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DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LOS CAPÍTULOS GENERALES DE LAS ÓRDENES Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS


Sábado 23 de mayo de 1964

 

Queridos hijos:

Llenos de gozo y con una gran esperanza os contemplamos, a los miembros de los Capítulos Generales, dotados de autoridad y representación, de las venerables familias religiosas; con sumo gusto os saludamos y con agrado queremos manifestaros el gran concepto que tenemos de vosotros.

Os habéis reunido en Roma para celebrar el Capítulo General de cada uno de vuestros Institutos; objetivo que, en primer lugar, atañe a vuestra Orden o Congregación, pero redunda también en la vida de la Iglesia, pues gran parte de su vitalidad, de su ardor apostólico y de sus ansias de santidad los debe al florecimiento de la vida religiosa.

Habéis venido hasta Nos no sólo para ofrecer vuestros dones al Vicario de Cristo, sino también para pedir la bendición apostólica, para vosotros, para vuestros Institutos y para los problemas planteados en vuestros Capítulos, de donde sinceramente confiamos saldrán frutos saludables en favor de una vida religiosa más intensa y ardiente.

Aunque de muy buen grado hubiéramos recibido por separado a cada uno de los grupos, para hablarles a cada uno de acuerdo con su índole y necesidades, sin embargo, hemos querido recibiros a todos a una para dar mayor altura a este coloquio en común y, especialmente, porque consideramos una óptima oportunidad para exponer algo que interesa a todos los religiosos esparcidos por el orbe de la tierra.

* * *

En primer lugar, queremos destacar la gran importancia de los Institutos religiosos y su absoluta necesidad en la Iglesia en los tiempos actuales. Hay que confesar, sin embargo, que es muy de recomendar en la actualidad la doctrina sobre la vocación a la santidad de todos los fieles, sea cual sea su condición y estado, pues está fundamentada en la razón principal de que todos están consagrados a Dios por el bautismo. Además, los tiempos modernos exigen que el ardor de la vida cristiana hierva en el mundo y encienda las almas, es decir, están pidiendo la «consecratio mundi», misión que especialmente pertenece a los seglares. Todo esto es obra de la providencia de Dios y motivo, por tanto, de un gozo saludable.

Sin embargo, hay que procurar que por esta causa no quede oscurecido el genuino sentido de la vida religiosa, tal y como siempre ha estado vigente en la Iglesia, y que los jóvenes, al hacer su elección de vida, sean instruidos en algún modo, pues no pueden percibir con claridad y distinción la misión peculiar y la importancia inmutable del estado religioso en la Iglesia.

Hemos creído necesario recordar el inestimable peso de la vida religiosa y de su misión; este estado, caracterizado esencialmente por la profesión de los votos evangélicos, es, según el ejemplo y la doctrina de Cristo, un estado de perfección, pues tiene como objetivo el progreso en la caridad y la purificación; el objetivo de otros géneros de vida, aunque legítimo, es una meta, utilidad y oficios de carácter temporal.

Por otra parte, ahora es sumamente necesario el testimonio público y social que exhibe la vida religiosa. Y si se dice con insistencia que la misión del seglar es actuar y propagar la vida cristiana en el mundo, con mayor razón se pide al que ha renunciado al mundo que resplandezca por su ejemplo, demostrando así que «el reino de Cristo no es de este mundo» (cfr. Jn 18, 36).

De esta forma la profesión de los votos evangélicos se suma a la consagración propia del bautismo, completándola, por ser una consagración peculiar, pues por ella el fiel se entrega y consagra a Dios plenamente, dedicando su vida únicamente a su servicio.

Todo esto está ligado a algo de lo que paternal y solícitamente queremos amonestaros: es decir, conviene que la mayor parte hagáis votos religiosos y que concedáis gran importancia a su uso y ejercicio. De ninguna otra forma podréis llevar una vida de acuerdo con el estado que habéis elegido y en el que habéis de vivir de tal forma que os ayude eficazmente al progreso en la perfecta caridad, y los fieles puedan encontrar un testimonio de vida cristiana y en ella se inflamen.

Aunque las condiciones de vida de los tiempos pasados han cambiado profundamente y es necesario acomodar a ellas la vida de los religiosos, sin embargo, todo lo que se deduce de la misma naturaleza de los consejos evangélicos conserva su vigor y por ninguna causa puede ser tenido en menos.

Ante todo, cultivad en vuestras actividades la obediencia religiosa. Es y debe seguir siendo el holocausto de la propia voluntad que a Dios ofrecéis. Y este sacrificio supone obediencia sumisa a los legítimos superiores, teniendo en cuenta que la autoridad hay que ejercerla dentro de los límites de la caridad y con respeto a la persona humana, y que nuestro tiempo pide a los religiosos más graves tareas y misiones de gran trascendencia.

