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JUAN PABLO II

REGINA CAELI

Domingo 26 de abril de 1987

1. "Como niños recién nacidos, apeteced la leche espiritual no falsificada, para con ella crecer en orden a la salvación" (1 Pe 2, 2).

Esta exhortación de San Pedro, que la liturgia romana propone como conclusión de la octava de Pascua, habla de nacimiento y de crecimiento. Dos aspectos básicos también de la vida cristiana. En el bautismo la criatura humana nace a la gracia, entra en el número de los hijos de Dios como miembro de su Pueblo santo y del Cuerpo místico de Cristo, se hace "hombre nuevo", definitiva e irreversiblemente partícipe del orden sobrenatural. Este "hombre nuevo" necesita alimentarse mediante la escucha de la Palabra de Dios, de la que el cristiano debe alimentarse con avidez, como subraya Pedro con lapidaria sencillez. Por lo tanto, la conciencia del bautismo recibido no puede dejar de acompañar al cristiano en todas las dimensiones de su vocación.

2. Una de esas dimensiones es la propiamente "apostólica". Todo cristiano, por el hecho de serlo, es un apóstol. Identificado con Cristo luz (cf. Lumen gentium, 1), está llamado a ser, también él, luz del mundo.

Es ésta la línea en la que el Concilio ha tratado ―y lo ha hecho con amplitud― sobre el apostolado de los laicos. No lo ha concebido como una especie de suplencia al ministerio consagrado, sino como un concreto y también necesario ejercicio de la vocación cristiana.

He aquí una afirmación fundamental: "Los laicos... están llamados, a ser de miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas... al crecimiento de la Iglesia. Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación" (Lumen gentium, 33).

3. Están destinados en primera persona. El apostolado individual que realiza cada uno haciendo fructificar los propios "carismas", "es el principio y la condición de todo apostolado seglar, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo" (Apostolicam actuositatem, 16). Su expresión fundamental es el testimonio de una vida vivida seriamente según el Evangelio, haciendo de la religión no un paréntesis de la actividad profesional o una costumbre ocasional, sino una síntesis verdaderamente vital. En la mentalidad moderna, el testimonio asume un valor particular. "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio" (Pablo VI, Evangelli nuntiandi, 41).

Numerosas señales nos están indicando que el sentido apostólico se ha ido difundiendo y profundizando en nuestros hermanos y hermanas del laicado, si bien entre oscilaciones de diverso tipo. El próximo Sínodo podrá individuar los caminos concretos para un nuevo, decisivo impulso. Depositemos esta esperanza en el corazón de la Virgen María, definida por el Concilio como "el modelo perfecto de vida espiritual y apostólica" (Apostolicam actuositatem, 4), de los laicos.



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