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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXIV CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

Sala Clementina
Viernes 20 de noviembre de2009

 

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la XXIV Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud sobre un tema de gran importancia social y eclesial: "¡Effatá! La persona sorda en la vida de la Iglesia". Saludo al presidente del dicasterio, el arzobispo Zygmunt Zimowski, y le agradezco sus cordiales palabras. Extiendo mi saludo al secretario y al nuevo subsecretario, a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos, a los expertos y a todos los presentes. Deseo expresar mi estima y mi apoyo a vuestro generoso compromiso en este importante sector de la pastoral.

Las problemáticas relativas a las personas sordas, sobre las que habéis reflexionado atentamente en estos días, son numerosas y delicadas. Se trata de una realidad articulada, que abarca desde el horizonte sociológico al pedagógico, desde el médico y psicológico al ético-espiritual y pastoral. Las relaciones de los especialistas, el intercambio de experiencias entre quienes trabajan en el sector y los testimonios de los propios sordos, han permitido realizar un análisis profundo de la situación y formular propuestas e indicaciones para una atención cada vez más adecuada hacia estos hermanos y hermanas nuestros.

La palabra "Effatá", colocada al comienzo del título dela Conferencia, nos recuerda el conocido episodio del Evangelio de san Marcos (cf. Mc 7, 31-37), que constituye un paradigma de cómo actúa el Señor respecto a las personas sordas. Presentan a un sordomudo a Jesús, y él, apartándole de la gente, después de realizar algunos gestos simbólicos, levanta los ojos al cielo y le dice: "¡Effatá", que quiere decir "Ábrete". Al instante —escribe el evangelista— se abrieron sus oídos y se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Los gestos de Jesús están llenos de atención amorosa y expresan una compasión profunda por el hombre que tiene delante: le manifiesta su interés concreto, lo aparta del alboroto de la multitud, le hace sentir su cercanía y comprensión mediante gestos densos de significado. Le pone los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua. Después lo invita a dirigir junto con él la mirada interior, la del corazón, hacia el Padre celestial. Por último, lo cura y lo devuelve a su familia, a su gente. Y la multitud, asombrada, no puede menos de exclamar: "Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37).

Con su manera de actuar, que revela el amor de Dios Padre, Jesús no sólo cura la sordera física, indica también que existe otra forma de sordera de la cual la humanidad debe curarse, más aún, debe ser salvada: es la sordera del espíritu, que levanta barreras cada vez más altas ante la voz de Dios y del prójimo, especialmente ante el grito de socorro de los últimos y de los que sufren, y aprisiona al hombre en un egoísmo profundo y destructor. Como recordé en la homilía de mi visita pastoral a la diócesis de Viterbo, el 6 de septiembre pasado, "en este "signo" podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una "nueva humanidad", la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad "buena", como es buena toda la creación de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones... de forma que el mundo sea realmente y para todos "espacio de verdadera fraternidad"..." (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de septiembre de 2009, p. 6).

Lamentablemente, la experiencia no siempre atestigua gestos de acogida diligente, de solidaridad convencida y de comunión amorosa con las personas sordas. Las numerosas asociaciones nacidas para tutelar y promover sus derechos ponen de manifiesto que sigue existiendo una cultura marcada por prejuicios y discriminaciones. Son actitudes deplorables e injustificables, porque son contrarias al respeto de la dignidad de las personas sordas y de su plena integración social. Pero las iniciativas promovidas por instituciones y asociaciones, tanto en ámbito eclesial como civil, inspiradas en una solidaridad auténtica y generosa, son mucho más vastas y han mejorado las condiciones de vida de muchas personas sordas. Al respecto, es significativo recordar que las primeras escuelas para la educación y la formación religiosa de estos hermanos y hermanas nuestros surgieron en Europa ya en el siglo XVIII. Desde entonces, se han multiplicado en la Iglesia las obras caritativas, bajo el impulso de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, con el objetivo de ofrecer a los sordos no sólo una formación, sino también una asistencia integral para su plena realización.

Sin embargo, no se puede olvidar la grave situación en la que todavía viven actualmente en los países en vías de desarrollo, tanto por falta de políticas y legislaciones adecuadas, como por la dificultad para acceder a la asistencia sanitaria primaria. De hecho, a menudo la sordera es consecuencia de enfermedades fácilmente curables. Por lo tanto, hago un llamamiento a las autoridades políticas y civiles, y a los organismos internacionales, a fin de que proporcionen el apoyo necesario para promover, también en esos países, el debido respeto de la dignidad y de los derechos de las personas sordas, favoreciendo su plena integración social con ayudas adecuadas. La Iglesia, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de su divino Fundador, continua acompañando con amor y solidaridad las distintas iniciativas pastorales y sociales en beneficio de esas personas, reservando una atención especial hacia los que sufren, consciente de que precisamente en el sufrimiento se esconde una fuerza especial que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial.

Queridos hermanos y hermanas sordos, no solamente sois destinatarios del anuncio del mensaje evangélico, sino también con pleno derecho anunciadores, en virtud de vuestro Bautismo. Por lo tanto, vivid cada día como testigos del Señor en los ambientes de vuestra existencia, dando a conocer a Cristo y su Evangelio. En este Año sacerdotal orad también por las vocaciones, para que el Señor llame a numerosos y buenos ministros para el crecimiento de las comunidades eclesiales.

Queridos amigos, os doy las gracias por este encuentro y os encomiendo a todos a la protección materna de María Madre del amor, Estrella de la esperanza, Virgen del silencio. Con estos deseos, os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo a vuestras familias y a todas las asociaciones que trabajan activamente al servicio de los sordos.



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