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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO I
A LOS OBISPOS DE LA XII REGIÓN PASTORAL DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 21 de septiembre de 1978

 

Queridos hermanos en Cristo:

Es un verdadero placer para nosotros encontrarnos por primera vez con un grupo de obispos americanos que realizan la visita ad limina. Os acogemos de todo corazón, queremos que os sintáis en vuestra casa, que experimentéis el gozo de encontrarnos juntos en familia. Nuestro gran deseo en este momento es confirmaros a todos en la fe y en el servicio al Pueblo de Dios; queremos mantener vivo el ministerio de Pedro en la Iglesia.

Desde que soy Papa he ido leyendo con gran atención las sabias enseñanzas que nuestro querido predecesor Pablo VI impartió este mismo año a los obispos de Estados Unidos sobre los temas del ministerio de la reconciliación en la Iglesia, de la protección y defensa de la vida, y del impulso de la devoción a la Eucaristía. Sus enseñanzas las hacemos también nuestras y os renovamos el aliento y las directrices que os dio en esos discursos.

Aunque somos nuevo en el pontificado —apenas un principiante—, queremos elegir igualmente nosotros temas que afecten en profundidad a la vida de la Iglesia y os sirvan de gran ayuda en vuestro ministerio episcopal. Nos parece que la familia cristiana es buen punto para comenzar. La familia cristiana es tan importante y su papel tan fundamental en la transformación del mundo y en la construcción del Reino de Dios, que el Concilio la llamó «Iglesia doméstica» (Lumen gentium, 11)

No nos cansemos nunca de proclamar que la familia es comunidad de amor: el amor conyugal une a los esposos y es procreador de vida nueva; es reflejo del amor divino y amor comunicado; según las palabras de la Gaudium et spes, es participación actual en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia (núm. 48) A todos se nos concedió la gracia de nacer en tal comunidad de amor; nos será fácil, por tanto, defender sus valores.

Por ello, debemos estimular a los padres en su papel de educadores de los hijos; ellos son los primeros catequistas y los mejores. ¡Qué gran tarea tienen y qué reto! Enseñar a sus hijos a amar a Dios, a hacer de este amor una realidad de su vida. Y, por gracia de Dios, qué fácilmente aciertan algunas familias a cumplir la misión de ser primum seminarium (Optatam totius, 2); el germen de una vocación al sacerdocio se alimenta a través de la oración de la familia, el ejemplo de su fe y el apoyo de su amor.

Qué cosa tan maravillosa es el que las familias caigan en la cuenta del poder que tienen en la santificación de los esposos, y de la influencia mutua entre padres e hijos. Entonces, y por el testimonio de amor de su propia vida, las familias pueden llevar el Evangelio a los demás. La percepción vital de la participación del laicado —y especialmente de la familia— en la misión salvífica de la Iglesia, es uno de los grandes legados del Concilio Vaticano II. Jamás podremos agradecer bastante a Dios este don.

A nosotros corresponde mantener fuerte esta convicción, sosteniendo y defendiendo a la familia, a cada familia y a todas las familias. ¡Nuestro propio ministerio es tan vital! Predicar la Palabra de Dios y celebrar los sacramentos. De aquí saca nuestro pueblo su fortaleza y su alegría.

También es tarea nuestra animar a las familias a mantenerse fieles a la ley de Dios y de la Iglesia. Jamás tenemos por qué temer anunciar todas las exigencias de la Palabra de Dios, pues Cristo está con nosotros y nos dice hoy como antes: «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10, 16).

Sobre todo es importante la indisolubilidad del matrimonio cristiano; aunque sea una parte difícil de nuestro mensaje, la debemos proclamar fielmente como parte de la Palabra de Dios y parte del misterio de la fe. Al mismo tiempo hemos de mantenernos cercanos a nuestro pueblo en sus problemas y dificultades. Tiene que saber siempre que le amamos.

Hoy queremos manifestaros nuestra admiración y alabaros por los esfuerzos que hacéis para salvaguardar y mantener a la familia como Dios la ha hecho y como Dios la quiere. En todo el mundo las familias cristianas procuran responder a su maravilloso llamamiento, y estamos muy cerca de cada una de ellas. Los sacerdotes y religiosos se esmeran en sostenerlas y ayudarlas, y todos estos esfuerzos son dignos de las mayores alabanzas. Nuestro aliento va sobre todo a los que ayudan a los futuros esposos a prepararse al matrimonio cristiano ofreciéndoles las enseñanzas íntegras de la Iglesia y exhortándolos a los ideales más altos de la familia cristiana.

Deseamos añadir una palabra especial de encomio también a quienes, sacerdotes sobre todo, trabajan tan generosa y abnegadamente en los tribunales eclesiásticos y se esfuerzan, con fidelidad a la doctrina de la Iglesia, en salvaguardar el vínculo matrimonial, en dar testimonio de su indisolubilidad de acuerdo con las enseñanzas de Jesús, y en ayudar a las familias que lo necesiten.

La santidad de la familia cristiana es sin duda alguna el medio más apto para llevar a cabo la renovación serena de la Iglesia, que el Concilio deseaba con tanto afán; a través de la oración en familia la ecclesia domestica se convierte así en realidad efectiva y lleva a la transformación del mundo.

Todos los esfuerzos de los padres por infundir el amor de Dios en sus hijos y sostenerlos con el ejemplo de su fe, constituye uno de los apostolados más excelentes del siglo XX. Los padres que tienen problemas especiales son dignos de una atención pastoral más especial por parte nuestra, y merecedores de todo nuestro amor.

Queridos hermanos:

Queremos que sepáis hacia dónde van nuestras prioridades.

Hagamos cuanto podamos por la familia cristiana a fin de que nuestra gente pueda realizar su gran vocación con alegría cristiana y participar íntima y eficazmente en la misión de salvación de la Iglesia —la misión de Cristo—.

Estad seguros de que contáis con todo nuestro apoyo en el amor del Señor Jesús.

Os damos a todos nuestra bendición apostólica.



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