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IX DÍA DEL NOVENARIO EN SUFRAGIO
DEL PONTÍFICE ROMANO

JUAN PABLO II

HOMILÍA DEL CARDENAL PROTODIÁCONO
JORGE ARTURO MEDINA ESTÉVEZ

Basílica de San Pedro
Sábado 16 de abril de 2005

 

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos sacerdotes y diáconos;
queridos religiosos y religiosas;
hermanos y hermanas todos en el Señor Jesús


Hace pocos días, el Padre de la misericordia ha llamado con él a su querido hijo Juan Pablo II, Obispo de Roma, Sucesor de san Pedro apóstol y Cabeza visible de la Iglesia como Vicario de Cristo. Somos testigos de la inmensa admiración que ha rodeado en todos los sitios la bendita memoria de este Pontífice, llamado justamente "el grande" por tantos y tan relevantes aspectos de su ministerio. Nuestros sentimientos hacia él son de gratitud, de veneración y de alegría, por la gracia de haber vivido una parte importante de nuestra peregrinación terrena bajo la guía de este eximio pastor, imagen fiel de Aquel que es el buen Pastor y guardián de nuestras almas (cf. 1 P 2, 25).

Nos hemos reunido hoy, en este lugar sagrado, para celebrar el santo sacrificio en sufragio por un alma bendita, teniendo bien presente que en este sacrificio sacramental se hace presente el único sacrificio de Cristo, que ha venido por voluntad del Padre para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (cf. Jn 10, 10). El Señor Jesús, entregándose a la muerte por nuestra redención, se ha convertido en sacerdote para siempre, víctima y altar, y ha encargado a su Iglesia que ofrezca como memorial el sacrificio eucarístico, centro y cumbre de la vida de la comunidad cristiana y fuente de toda santidad. En su última encíclica, Ecclesia de Eucharistia, Juan Pablo II ha reafirmado la enseñanza de la fe católica sobre la dimensión sacrificial de la celebración eucarística, subrayando con su magisterio auténtico la importancia  esencial para la vida cristiana  de  nuestra  inserción en Cristo (cf. Flp 2, 5 ss), escuchando al apóstol san Pablo que nos exhorta "por la misericordia de Dios, a ofrecer nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, porque este es nuestro culto espiritual" (cf. Rm 12, 1), y que nos amonesta, en consecuencia, para "no  conformarnos a la mentalidad de este mundo, sino transformarnos, renovando  nuestra mente, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto" (cf. Rm 12, 2). Los que hemos observado cómo Juan Pablo II celebraba la santísima Eucaristía hemos tenido la clara percepción de cómo para él la ofrenda de su vida, unida a la ofrenda de Jesús, era el centro de su existencia. Juan Pablo II ha sido verdaderamente un hombre eucarístico, modelado por el ejemplo  de  María,  la  esclava del Señor, que no deseaba otra cosa que no fuese el  cumplimiento en ella de cuanto el ángel le había dicho de parte de Dios (cf. Lc 1, 38).

Estamos en torno al altar del Señor, en primer lugar, para rendirle el homenaje de nuestra adoración. Para reconocerlo como Aquel que es (cf. Ex 3, 14). Para ofrecerle en Jesús, su Hijo y sumo sacerdote de los bienes futuros (cf. Hb 9, 11), nuestra adoración en espíritu y verdad (cf. Jn 4, 23-24). Nuestra adoración es un reconocimiento alegre de nuestra condición de criaturas, en absoluta dependencia de Aquel que es el manantial de nuestro ser y de todo lo que es bueno, justo y santo. Encontramos gran paz en la humilde confesión de nuestra realidad de criaturas, porque así ponemos nuestra seguridad en las manos del que es omnipotente y misericordioso, y que nos ha dado la gran prueba de su amor entregándonos a su Hijo por nuestra salvación (cf. Jn 3, 16). Nuestra única seguridad, por lo tanto, está en el Señor y sería una locura buscarla en nosotros mismos o en cualquier otra criatura. Por eso adoramos, adoramos humildemente y adoramos gozosamente.

