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MISA EN SUFRAGIO DEL CARDENAL BERNARDIN GANTIN

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Pedro
Viernes 23 de mayo de 2008

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

"Profetiza. Les dirás: He aquí que yo abro vuestros sepulcros; os haré salir de vuestras tumbas" (Ez 37, 12). Estas palabras tomadas del libro del profeta Ezequiel nos llenan de esperanza. La liturgia las ha vuelto a proponer a nuestra meditación mientras nos encontramos reunidos en torno al altar del Señor para ofrecer la Eucaristía en sufragio del querido cardenal Bernardin Gantin, que llegó al final de su camino terreno el pasado martes 13 de mayo.

Al pueblo oprimido y desanimado, abrumado por los sufrimientos del exilio, el Señor le anuncia la restauración de Israel. El profeta evoca una escena grandiosa, anunciando la intervención decisiva de Dios en la historia de los hombres, una intervención que supera todo lo humanamente posible. Cuando nos sentimos cansados, impotentes y desalentados ante la realidad que nos oprime; cuando nos sentimos tentados de ceder a la desilusión e incluso a la desesperación; cuando el hombre se reduce a un cúmulo de "huesos secos", es entonces el momento de la esperanza "contra toda esperanza" (cf. Rm 4, 18).

La verdad que la palabra de Dios recuerda con fuerza es que nada ni nadie, ni siquiera la muerte, puede resistir a la omnipotencia de su amor fiel y misericordioso. Esta es nuestra fe, fundada en la resurrección de Cristo; esta es la consoladora seguridad que nos da el Señor, el cual nos repite también hoy: "Sabréis que yo soy el Señor cuando abra vuestros sepulcros y os haga salir de vuestras tumbas (...). Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis" (Ez 37, 13-14).

Desde esta perspectiva de fe y de esperanza en la resurrección, recordamos al venerado cardenal Bernardin Gantin, fiel y devoto servidor de la Iglesia durante muchos años. Es difícil sintetizar en pocos rasgos las misiones, las tareas y los encargos pastorales que, en rápida sucesión, caracterizaron las etapas de su vida terrena, que concluyó, a la edad de 86 años, en el hospital "Georges Pompidou", de París. Hasta el final quiso dedicarse con amable disponibilidad al servicio de Dios y de los hermanos, cumpliendo fielmente el lema que había elegido con ocasión de su ordenación episcopal: "In tuo sancto servitio".

Su personalidad humana y sacerdotal constituía una síntesis admirable de las características del alma africana con las propias del alma cristiana, de la cultura y de la identidad africana con los valores evangélicos. Fue el primer eclesiástico africano que desempeñó cargos de gran responsabilidad en la Curia romana, y los realizó siempre con su típico estilo humilde y sencillo, cuyo secreto se debe buscar probablemente en las sabias palabras que su madre le repitió cuando fue creado cardenal, el 27 de junio de 1977: "No te olvides nunca de la lejana y pequeña aldea de la que procedemos".

Muchos recuerdos personales me unen a este hermano nuestro, ya desde que juntos recibimos la birreta cardenalicia de manos del venerado siervo de Dios Papa Pablo VI, hace treinta y un años. Colaboramos juntos en la Curia romana, manteniendo frecuentes contactos, que me permitieron apreciar cada vez más su gran prudencia y sabiduría, así como su fe sólida y su adhesión sincera a Cristo y a su Vicario en la tierra, el Papa. Cincuenta y siete años de sacerdocio, cincuenta y un años de episcopado, y treinta y uno de púrpura cardenalicia: esta es la síntesis de una vida entregada al servicio de la Iglesia.

