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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO I
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 31 de agosto de 1978

 

Excelencias, señoras, señores:

Agradecemos vivamente a vuestro digno intérprete sus palabras llenas de deferencia, más aún, de benevolencia y de confianza. Nuestro primer impulso sería el de confesaros nuestra confusión ante tales expresiones que nos honran y estos sentimientos que nos confortan. Pero sabemos muy bien que este homenaje y este testimonio de adhesión van dirigidos, a través de nuestra persona, a la Santa Sede, a su misión altamente espiritual y humana, a la Iglesia católica, cuyos hijos desean sobre todo edificar, en unión con sus hermanos, un mundo más justo y más armonioso.

No habíamos tenido aún el honor de conoceros. Nuestro ministerio se había limitado hasta ahora a las diócesis que nos habían sido confiadas y a los deberes pastorales que ello comportaba en Vittorio Véneto y Venecia. Esto era ya, sin embargo, participación en el servicio de la Iglesia universal.

Pero ahora en esta Sede del Apóstol Pedro, nuestra misión se ha hecho ya efectivamente universal y nos pone en relación no sólo con todos nuestros hijos católicos, sino también con todos los pueblos, con sus representantes cualificados y especialmente con los diplomáticos de los países que han querido establecer relaciones de este orden con la Santa Sede. Bajo este título, nos sentimos muy feliz de acogeros aquí, de expresaros nuestra estima y confianza y el aprecio que tenemos de vuestra noble función; feliz también de saludar, a través de vuestras personas, a cada una de las naciones que representáis y que miramos con respeto y simpatía, formulando fervientes votos de progreso y de paz. Estas naciones irán adquiriendo para Nos un aspecto aún más concreto a medida que vayamos encontrando, no sólo a los obispos y a los fieles, sino también a los responsables civiles.

Todo el mundo sabe lo que nuestro venerado predecesor ha llevado a cabo en este campo de las relaciones diplomáticas. Bajo su pontificado, las Misiones de las que vosotros sois jefes se han multiplicado.

Nos deseamos también que tales relaciones sean cada vez más cordiales y fructuosas, para el bien de vuestros conciudadanos, para el bien de la Iglesia en vuestros países, para el bien de la concordia universal. Por otra parte, las relaciones que podéis tener entre vosotros mismos, cerca de la Santa Sede, también favorecen asimismo la comprensión y la paz. Os ofrecemos nuestra sincera colaboración, según nuestros medios propios.

Ciertamente, en la gama amplia de los puestos diplomáticos, vuestra función aquí es sui generis, como lo son la misión y la competencia de la Santa Sede.

Evidentemente no tenemos ningún bien temporal que intercambiar ni ningún interés económico que discutir, como los tienen vuestros Estados. Nuestras posibilidades de intervención diplomática son limitadas y peculiares. Esta no se inmiscuye en los asuntos puramente temporales, técnicos y políticos, que son competencia de vuestros Gobiernos.

En este sentido, nuestras Representaciones diplomáticas ante las más altas autoridades civiles, bien lejos de ser una supervivencia del pasado, testimonian a la vez nuestro respeto hacia el poder temporal legítimo y el interés muy vivo prestado a las causas humanas que este poder está destinado a promover. De la misma manera vosotros sois aquí los portavoces de vuestros Gobiernos y los testigos atentos de la obra espiritual de la Santa Sede. Por ambas partes hay presencia, respeto, intercambio, colaboración, sin confusión de competencias.

Nuestros servicios, pues, son de dos órdenes.

Se puede dar, si nosotros somos invitados a ello, una participación de la Santa Sede como tal, a nivel de vuestros Gobiernos o de las instancias internacionales, para la búsqueda de las soluciones mejores de los grandes problemas en los que están en juego la distensión, el desarme, la paz, la justicia, las medidas o las ayudas humanitarias, el desarrollo... Nuestros representantes o delegados intervienen entonces, vosotros lo sabéis, con una palabra libre y desinteresada. Esta es una forma apreciable de asistencia o ayuda mutua que la Santa Sede tiene la posibilidad de aportar, gracias al reconocimiento internacional de que goza y a la representación del conjunto del mundo católico que asegura.

Nos estamos dispuesto a proseguir en este campo la actividad diplomática e internacional ya emprendida, en la medida en que la participación de la Santa Sede pueda resultar deseada, fructuosa y correspondiente a nuestros medios.

Pero nuestra acción al servicio de la comunidad internacional se coloca también —y Nos diríamos, sobre todo— en otro plano, que se podría calificar más específicamente de pastoral y que es propio de la Iglesia.

Se trata de contribuir, a través de los documentos y esfuerzos de la Sede Apostólica y de nuestros colaboradores de toda la Iglesia, a iluminar y formar las conciencias, de los cristianos en primer lugar, pero también de los hombres de buena voluntad —influyendo por medio de ellos en una opinión pública más amplia—, sobre los principios fundamentales que garanticen una civilización auténtica y una fraternidad real entre los pueblos: respeto del prójimo, de su vida, de su dignidad, interés por su desarrollo espiritual y social, paciencia y voluntad de reconciliación en la edificación tan vulnerable de la paz; en una palabra, todos los derechos y deberes de la vida en sociedad y de la vida internacional, tal como los expusieron la Constitución conciliar Gaudium et spes y tantos mensajes del llorado Papa Pablo VI.

Estas actitudes, que los fieles cristianos adoptan o deberían adoptar para su salvación según la lógica del amor evangélico, contribuyen a transformar progresivamente las relaciones humanas, el entramado social y las instituciones; y ayudan a los pueblos y a la comunidad internacional a asegurar mejor las condiciones del bien común y a encontrar el sentido último de su marcha hacia adelante. Tienen un impacto cívico y político.

Vuestros países buscan construir una civilización moderna, con unos esfuerzos a menudo geniales y generosos, que cuentan con toda nuestra simpatía y nuestro aliento en cuanto ellos se ajustan a las leyes morales inscritas por el Creador en el corazón humano.

Ahora bien, esta civilización, ¿no tiene necesidad de una energía espiritual nueva, de un amor sin fronteras, de una esperanza firme?

He aquí la contribución que con toda la Iglesia y siguiendo a nuestro predecesor, queremos prestar al mundo. Cierto, somos muy pequeño y muy débil para ello. Pero tenemos confianza en la ayuda de Dios. La Santa Sede pondrá en esto todos sus esfuerzos. La cosa merece también todo vuestro interés.

Desde hoy, nuestros votos más cordiales os acompañan en la misión que vais a proseguir ante Nos como lo habéis hecho ante el Papa Pablo VI.

Invocamos sobre cada una de vuestras personas, familias, países que representáis, y sobre todos los pueblos del mundo, abundantes bendiciones del Altísimo.



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