidad» a las personas, a las familias, a las comunidades parroquiales, a todos los ambientes, para que puedan encontrar en él «la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef 3, 8). Sólo quienes estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3, 17) saben oponerse a la civilización de la muerte y construir, sobre los escombros del odio, del desprecio y de la injusticia, una civilización que tiene su fuente en el Corazón del Salvador.

Para terminar mi encuentro con vosotros, en esta solemnidad tan querida en la Iglesia entera, encomiendo toda la obra del segundo Sínodo plenario, su aplicación y sus frutos en Polonia, al Sagrado Corazón de Jesús y al Corazón inmaculado de su Madre, que, al pronunciar su «sí» se unió sin reservas al sacrificio redentor de su Hijo.

 



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