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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
 LOS NUEVOS OBISPOS, PARTICIPANTES EN UN CONGRESO
ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS

Sala de los Suizos del palacio pontificio de Castelgandolfo
Jueves 20 de septiembre de 2012

 

Queridos hermanos en el episcopado:

La peregrinación a la tumba de san Pedro, que habéis realizado en estos días de reflexión sobre el ministerio episcopal, asume este año un significado particular. En efecto, estamos en vísperas del Año de la fe, del 50º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II y de la decimotercera Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el tema: «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Estos acontecimientos, a los que debe añadirse el vigésimo aniversario del Catecismo de la Iglesia católica, son ocasiones para reforzar la fe, de la que vosotros, queridos hermanos, sois maestros y heraldos (cf. Lumen gentium, 25). Os saludo a cada uno, y expreso profundo agradecimiento al cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los obispos, también por las palabras que me ha dirigido, y al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales. Reuniros en Roma, al inicio de vuestro servicio episcopal, es un momento propicio para hacer experiencia concreta de la comunicación y de la comunión entre vosotros; y en el encuentro con el Sucesor de Pedro, alimentar el sentido de responsabilidad hacia toda la Iglesia. En efecto, en cuanto miembros del Colegio episcopal debéis tener siempre una solicitud especial por la Iglesia universal, en primer lugar promoviendo y defendiendo la unidad de la fe. Jesucristo quiso confiar ante todo la misión del anuncio del Evangelio al cuerpo de los pastores —que deben colaborar entre sí y con el Sucesor de Pedro (cf. ib., 23)— para que llegue a todos los hombres. Esto es particularmente urgente en nuestro tiempo, que os llama a ser audaces al invitar a los hombres de todas las condiciones al encuentro con Cristo y a hacer más sólida la fe (cf. Christus Dominus, 12).

Vuestra preocupación prioritaria debe ser la de promover y sostener «un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe» (Porta fidei, 7). También en esto estáis llamados a favorecer y alimentar la comunión y la colaboración entre todas las realidades de vuestras diócesis. En efecto, la evangelización no es obra de algunos especialistas, sino de todo el pueblo de Dios, bajo la guía de los pastores. Cada fiel, en y con la comunidad eclesial, debe sentirse responsable del anuncio y del testimonio del Evangelio. El beato Juan XXIII, abriendo la gran asamblea del Vaticano II, planteaba «un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias», y por eso —añadía— «que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno» (Discurso de apertura del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Podríamos decir que la nueva evangelización inició precisamente con el Concilio, que el beato Juan XXIII veía como un nuevo Pentecostés que haría florecer a la Iglesia en su riqueza interior y extenderse maternalmente hacia todos los campos de la actividad humana (cf. Discurso de clausura del I período del Concilio, 8 de diciembre de 1962). Los efectos de ese nuevo Pentecostés, a pesar de las dificultades de los tiempos, se han prolongado, llegando a la vida de la Iglesia en cada una de sus expresiones: desde la institucional a la espiritual, desde la participación de los fieles laicos en la Iglesia al florecimiento carismático y de santidad. A este respecto, no podemos menos de pensar en el mismo beato Juan XXIII y en el beato Juan Pablo II, en tantas figuras de obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, que han embellecido el rostro de la Iglesia en nuestro tiempo.

Esta herencia ha sido encomendada a vuestra solicitud pastoral. Tomad de este patrimonio de doctrina, de espiritualidad y de santidad para formar en la fe a vuestros fieles, para que su testimonio sea más creíble. Al mismo tiempo, vuestro servicio episcopal os pide que deis «razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15) a cuantos están en busca de la fe o del sentido último de la vida, en los cuales también «obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina» (Gaudium et spes, 22). Por tanto, os aliento a esforzaros para que a todos, según las diversas edades y condiciones de vida, se les presenten los contenidos esenciales de la fe, de forma sistemática y orgánica, para responder también a los interrogantes que plantea nuestro mundo tecnológico y globalizado. Son siempre actuales las palabras del siervo de Dios Pablo VI, que afirmaba: «Lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas del hombre, (...) tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios» (Evangelii nuntiandi, 20). Con este fin, es fundamental el Catecismo de la Iglesia católica, norma segura para la enseñanza de la fe y la comunión en el único credo. La realidad en que vivimos exige que el cristiano tenga una sólida formación.

La fe pide testigos creíbles, que confíen en el Señor y se encomienden a él para ser «signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo» (Porta fidei, 15). El obispo, primer testigo de la fe, acompaña el camino de los creyentes dando el ejemplo de una vida vivida en el abandono confiado en Dios. Por tanto, él, para ser maestro autorizado y heraldo de la fe, debe vivir en presencia del Señor, como hombre de Dios. En efecto, no se puede estar al servicio de los hombres, sin ser antes servidores de Dios. Que vuestro compromiso personal de santidad os lleve a asimilar cada día la Palabra de Dios en la oración y a alimentaros de la Eucaristía, para tomar de esta doble mesa la linfa vital para el ministerio. Que la caridad os impulse a estar cerca de vuestros sacerdotes, con ese amor paterno que sabe sostener, alentar y perdonar; ellos son vuestros primeros y valiosos colaboradores para llevar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. De igual modo, la caridad del buen Pastor os hará estar atentos a los pobres y a los que sufren, para sostenerlos y consolarlos, así como para orientar a quienes han perdido el sentido de la vida. Estad particularmente cercanos a las familias: a los padres, ayudándolos a ser los primeros educadores de la fe de sus hijos; a los muchachos y a los jóvenes, para que puedan construir su vida sobre la roca sólida de la amistad con Cristo. Tened especial cuidado de los seminaristas, preocupándoos de que sean formados humana, espiritual, teológica y pastoralmente, para que las comunidades puedan tener pastores maduros y gozosos y guías seguros en la fe.

Queridos hermanos, el apóstol Pablo escribía a Timoteo: «Busca la justicia, la fe, el amor, la paz. (...) Uno que sirve al Señor no debe pelearse, sino ser amable con todos, hábil para enseñar, sufrido, capaz de corregir con dulzura» (2 Tim 2, 22-25). Recordando, a mí y a vosotros, estas palabras, imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica, para que las Iglesias confiadas a vosotros, impulsadas por el viento del Espíritu Santo, crezcan en la fe y la anuncien con nuevo ardor por los caminos de la historia.



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