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de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no senti-
mos el intenso deseo de comunicarlo, necesita-
mos detenernos en oración para pedirle a Ãl que
vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada
dÃa, pedir su gracia para que nos abra el cora-
zón frÃo y sacuda nuestra vida tibia y superficial.
Puestos ante Ãl con el corazón abierto, dejando
que Ãl nos contemple, reconocemos esa mira-
da de amor que descubrió Natanael el dÃa que
Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando esta-
bas debajo de la higuera, te vi » (
Jn
1,48). ¡Qué
dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas
delante del SantÃsimo, y simplemente ser ante sus
ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Ãl vuelva a
tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar
su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que,
en definitiva, «âlo que hemos visto y oÃdo es lo
que anunciamos » (
1 Jn
1,3). La mejor motivación
para decidirse a comunicar el Evangelio es con-
templarlo con amor, es detenerse en sus páginas
y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa
manera, su belleza nos asombra, vuelve a cau-
tivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar
un espÃritu
contemplativo
, que nos permita redescu-
brir cada dÃa que somos depositarios de un bien
que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva.
No hay nada mejor para transmitir a los demás.
265.âToda la vida de Jesús, su forma de tratar a
los pobres, sus gestos, su coherencia, su genero-
sidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entre-
ga total, todo es precioso y le habla a la propia
vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se