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 DISCURSO DI SU SANTIDAD PABLO VI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO*

Sábado 9 de enero de 1971

 

Excelentísimos y queridos Señores:

Nos sentimos muy feliz de encontrarnos en medio de vosotros al comienzo del año nuevo para la tradicional ceremonia de felicidades. Agradecemos de todo corazón a vuestro excelente intérprete, el Sr. Decano del Cuerpo Diplomático, las palabras tan afectuosas que Nos ha dirigido. A todos, a vuestras personas como a vuestros familias, deseamos que el Señor conceda, día tras día y durante todos estos meses, las alegrías familiares y profesionales que legítimamente podéis esperar.

Esta reunión anual Nos ofrece la ocasión de reflexionar con vosotros sobre el significado de vuestra presencia ante Nos. Algunos habrían podido creer que la desaparición del poder temporal hace un siglo llevaría consigo la desaparición de un Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. No es así. Al contrario, las representaciones diplomáticas ante el Vaticano no han cesado de aumentar, subrayando así que no se trataba de las relaciones con un Estado, sino con este centro del catolicismo que es la Sede Apostólica. Por lo demás, todos saben que la existencia del modesto Estado de la Ciudad del Vaticano no es mas que el soporte mínimo necesario, como dijo nuestro gran predecesor el Papa Pío XI, para el ejercicio de una autoridad espiritual cuya perfecta independencia es por ello reconocida y garantizada internacionalmente dentro del orden que le es propio. Por lo demás, el Concilio ha indicado claramente cuales son las relaciones entre la Iglesia y el Estado en su Constitución Pastoral «Gaudium et Spes».

Así pues aparece claro a todos que las relaciones entre los Estados y la Santa Sede, lejos de contradecir la misión espiritual de ésta, están destinadas, por el contrario, a favorecerla y facilitar su realización. La originalidad – la singularidad, podríamos decir – de vuestra presencia se manifiesta en que la existencia de un Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede no entraña lazos de orden temporal, ni por parte de la Santa Sede con respecto a los Estados, ni por parte de los Estados con respecto a la Santa Sede: ni cargas, ni ventajas materiales, sea de orden económico, comercial o militar.

Se trata de un diálogo, de un encuentro permanente y cualificado, como lo decía tan justamente nuestro venerado predecesor el Papa Pío XII al hablar de la «función de la diplomacia»: Constituye un encuentro permanente de la gran familia de las naciones» (Discurso al Cuerpo diplomático del 25 de febrero de 1946, en Discorsi e Radiomessaggi, vol. VII, pag. 403). Un encuentro de alto nivel: la Iglesia, a través de estas relaciones de carácter diplomático, está a la escucha de los responsables oficiales y se hace oír de ellos de la misma forma en los términos más adecuados y auténticos.

¿Cuales son los temas de este diálogo, además de los problemas tocantes a la situación de la Iglesia en los diversos Estados y a los fines de su misión específica y de su servicio acerca de los diferentes pueblos? Sin duda alguna, los problemas más importantes y los mayores intereses de la humanidad: por ejemplo, los derechos de la libertad religiosa, que son los de Dios y de la conciencia; los derechos del hombre; la conciencia del orden y del progreso internacional; la justicia y especialmente la paz.

Es necesario decirlo: las razones profundas de las intervenciones de la Santa Sede escapan a veces a la mirada de los observadores superficiales, porque dependen de motivaciones espirituales y morales y porque no se confunden con ninguna actividad de orden temporal. Por eso, sucede que tales intervenciones desconciertan a aquellos que quisieran interpretarlas en función de una política o simplemente juzgarlas con el rasero exclusivo de los intereses nacionales.

La Santa Sede, voz de la conciencia humana iluminada por el Evangelio, no dispone, para apoyar sus intervenciones, ni de la fuerza material ni de los medios habituales de persuasión. Sin otro anhelo que el de recordar incansablemente las exigencias del bien común, el respeto a la persona humana, la promoción de los mas altos valores espirituales, su acción pretende ser la expresión fiel de la misión de la Iglesia en el mundo.

Por cierto, la Santa Sede no ignora que las dificultades son innumerables en este camino y que los progresos sólo pueden conseguirse mediante una transformación progresiva de los espíritus y de los corazones. Y, si bien su acción exterior es más aparente, no puede hacer olvidar el trabajo interior y cotidiano de toda la Iglesia, de cada cristiano, de cada comunidad cristiana en diálogo incesante con el mundo. ¿Es necesario repetir que la Santa Sede constituye en el plano jurídico internacional la expresión de una comunidad espiritual viva cuyos miembros están comprometidos todos en la trama de las naciones? Y los cristianos, lejos de considerarse como seres aparte en el mundo, son los primeros a estar sujetos a la humana debilidad, sean gobernantes o gobernados, y eso pese a los principios superiores que proclaman en nombre de su divino Fundador y que se esfuerzan por realizar. La Santa Sede por su parte, a su nivel, está en contacto con los Estados: los medios pueden ser diferentes, la misión es la misma, y Os agradecemos, Excelencias y queridos Señores, la atenta simpatía con la cual sois los testigos autorizados de este hecho ante vuestros gobiernos respectivos, en el común deseo de servicio desinteresado y de activa colaboración.

