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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL COMITÉ PONTIFICIO DE CIENCIAS HISTÓRICAS


Sala de los Papas
Viernes 7 de marzo de 2008

 

Reverendo monseñor;
ilustres señores y amables señoras:

Me alegra dirigiros unas palabras especiales de saludo y de aprecio por el trabajo que realizáis en un campo de gran interés para la vida de la Iglesia. Me congratulo con vuestro presidente y con cada uno de vosotros por el camino recorrido durante estos años.

Como bien sabéis, fue León XIII quien, ante una historiografía orientada por el espíritu de su tiempo y hostil a la Iglesia, pronunció la famosa frase: «No tenemos miedo de la publicidad de los documentos», e hizo accesible el archivo de la Santa Sede a los investigadores. Al mismo tiempo, creó la comisión de cardenales para la promoción de los estudios históricos que vosotros, profesoras y profesores, podéis considerar como antecesora del Comité pontificio de ciencias históricas, del que sois miembros. León XIII estaba convencido de que el estudio y la descripción de la historia auténtica de la Iglesia no podían por menos de ser favorables a ella.

Desde entonces, el contexto cultural ha experimentado un cambio profundo. Ya no se trata sólo de afrontar una historiografía hostil al cristianismo y a la Iglesia. Hoy es la historiografía misma la que atraviesa una crisis muy profunda y debe luchar por su propia existencia en una sociedad modelada por el positivismo y el materialismo. Estas ideologías han conducido a un entusiasmo descontrolado por el progreso que, animado por espectaculares descubrimientos y éxitos técnicos, a pesar de las desastrosas experiencias del siglo pasado, determina la concepción de la vida de amplios sectores de la sociedad. Así, el pasado aparece sólo como un fondo oscuro, sobre el cual el presente y el futuro resplandecen con promesas atractivas. A esto se une también la utopía de un paraíso en la tierra, a pesar de que dicha utopía se ha demostrado falsa.

Típico de esta mentalidad es el desinterés por la historia, que se traduce en la marginación de las ciencias históricas. Donde están activas estas fuerzas ideológicas, se descuidan la investigación histórica y la enseñanza de la historia en la universidad y en las escuelas de todos los niveles y grados. Esto produce una sociedad que, olvidando su pasado, y por tanto desprovista de criterios adquiridos a través de la experiencia, ya no es capaz de proyectar una convivencia armoniosa y un compromiso común con vistas a la realización de objetivos futuros. Esta sociedad está muy expuesta a la manipulación ideológica.

El peligro aumenta cada vez más a causa del excesivo énfasis que se da a la historia contemporánea, sobre todo cuando las investigaciones en este sector están condicionadas por una metodología inspirada en el positivismo y en la sociología. Además, se ignoran importantes ámbitos de la realidad histórica, incluso épocas enteras. Por ejemplo, en muchos planes de estudio la enseñanza de la historia comienza solamente desde los acontecimientos de la Revolución francesa. Producto inevitable de este desarrollo es una sociedad que ignora su pasado y, por consiguiente, carece de memoria histórica. Cualquiera puede ver la gravedad de esa consecuencia: así como la pérdida de la memoria provoca en la persona la pérdida de su identidad, de modo análogo este fenómeno se verifica en la sociedad en su conjunto.

Es evidente que este olvido histórico conlleva un peligro para la integridad de la naturaleza humana en todas sus dimensiones. La Iglesia, llamada por Dios Creador a cumplir el deber de defender al hombre y su humanidad, promueve una cultura histórica auténtica, un progreso efectivo de las ciencias históricas. En efecto, la investigación histórica en un nivel elevado también entra, en el sentido más estricto, en el interés específico de la Iglesia. El análisis histórico, aunque no concierna a la historia propiamente eclesiástica, contribuye en cualquier caso a la descripción del espacio vital en el que la Iglesia ha cumplido y cumple su misión a lo largo de los siglos. Indudablemente, los diversos contextos históricos siempre han determinado, facilitado o dificultado la vida y la acción de la Iglesia. La Iglesia no es de este mundo, pero vive en él y para él.

Si consideramos ahora la historia eclesiástica desde el punto de vista teológico, notamos otro aspecto importante. Su cometido esencial es la compleja misión de indagar y aclarar el proceso de recepción y de transmisión, de paralepsis y de paradosis, a través del cual se ha fundado, a lo largo de los siglos, la razón de ser de la Iglesia. En efecto, es indudable que la Iglesia para sus opciones se inspira en su tesoro plurisecular de experiencias y memorias.

Por eso, ilustres miembros del Comité pontificio de ciencias históricas, deseo animaros de todo corazón a comprometeros, como habéis hecho hasta ahora, al servicio de la Santa Sede para alcanzar estos objetivos, manteniendo vuestro constante y meritorio compromiso en la investigación y en la enseñanza. Deseo que, en sinergia con la actividad de otros colegas serios y autorizados, persigáis con eficacia los arduos objetivos que os habéis propuesto y os esforcéis por alcanzar una ciencia histórica cada vez más auténtica.

Con estos sentimientos, y asegurando un recuerdo en mi oración por vosotros y por vuestro delicado compromiso, os imparto a todos una especial bendición apostólica.



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