Tenía sólo treinta y cuatro años cuando recibió la ordenación episcopal en Roma, en la capilla del Colegio de Propaganda Fide, el 3 de febrero de 1957. Tres años después fue nombrado arzobispo de Cotonú, capital de su patria, Benín. Fue el primer arzobispo metropolitano africano de toda África. Gobernó la diócesis con dotes humanas y ascéticas, que lo convirtieron en pastor autorizado, dedicado sobre todo al cuidado de los sacerdotes y a la formación de los catequistas, hasta que, en 1971, el Papa Pablo VI lo llamó a Roma para ser secretario adjunto de la Congregación para la evangelización de los pueblos. Dos años después, lo nombró secretario de ese mismo dicasterio; y, a finales de 1975, lo eligió como vicepresidente de la Comisión pontificia Justicia y paz, de la cual fue más tarde presidente, asumiendo en 1976 también la responsabilidad de presidente del Consejo pontificio "Cor unum".

El siervo de Dios Juan Pablo II, el 8 de abril de 1984, lo nombró prefecto de la Congregación para los obispos y presidente de la Comisión pontificia para América Latina, cargo que desempeñó hasta el 25 de junio de hace diez años, cuando renunció por límite de edad.

Repasando, aunque sea rápidamente, la biografía del cardenal Gantin, el cual no sólo dio su contribución en los ámbitos antes citados, sino también en otras oficinas y dicasterios de la Curia, viene a la mente la afirmación de san Pablo que acabamos de escuchar en la segunda lectura: "Para mí la vida es Cristo; y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21). El Apóstol ve su existencia a la luz del mensaje de Cristo, porque fue totalmente "aferrado, conquistado" por él (cf. Flp 3, 12).

Podemos decir que también este amigo y hermano nuestro, al que hoy rendimos con gratitud nuestro homenaje, estuvo impregnado de amor a Cristo; un amor que lo hacía amable y disponible a la escucha y al diálogo con todos; un amor que lo impulsaba a buscar siempre, como solía repetir, lo esencial de la vida que dura, sin perderse en lo contingente, que por el contrario pasa rápidamente; un amor que le hacía percibir su papel en las diversas oficinas de la Curia como un servicio sin ambiciones humanas.

Este fue el espíritu que lo impulsó, el 30 de noviembre de 2002, al llegar a la venerable edad de 80 años, a presentar su renuncia como decano del Colegio cardenalicio y a volver a su gente, en Benín, donde prosiguió la actividad evangelizadora que había emprendido el día de su ordenación sacerdotal, acaecida en Ouidah el lejano 14 de enero de 1951.

Queridos hermanos y hermanas, ayer celebramos la solemnidad del Corpus Christi. El tema eucarístico vuelve en la página evangélica proclamada en esta asamblea litúrgica. San Juan recuerda que sólo comiendo "la carne" y bebiendo "la sangre" de Cristo podemos permanecer en él y él en nosotros (cf. Jn 6, 56).

En el ministerio pastoral del cardenal Gantin se manifestó su constante amor a la Eucaristía, manantial de santidad personal y de sólida comunión eclesial, que tiene en el Sucesor de Pedro su fundamento visible. Y precisamente en esta basílica, al celebrar su última santa misa antes de abandonar Roma, puso de relieve la unidad que la Eucaristía crea en la Iglesia. En su homilía citó la célebre frase del obispo africano san Cipriano de Cartago, grabada en la cúpula: "Desde aquí brilla para el mundo la única fe; de aquí brota la unidad del sacerdocio". Este podría ser el mensaje que nos deja el venerado cardenal Gantin como su testamento espiritual.

Que lo acompañe en la última etapa de su viaje terrestre nuestra oración a la Virgen María, Reina de África, a la que profesó una tierna devoción: su muerte tuvo lugar en una significativa fiesta mariana, el 13 de mayo, memoria de Nuestra Señora de Fátima. Que sea la Virgen quien lo entregue a las manos misericordiosas del Padre celestial y lo introduzca con alegría en la "casa del Señor", hacia la cual todos nos encaminamos.

Que en el encuentro con Cristo este hermano nuestro implore para nosotros, y especialmente para su amada África, el don de la paz. Así sea.



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