Tanto es así, creemos, que en ningún otro sitio que en éste, esta la diplomacia – que tiene sus vicisitudes – está más ajena, por ambas partes de sus interlocutores, de las pasiones y de los intereses temporales, y más comprometida por el bien moral de los pueblos y el testimonio sincero y discreto del Evangelio. Por eso pensamos que los años que la carrera diplomática os lleva ante la Santa Sede son para vosotros un momento de trabajo sereno, de intensa y profunda meditación sobre el hombre, sobre la civilización, sobre la historia, sobre la común vía amistosa de las naciones entre sí, sobre los verdaderos principios de la civilización y de la paz. Aquí es el derecho de los pueblos el que domina todo el conjunto de los tratados y de las políticas, de los intereses económicos y de prestigio; aquí es donde existe una escuela de humanidad, una escuela en la que la Iglesia es al mismo tiempo discípula y maestra (cfr. Gaudium et Spes, n. I par. 3; n. 40, al final), y donde el Cuerpo diplomático puede entrever lo que sería el mundo si estuviese gobernado por el amor que dentro de la Iglesia quiere ser el principio constitutivo.

Esta sociedad de carácter tan especial que es la Iglesia y que el diplomático está en condiciones de observar de cerca, en su centro – ciertamente con indulgencia hacia los defectos humanos, pero con respeto hacia los principios que la inspiran – recuerda constantemente, según creemos, a la conciencia del diplomático los principios ideales, paradójicos si se quiere, que deberían inspirar la política ideal de la humanidad y guiarla hacia un progreso continuo en la cultura y las relaciones humanas, en el ámbito de la unidad y de la paz universal. Si la diplomacia tiende a preferir las relaciones de justicia, de solidaridad y de paz a las relaciones de fuerza y de puro interés egoísta, puede encontrar en esta expresión que se ofrece a su meditación el inicio de su forma más perfecta y esencial.

Así pues, Nosotros, por cuenta propia, mismo intentaremos tener una conciencia más clara de esta situación que nos pone en contacto directo con un Cuerpo diplomático como el vuestro: nos diremos a nosotros mismo: he aquí el mundo, he aquí los pueblos, he aquí los Estados en una actitud de diálogo positivo. Y no tendremos necesidad de recurrir al lenguaje áulico de los tiempos pasados para expresar Nuestro elogio y Nuestra apología en favor de este contacto humano que Nos ofrece el Cuerpo diplomático: incomparable por su valor representativo, extremadamente estimulante en la búsqueda de relaciones caracterizadas por la verdad, la justicia, la estima y la confianza y continuamente orientados hacia los principios mas elevados de la fraternidad humana.

Sentiremos también la necesidad – más aún, el deber – de defender vuestra misión contra los juicios superficiales de los que se limitan a ver en ella el decoro tradicional, o a considerarla como un juego, afortunadamente hoy ya pasado de moda, de mera y desleal astucia en su ejercicio.

Más aún, Nos sentiremos obligado a proteger con la autoridad moral de Nuestra voz –desarmada por supuesto, pero explícita – el ejercicio de una misión tan elevada contra los criminales atentados, que tan indignamente se han repetido últimamente, a la integridad e inmunidad de las personas revestidas con el carácter diplomático. Por el honor y el porvenir de la civilización moderna, semejantes crímenes no deberían repetirse más. Las normas sancionadas por la Convención de La Habana del 20 de febrero de 1928 (cfr. Societé des Nations, Recueil des traités et des engagements internationaux enregistrés par le Secrétariat de la Société des Nations, Vol. LXXXVI, 1929, n. 1950, p. 111-382, art. 1, 2 y 5), y las decisiones tomadas por las Convenciones de Viena del 18 de abril de 1961 y del 24 de abril de 1963 (cfr. Nations Unies, Recueil des traités. Vol. 500 y 596) deberían tener todavía fuerza de ley no sólo para los gobiernos, sino también para la conciencia civil.

Nos, convencido, por nuestra parte, de defender la causa de una de las prerrogativas más sagradas, más antiguas, más universalmente reconocidas y más necesarias para el desarrollo ordenado de las relaciones internacionales, deploramos vivamente los ultrajes cometidos en estos últimos tiempos contra la inviolabilidad personal de los funcionarios diplomáticos; y lo deploramos tanto más cuanto que estos diplomáticos y sus servicios eran totalmente ajenos a las diferencias por las que –en una violenta emboscada de los guerrilleros– sus personas han sido víctimas convirtiéndose en objeto de un chantaje execrable.

Pero ahora, maiora canamus. Elevemos nuestro pensamiento hacia las finalidades humanas tan prudentes de vuestra misión, Señores diplomáticos. Por Nuestra parte os expresamos a todos vosotros la gratitud por la nobleza con que ejercéis las funciones que os han sido asignadas a cada uno. Y al mismo tiempo formulamos nuestros mejores deseos por vuestras personas tan dignas y por los países que representáis.

Acompañamos de todo corazón nuestro mutuo deseo de feliz año nuevo y de paz en la justicia. Con Nuestra bendición apostólica.


*L'Osservatore Romano, edición en lengua española, n.3 p.1,2.

 



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