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DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A UNA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE CÓRDOBA
CON OCASIÓN DEL XVI CENTENARIO DE LA MUERTE
DEL OBISPO OSIO
*

Viernes 18 de octubre de 1957

 

Esa rueda del tiempo, que nunca se detiene —Venerable Hermano y amados hijos, peregrinos cordobeses— en su infatigable correr, nos va trayendo continuamente tantas fechas y tantas conmemoraciones, que apenas alcanza nuestra atención a considerarlas todas.

Pero entre ellas, ¿cómo podríamos dejar pasar este centenario de la muerte de aquella insigne figura, cuyos perfiles se destacan entre las nieblas de los primeros siglos como los de un gigante que, a la boca de un puerto, señala la ruta segura a quien navega; del gran Osio de Córdoba, gloria de vuestra ciudad y de vuestra patria, pero honor no menos de toda la Iglesia, que le cuenta entre sus más insignes campeones?

La vetusta y maravillosa Córdoba, recostada junto a las aguas caudalosas del Guadalquivir en la serenidad de su hondonada, se diría que está hecha a oír cantar las glorias de sus grandes hijos, desde un Séneca y un Lucano en la época romana, hasta un Averroes y un Maimónides en los días del Califato, o un Ambrosio de Morales y un Luis de Góngora en los siglos posteriores, a los que fácilmente podrían añadirse no pocos otros que el pueblo español bien conoce. Todos proclaman las eximias dotes de una estirpe en quien, come Nos mismo tuvimos ocasión de notar (Discorsi e Radiomessaggi, vol. XIV, 1952, pag. 147) «parecen hermanarse la leve gracia andaluza y la sesuda gravedad romana, la típica austeridad ibérica, y la riqueza imaginativa y ornamental del árabe invasor».

Pero, peregrinos cordobeses, estas frases las pronunciábamos ocasión de haber exaltado al honor de los altares a una auténtica hija de vuestra tierra, la Beata Rafaela María del Sagrado Corazón, a una heroína de la santidad; como si quisiéramos notar que todas vuestras cualidades mejores resplandecen todo cuando se muestran en la firmeza de vuestra fe y de vuestra adhesión a la Cátedra de la verdad; cuando vuestra Córdoba se presenta al mundo como la ciudad de los confesores y de los mártires; cuando podéis gloriaros de obispos como el gran Osio, del que no tenemos intención de trazar ahora una semblanza, pero en quien no pueden ignorarse aquel prestigio extraordinario que le llevó a la dirección de magnas Asambleas ecuménicas; aquella altura y solidez teológicas de las que dejó huella patente en las definitivas formulaciones de Nicea y aquella estabilidad en la fe en los terribles momentos del poderío arriano.

Y es precisamente este fervor de espíritu, esta firmeza en la fe y esta filial adhesión a la Cátedra de Pedro lo que vosotros —Venerable Hermano e hijos amadísimos— habéis venido hoy a repetirnos en este momento difícil que el mundo vive, cuando, sin que pretendamos compararlo con los tiempos de Osio, también hoy parece que experimenta una inquietud, una inseguridad y un desasosiego que querrían invadirlo todo, desde lo más exterior de la organización social hasta lo más profundo de las conciencias, en las que no puede menos de sentirse el reflejo de tantas agitaciones e incertidumbres, sobre todo si se tiene en cuenta que nunca faltará la insinuación malévola que pretenda hacer a la religión y a la Iglesia la culpable, o por lo menos la cómplice, de tantos males.

Superando todo esto, hijos amadísimos, por encima de las obscuridades del porvenir y de las ansias del presente, prescindiendo de pequeñeces y de mezquindades, permaneced siempre «fortes in fide» (1Pe 5, 9), unidos sólidamente entre vosotros por el vínculo de la sincera caridad, dóciles y obedientes a la voz de vuestros Pastores y Prelados, con los ojos puestos en la única verdad, que os enseñará infaliblemente el recto camino. Y si algo hubiera que padecer, no os espante, pues, como dijo vuestro gran filósofo (Seneca, «De Providentia» cap. II): «Non quid, sed quemadmodum feras, interest»: « No importa qué, sino cómo sufras»; porque él, sin haber llegado a gozar de la luz del Evangelio, se diría que supo ya intuir el valor eximio de aquella virtud que, siendo una y llamándose fortaleza, es sin embargo como una parte de todas las demás, a las que comunica firmeza y seguridad (cf. S. Th. Iª 2ae p. q. 61, art. 3 in c.).

Id, pues, hijos amadísimos, y conmemorad como es justo a vuestro gran Osio; pero no olvidéis jamás las grandes lecciones que, desde la altura de los siglos, él os da con aquella voz robusta y aquella energía, que admiramos a través de sus grandes hechos. Así este Centenario será fecundo en gracias espirituales para vosotros, como muy de veras deseamos.

Prenda de estas gracias y testimonio de nuestra particular benevolencia quiere ser la Bendición, que en estos momentos os damos para vosotros aquí presentes, con vuestras intenciones y deseos, para vuestra diócesis, para toda la risueña Andalucía y para toda la queridísima España.


 * Discorsi e Radiomessaggi, vol. XIX, págs. 509-511.

 

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