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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE JAPÓN EN VISITA "AD LIMINA"


Sábado 15 de diciembre de 2007

 

Queridos hermanos en el episcopado: 

Me complace daros la bienvenida durante vuestra visita ad limina que realizáis para venerar las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Os agradezco las amables palabras que el arzobispo Peter Takeo Okada me ha dirigido en vuestro nombre, y os expreso mis más cordiales deseos y mis oraciones por vosotros y por todo el pueblo encomendado a vuestra solicitud pastoral.

Habéis venido a la ciudad donde Pedro cumplió su misión de evangelización y dio testimonio de Cristo hasta el derramamiento de su sangre. Habéis venido para saludar al Sucesor de Pedro. De este modo, fortalecéis los fundamentos apostólicos de la Iglesia en vuestro país y manifestáis visiblemente vuestra comunión con todos los demás miembros del Colegio de obispos y con el Romano Pontífice (cf. Pastores gregis, 8). Aprovecho esta oportunidad para reiterar mi pésame por la muerte reciente del cardenal Stephen Hamao, presidente emérito del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, y para expresar mi aprecio por sus años de servicio a la Iglesia. En su persona ejemplificó los vínculos de comunión entre la Iglesia en Japón y la Santa Sede. Que descanse en paz.

El año pasado la Iglesia celebró con gran alegría el V centenario del nacimiento de san Francisco Javier, apóstol de Japón. Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por la obra misionera que llevó a cabo en vuestro país y por las semillas de fe cristiana que plantó en el tiempo de la primera evangelización de Japón. La necesidad de anunciar a Cristo con audacia y valentía es una prioridad continua para la Iglesia. En efecto, es un deber solemne que recibió de Cristo cuando ordenó a los Apóstoles:  "Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación" (Mc 16, 15).

Vuestra tarea en la actualidad consiste en buscar nuevas maneras de mantener vivo el mensaje de Cristo en el marco cultural del Japón moderno. Aunque los cristianos constituyen sólo un pequeño porcentaje de la población, la fe es un tesoro que es preciso compartir con toda la sociedad japonesa. Con vuestro liderazgo en esta área debéis impulsar al clero y a los religiosos, a los catequistas, a los profesores y a las familias a dar razón de la esperanza que tienen (cf. 1 P 3, 15). Esto requiere, a su vez, una catequesis sólida, basada en las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia católica y del Compendio. Que la luz de la fe brille delante de los demás, para que "vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16).

De hecho, el mundo tiene hambre del mensaje de esperanza que trae consigo el Evangelio. Incluso en países tan altamente desarrollados como el vuestro, muchos están descubriendo que el éxito económico y la tecnología avanzada no bastan por sí mismos para llenar el corazón humano. Quien no conoce a Dios, "en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida" (Spe salvi, 27). Recordad al pueblo que en la vida hay algo más que el éxito profesional y el lucro. Mediante la práctica de la caridad, en la familia y en la comunidad, se puede llevar a los hombres "al encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro" (Deus caritas est, 31).

Esta es la gran esperanza que los cristianos de Japón pueden ofrecer a sus compatriotas. No es ajena a la cultura japonesa, sino que más bien la refuerza y da un nuevo impulso a todo lo que hay de bueno y noble en el patrimonio de vuestra amada nación. El respeto bien merecido que los ciudadanos de vuestro país tienen hacia la Iglesia por su importante contribución a la educación, a la sanidad, y en muchos otros campos, os brinda la oportunidad de entablar un diálogo con ellos y hablarles con alegría de Cristo, la "luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9).

Los jóvenes, en especial, corren el riesgo de ser engañados por la fascinación de la cultura laica moderna. Pero, como todas las grandes y pequeñas esperanzas que a primera vista parecen prometer mucho (cf. Spe salvi, 30), resulta ser una falsa esperanza, y trágicamente la desilusión a menudo conduce a la depresión y a la desesperación, incluso al suicidio. Si su energía y su entusiasmo juvenil se orientan hacia las cosas de Dios, las únicas que pueden satisfacer sus anhelos más profundos, cada vez más jóvenes se sentirán estimulados a entregar su vida a Cristo, y algunos reconocerán una llamada a servirlo en el sacerdocio o en la vida religiosa. Invitadlos a discernir si esta puede ser su vocación. Nunca tengáis miedo de hacerlo. Asimismo, animad a vuestros sacerdotes y también a los religiosos a ser activos en la promoción de las vocaciones, y guiad a vuestro pueblo en la oración, rogando al Señor que "envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38).

La mies del Señor en Japón está cada vez más constituida por personas de diversas nacionalidades, hasta el punto de que más de la mitad de la población católica está formada por inmigrantes. Es una oportunidad para enriquecer la vida de la Iglesia en vuestro país y para vivir la verdadera catolicidad del pueblo de Dios. Dando pasos para garantizar que todos se sientan acogidos en la Iglesia, podéis aprovechar los muchos dones que aportan los inmigrantes.

Al mismo tiempo, debéis permanecer vigilantes para garantizar que se observen cuidadosamente las normas litúrgicas y disciplinarias de la Iglesia universal. El Japón moderno ha elegido comprometerse sin reservas con el resto del mundo, y la Iglesia católica, con su dimensión universal, puede dar una valiosa contribución a este proceso de apertura cada vez mayor a la comunidad internacional.

También otras naciones pueden aprender de Japón, de la sabiduría de su antigua cultura y especialmente del testimonio de paz que ha caracterizado su posición en el escenario político mundial durante los últimos sesenta años. Habéis hecho oír la voz de la Iglesia sobre la importancia continua de este testimonio, con mayor razón en un mundo donde los conflictos armados causan tantos sufrimientos a los inocentes. Os animo a seguir hablando sobre cuestiones de interés público en la vida de vuestra nación, y a garantizar que vuestras declaraciones se promuevan y se difundan ampliamente, para que puedan ser correctamente acogidas en todos los niveles de la sociedad. De este modo, el mensaje de esperanza que el Evangelio conlleva tocará de verdad los corazones y las mentes, llevando a una mayor confianza en el futuro, a un amor y un respeto más grandes por la vida, y una apertura creciente a los extranjeros y a los que residen en medio de vosotros. "Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva" (Spe salvi, 2).

A este respecto, la próxima beatificación de 188 mártires japoneses ofrece un signo claro de la fuerza y la vitalidad del testimonio cristiano en la historia de vuestro país. Desde los primeros días, los hombres y mujeres japoneses han estado dispuestos a derramar su sangre por Cristo. Gracias a la esperanza de esas personas, "tocadas por Cristo, ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y sin esperanza" (Spe salvi, 8). Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por el testimonio elocuente de Pedro Kibe y sus compañeros, que "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14 ss).

En este tiempo de Adviento, toda la Iglesia espera con emoción la celebración del nacimiento de nuestro Salvador. Ruego para que este tiempo de preparación sea para vosotros y para toda la Iglesia en Japón una oportunidad de crecer en la fe, en la esperanza y en el amor, de modo que el Príncipe de la paz pueda encontrar una verdadera morada en vuestro corazón. Encomendándoos a todos vosotros y a vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos a la intercesión de san Francisco Javier y de los mártires de Japón, os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en el Señor.



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