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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE BOLIVIA EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Sala del Consistorio
Lunes 10 de noviembre de 2008

 

Señor cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado:

Tengo el gozo de recibiros, obispos de Bolivia, que habéis venido a Roma en visita ad limina, a orar ante los sepulcros de los Apóstoles Pedro y Pablo, y renovar los lazos de unidad, amor y paz con el Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium, 22). Agradezco de corazón al Señor Cardenal Julio Terrazas Sandoval, Arzobispo de Santa Cruz de la Sierra y Presidente de la Conferencia Episcopal, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Deseo, antes de nada, manifestaros mi aprecio y aseguraros mi aliento en el generoso servicio que prestáis a la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del pueblo de Dios.

Conozco bien las difíciles circunstancias que afectan a los fieles y ciudadanos de vuestro país desde hace algún tiempo, y que en estos momentos parecen agudizarse aún más. Son ciertamente motivo de preocupación y de especial solicitud pastoral para la Iglesia, que ha sabido acompañar muy de cerca a todos los bolivianos en situaciones delicadas, con el único fin de mantener la esperanza, avivar la fe, fomentar la unidad, exhortar a la reconciliación y salvaguardar la paz. Con sus esfuerzos en esta tarea, llevada a cabo de manera fraterna, unánime y coordinada, los Pastores recuerdan la parábola evangélica del sembrador, que esparce la semilla abundante e incansablemente, sin pensar en cálculos anticipados sobre el fruto que podrá recabar para sí de su trabajo (cf. Lc 8,4ss).

Tampoco faltan otros desafíos en vuestro quehacer pastoral, pues la fe plantada en la tierra boliviana necesita siempre alimentarse y fortalecerse, especialmente cuando se perciben signos de un cierto debilitamiento de la vida cristiana por factores de origen diverso, una extendida incoherencia entre la fe profesada y las pautas de vida personal y social, o una formación superficial que deja expuestos a los bautizados al influjo de promesas deslumbrantes pero vacías.

Para afrontar estos retos, la Iglesia en Bolivia cuenta con un medio poderoso, como es la devoción popular, ese precioso tesoro acumulado durante siglos gracias a la labor de misioneros audaces y mantenido con entrañable fidelidad por generaciones en las familias bolivianas. Es un don que ha de ser ciertamente custodiado y promovido hoy, como sé que se está haciendo con esmero y dedicación, pero que requiere un esfuerzo constante para que el valor de los signos penetre en lo hondo del corazón, esté siempre iluminado por la Palabra de Dios y se transforme en convicciones firmes de fe, consolidada por los sacramentos y la fidelidad a los valores morales. En efecto, es necesario cultivar una fe madura y “una firme esperanza para vivir de manera responsable y gozosa la fe e irradiarla así en el propio ambiente” (Discurso en la sesión inaugural de los trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 de mayo de 2007).

Para lograr esto se necesita una catequesis sistemática, generalizada y penetrante, que enseñe clara e íntegramente la fe católica. Este año paulino que estamos celebrando es una ocasión privilegiada para imitar el vigor apostólico y misionero de este gran Apóstol, que nunca se acobardó a la hora de anunciar en toda su integridad el designio de Dios, como dice a los Pastores de Mileto (cf. Hch 20,27). En efecto, una enseñanza parcial o incompleta del mensaje evangélico no se corresponde con la misión propia de la Iglesia ni puede ser fecunda.

También una educación general de calidad, que comprenda la dimensión espiritual y religiosa de la persona, contribuye poderosamente a poner cimientos firmes al crecimiento en la fe. La Iglesia en Bolivia tiene numerosas instituciones educativas, algunas de gran prestigio, que han de seguir contando con la atención de sus Pastores para que mantengan y sean respetadas en su propia identidad. En todo caso, no se ha de olvidar que “todos los cristianos, puesto que mediante la regeneración por el agua y el Espíritu se han convertido en una criatura nueva y se llaman y son hijos de Dios, tienen derecho a la educación cristiana” (Gravissimum educationis, 2).

Me alegra constatar vuestros esfuerzos para ofrecer a los seminaristas una sólida formación humana, espiritual, intelectual y pastoral, proporcionándoles sacerdotes idóneos para acompañarlos en su discernimiento vocacional y cuidar de su segura idoneidad y competencia. Este criterio, siempre necesario, se hace más imperioso aún en el momento actual, proclive a la dispersión en las informaciones y a la disipación de la interioridad profunda, donde el ser humano tiene una ley escrita por Dios (cf. Gaudium et spes, 16). Por ello es necesario también un seguimiento posterior para garantizar la formación permanente del clero, así como de los demás agentes de pastoral, que alimente constantemente su vida espiritual e impida que su labor caiga en la rutina o la superficialidad. Ellos están llamados a mostrar a los fieles, desde su propia experiencia, que las palabras de Jesús son espíritu y vida (cf. Jn 6,63), “de lo contrario, ¿cómo van a anunciar un mensaje cuyo contenido y espíritu no conocen a fondo?” (Discurso en la sesión inaugural, Aparecida).

En la reciente Asamblea del Sínodo de los Obispos se ha subrayado precisamente que “la tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, el anuncio en nuestro tiempo” (Homilía en la Misa conclusiva, 26 de octubre de 2008). Así, pues, os encomiendo encarecidamente que en las homilías, catequesis y celebraciones en las parroquias y en tantas pequeñas comunidades dispersas, pero con sus significativas capillas, como se ven en vuestras tierras, la proclamación fiel, la escucha y la meditación de la Escritura esté siempre en primer plano, pues en ello encuentra el Pueblo de Dios su razón de ser, su vocación y su identidad.

De la escucha dócil de la Palabra divina nace el amor al prójimo y, con él, el servicio desinteresado a los hermanos (cf. ibíd.), un aspecto que ocupa un puesto muy relevante en la acción pastoral en Bolivia, ante la situación de pobreza, marginación o desamparo de buena parte de la población. La comunidad eclesial ha dado muestra de tener, como el buen Samaritano, un gran “corazón que ve” al hermano en dificultad y, a través de innumerables obras y proyectos, acude solícitamente en su ayuda. Sabe que “el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en que creemos y que nos impulsa a amar” (Deus caritas est, 31, c). En este sentido, por decirlo así, es también un “corazón que habla”, que lleva en sí mismo la Palabra que anida muy dentro de su ser y a la que no puede renunciar aunque a veces deba permanecer en silencio. De este modo, si la fraternidad con los hermanos más necesitados nos hace discípulos aventajados del Maestro, la especial entrega y preocupación por ellos nos convierte en misioneros del Amor.

Al terminar este encuentro, deseo reiterar mi aliento en la misión que desempeñáis como guías de la Iglesia en Bolivia, así como en el espíritu de comunión y concordia entre vosotros. Una comunión enriquecida con los especiales vínculos de estrecha fraternidad con otras Iglesias particulares, algunas en tierras lejanas, pero que desean compartir con vosotros los gozos y esperanzas de la evangelización en ese país. Llevad mi saludo y gratitud a los obispos eméritos, a los sacerdotes y seminaristas, a los numerosos religiosos y religiosas que enriquecen y avivan vuestras comunidades cristianas, a los catequistas y demás colaboradores en la tarea de llevar la luz del Evangelio a los bolivianos.

Encomiendo vuestras intenciones a la Santísima Virgen María, tan venerada por el pueblo boliviano en numerosos santuarios marianos, y os imparto de corazón la Bendición Apostólica.



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