También hemos venido para alabar al Señor y darle gracias por el don que él ha hecho a su Iglesia y al mundo en la persona de su servidor y siervo de los siervos de Dios. Para alabar y dar gracias a Dios por el magisterio de Juan Pablo II al servicio de la verdad evangélica; por su incansable dedicación apostólica y pastoral; por su humildad; por su amor hacia los pobres; por su preocupación por la paz y la justicia; por su ejemplo sacerdotal; por su alejamiento de todo lo que no fuese la gloria de Dios; por su predilección por los jóvenes y por las familias; por su incansable defensa de la vida desde la concepción hasta su fin natural; por sus sufrimientos frente a los obstáculos que, a pesar de tantos esfuerzos, impiden todavía la unidad de los discípulos de Cristo en la única Iglesia querida por el Señor; por su dolor al ver que hay tantos lugares en este mundo donde no existe libertad para profesar la fe cristiana y donde los creyentes sufren discriminaciones y persecuciones. Verdaderamente, el corazón de Juan Pablo II se asemejaba al Corazón de Jesús.

Pero hemos venido, igualmente, para ofrecer el santo sacrificio eucarístico como propiciación y reparación por lo que podría haber oscurecido, en el alma del Pontífice difunto, la plenitud de la santidad a la que todos estamos llamados en virtud del bautismo. Aunque el Señor nos ha escogido "antes de la creación del mundo para que seamos santos e inmaculados en su presencia por el amor" (Ef 1, 4), es también verdad que no podemos considerarnos como discípulos perfectos de Cristo y, por eso, la carta a los Hebreos nos enseña que "todo sumo sacerdote, tomado de entre los hombres, es constituido para el bien de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. De este modo, él está en condiciones de sentir una justa compasión por aquellos que se encuentran en la ignorancia y en el error, estando también él revestido de debilidad; precisamente a causa de ella, también por sí mismo debe ofrecer sacrificios por los pecados, como lo hace por el pueblo" (Hb 5, 1-3). Juan Pablo II fue muy consciente de la necesidad de todo hombre de confiar en la misericordia de Dios, y fue esta convicción la que lo llevó a establecer como domingo de la Misericordia divina el segundo domingo de Pascua. Era esta misma convicción la que lo hacía, cada Viernes santo, bajar a esta basílica para administrar el sacramento de la penitencia o reconciliación. Él mismo se acercaba a la confesión sacramental; y recuerdo con admiración cuando, durante una hora de trabajo en su despacho, y después de haber tenido un momento fugaz de impaciencia, dijo delante de nosotros:  "...¡y pensar que me he confesado esta mañana!". Hoy, por lo tanto, ofrecemos el santo sacrificio como propiciación por su alma, para que el Señor, por su preciosísima Sangre, precio de nuestra redención, purifique el alma de su siervo de todo pecado e imperfección, incluso la más leve, a fin de que pueda ser admitido en la presencia de la santísima Trinidad y en la compañía de la Virgen María, a quien amaba tiernamente, y de todos los ángeles y santos, en la casa del Padre (cf. Jn 14, 2), en el banquete del Reino (cf. Lc 22, 6), en la Jerusalén del cielo (cf. Ap 21, 2. 10), donde "ni ojo vio, ni oído oyó, ni entró jamás en el corazón humano lo que Dios ha preparado para aquellos que lo aman" (1 Co 2, 9).

¡Juan Pablo II, siervo fiel y prudente, entra por los méritos de Jesucristo en el gozo de tu Señor! (cf. Mt 25, 21). Adóralo, contempla su rostro, lleva su nombre sobre tu frente. ¡No habrá para ti más noche y no tendrás jamás necesidad de luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios te iluminará y reinarás con todos los santos, por los siglos de los siglos! (cf. Ap 22, 4 s). Amén.

 

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