No dejéis de inculcar el amor a la pobreza, de la que hoy se habla mucho en la Iglesia. Y los religiosos deben distinguirse entre todos por el ejemplo de verdadera pobreza evangélica. Por lo cual es preciso que amen esa pobreza, a la que libremente se obligaron; y no es suficiente el depender del arbitrio del superior para el uso de los bienes, sino los mismos religiosos han de contentarse con las cosas necesarias para una vida ordinaria y huir de comodidades y lujos que enervan la vida religiosa. Pero, aparte de la pobreza propia de cada religioso, es conveniente no olvidar la pobreza en la que debe brillar toda la familia o cuerpo religioso. Así, pues, eviten los Institutos religiosos un ornato exquisito y todo lo que sepa a lujo en sus edificios y actividades, teniendo en cuenta, ante todo, la condición social de las personas que viven en su derredor. Absténganse de una nimia afición a realizar negocios, y, sobre todo, con las ayudas materiales que la divina providencia les concede, socorran las verdaderas necesidades de sus hermanos necesitados, ya sean sus connacionales o de otras regiones de la tierra.

Conserven con peculiar diligencia la castidad como gema preciosa.

Es sabido que en las presentes condiciones es difícil el ejercicio de la castidad perfecta, no sólo por la gran difusión de costumbres depravadas, sino también por las falsas doctrinas, que al exaltar en demasía a la naturaleza, infunden en las almas su virus letal. Sea esto, sin embargo, motivo para excitar más y más la fe, por la que creemos en las palabras de Cristo que nos hablan del precio sobrenatural de la castidad vivida por el reino de los cielos, y por la que tenemos firme certeza de que pueda ser conservado, con la ayuda divina, plenamente incontaminado este blanco lirio. Para lo cual es conveniente ejercer con ardor la mortificación cristiana y guardar con diligente cuidado los sentidos. Por tanto, no se permitan, en ningún sentido, libros, espectáculos o revistas deshonestas o indecorosas, ni aun por razón de conocer o ampliar la ciencia o los conocimientos humanos; exceptuando, acaso, la probada necesidad del estudio, que ha de ser sometida al veredicto del superior religioso. No se podrá estimar suficientemente la eficacia del sagrado ministerio en un mundo tan entregado a los bajos placeres, mientras no resplandezca en él la castidad consagrada a Dios y robustecida con su gracia.

Dejemos esto. Ahora queremos brevemente señalar algo que respecta a la estructura y ordenación de los Institutos religiosos. Tema éste muy frecuente de los trabajos de los Capítulos Generales.

Es evidente que una recta concepción de la vida religiosa requiere una disciplina, unas leyes y unas condiciones idóneas para cumplirlas. Sea, pues, principal tarea de los Capítulos Generales conservar a salvo del paso del tiempo las normas de la familia religiosa establecidas por su padre fundador. Habéis de preocuparos de que se ponga una firme barrera a todas las actividades que puedan enervar el vigor de la disciplina, es decir, todo tipo de costumbres enemigas de la vida religiosa, exenciones no necesarias y privilegios no justificados. Asimismo debéis cuidar toda remisión en la disciplina no aconsejada por una verdadera necesidad, sino más bien por una falsa personalidad, el tedio a la obediencia o la afición por el siglo. Y en lo que se refiere a nuevos empeños y actividades prescindid de todo lo que no responda a la misión de vuestro Instituto o a la mente de vuestro fundador. Pues los Institutos religiosos tienen vigor y florecen mientras permanece y alienta en la vida y costumbres de sus miembros el espíritu de su fundador.

También las Congregaciones religiosas, a semejanza, de un cuerpo vivo, ansían con razón conseguir una gran expansión. Sin embargo, esta expansión de vuestro Instituto la habéis de poner en una más diligente observancia de vuestras reglas, más que en incrementar el número de vuestros miembros o el de vuestras leyes. Más aún: no siempre es buena aliada de la vida religiosa la abundancia de reglas, pues, frecuentemente, cuanto mayor es el número de reglas, menor es el espíritu con que se viven. Por esta razón es conveniente que los Capítulos Generales ejerzan con parquedad y juicio prudente su derecho a promulgar nuevas leyes.

Finalmente, es de gran interés, y también misión principal de los Capítulos, la acomodación de las leyes del Instituto a las transformaciones de los tiempos. Sin embargo, habrá que procurar en ello salvaguardar la naturaleza y disciplina propias del Instituto. Pues cada familia religiosa tiene su peculiar misión y es preciso que permanezca plenamente fiel a ella; en ella están fundadas la fecundidad del Instituto y la seguridad de las gracias celestiales. No se deberá adoptar ningún tipo de renovación en las reglas que no concuerde con la naturaleza de la Orden o Congregación, o que se aparte de la mente del fundador. Por lo cual esta renovación de las reglas exige también que solamente proceda de acuerdo con la autoridad competente. Por tanto, hasta que se lleve a término esta acomodación de las reglas, es conveniente que los religiosos no establezcan nada nuevo de su cosecha, ni cumplan con laxitud la regla, ni se dediquen a censurar, sino comportarse de tal manera con obediencia y fidelidad que hagan fácil y eficiente la obra de renovación. Pues, en el caso de una renovación, cambiaría la letra de vuestras reglas, pero el espíritu permanecería indemne.

En la reforma de vuestros Institutos tendréis siempre que procurar conceder la parte principal a la vida espiritual de vuestros miembros.

Por lo cual no queremos en absoluto que prevalezca entre vosotros y entre ningún tipo de religiosos, cuya misión sea la actividad apostólica, esa falsa opinión de que hay que conceder la principal atención a las obras externas, y un segundo lugar a la perfección de la vida interior, corno si así lo exigiesen las condiciones de nuestro tiempo y las necesidades de la Iglesia.

La actividad exterior y la preocupación por la vida espiritual no se deben obstaculizar mutuamente, pues requieren un íntimo entendimiento y siempre deben ir ambas al mismo grado y al mismo tiempo. En una acción ferviente ha de haber una intensa oración, un esfuerzo de consciencia, paciencia en la adversidad, activa y vigilante caridad para emplearla en bien de las almas. Despreciando estas virtudes, no sólo faltará vigor y fruto al trabajo apostólico, sino que también perderá vida y no podrá estar largo tiempo exento de los peligros que acechan al cumplimiento del sagrado ministerio.

En lo que respecta al apostolado confiado a los religiosos, queremos añadir estas cosas. Los Institutos religiosos deben adaptar oportunamente su misión apostólica a las circunstancias y condiciones de vida actuales. Sus miembros jóvenes, especialmente, han de ser instruidos y educados en este sentido; pero de tal manera que el ardor apostólico, en el que deben estar encendidos, no quede circunscrito a las fronteras de su Orden, sino que esté abierto a las ingentes necesidades de nuestros tiempos. Ni tampoco han de agotar aquí todas sus fuerzas. Han de cultivar una conciencia exquisita de su misión, en virtud de la cual, al hablar y actuar, aparezcan siempre verdaderos ministros de Dios, distinguiéndose por la integridad de su doctrina y la inocencia de su vida. En esto los religiosos no deben abandonarse a sí mismos, y han de someter sus actividades a la vigilancia del superior, especialmente si se trata de actividades externas, que tanta importancia tienen en la sociedad civil.

Es nuestro gran deseo que el apostolado de los religiosos sea acorde con las normas de la sagrada jerarquía. Pues la exención de las Ordenes religiosas en ningún modo repugna a la constitución dada a la Iglesia por Dios, según la cual cualquier sacerdote, especialmente en el cumplimiento del sagrado ministerio, debe obedecer a la sagrada jerarquía. Los religiosos, siempre y en todo lugar, han de someterse en primer término a la potestad del Romano Pontífice, como supremo superior (Can. 499, párr. 1). Los Institutos religiosos están al servicio del Romano Pontífice para aquellas actividades que miran al bien de la Iglesia universal. En lo que se refiere al ejercicio del apostolado sagrado en las diversas diócesis, los religiosos están sometidos también a la jurisdicción de los obispos, a quienes han de prestar su ayuda, salvando siempre su propia naturaleza de apostolado y las exigencias de la vida religiosa. De donde queda bien patente lo beneficiosa que es para el bien de la Iglesia la obra cooperadora y aunada de los religiosos con el clero diocesano, pues las fuerzas unidas son siempre más fuertes y eficaces.

* * *

Os hemos recordado brevemente, queridos hijos, todo lo que nos parece de gran importancia para el progreso actual de la vida religiosa. Que todo ello os testimonie la diligencia con que consideramos y estimamos a la vida religiosa y la esperanza que tenemos puesta en sus obras de colaboración. El camino que os acabamos de mostrar es árido y lleno de fatigas. Pero levantad vuestro ánimo a la esperanza, porque no se trata de nuestra causa, sino de la de Cristo. Cristo es nuestra fortaleza, nuestra confianza y nuestro vigor; Él estará siempre con nosotros. Por lo cual, continuad difundiendo el buen olor de Cristo con la integridad de fe, con la santidad de vida y con un empeño constante por todas las virtudes. Nos ahora os damos las gracias por vuestros obsequios, y pedimos insistentemente a Dios que, por la intercesión de la bienaventurada Virgen María, maternal dispensadora de las virtudes religiosas, que vuestros Institutos se incrementen día a día y consigan cada vez más fecundos y saludables frutos.

Sea prenda de estos frutos la bendición apostólica que os impartimos de corazón, a vosotros, queridos hijos, y a todos vuestros hermanos en religión.



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