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CELEBRACIÓN DEL JUBILEO DE LAS IGLESIAS ORIENTALES

LITURGIA BIZANTINA CONCELEBRADA
POR EL PATRIARCA MÁXIMOS V HAKIM

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica Vaticana
Domingo 5 de febrero de 1984

 

1. «Ecce quam bonum et qua m iucundum habitare in unum». «Ved cuán bueno y deleitoso es convivir juntos los hermanos» (Sal 133, 1).

La exclamación del Salmista es la primera expresión que me viene a los labios en este momento de la liturgia bizantina que concelebran ahora, en el marco majestuoso de esta Basílica Vaticana. Su Beatitud el Patriarca greco-melquita católico Máximos V, junto con obispos y presbíteros de varias Iglesias católicas de rito bizantino.

A ellos va mi saludo cordial que se extiende también a los numerosos fieles presentes.

La multiplicidad de componentes étnicos de esta solemne liturgia parece acercar Roma a Jerusalén el día de Pentecostés cuando, según la descripción de los Hechos de los Apóstoles, «se hallaban en Jerusalén varones piadosos de cuantas naciones hay bajo el cielo» (Act 2, 5). El pensamiento vuelve espontáneamente a las autorizadas expresiones del Concilio Vaticano cuando, tras recordar que la Iglesia «consta de fieles que se unen orgánicamente en el Espíritu Santo por la misma fe, los mismos sacramentos y el mismo gobierno», afirmaba que, no obstante la distribución en varias Iglesias particulares de distinta tradición litúrgica, «entre ellas rige una admirable comunión y así la variedad en la Iglesia, lejos de ir contra su unidad, la manifiesta mejor» (Decr. Orientalium Ecclesiarum, 2). Esta Eucaristía en la que juntos participamos, constituye la prueba elocuente de esta solemne declaración, además de ser expresión de la gran estima de la Iglesia católica entera hacia las instituciones, ritos litúrgicos, tradiciones eclesiásticas y disciplina de la vida cristiana de las Iglesias orientales, ilustres por su venerable antigüedad (cfr. ib., 1).

Al mismo tiempo la Liturgia de hoy acrecienta el deseo y aumenta la nostalgia de la unión perfecta de todos los cristianos por la que hemos celebrado hace poco, como todos los años, la Semana de Oración. El logro de la unidad plena es una de las tareas confiadas por el Concilio Ecuménico Vaticano II de modo muy especial a las Iglesias orientales católicas. En efecto, dice el Decreto conciliar «Orientalium Ecclesiarum»: «Corresponde a las Iglesias orientales en comunión con la Sede Apostólica Romana la especial misión de promover la unidad de todos los cristianos, especialmente de los orientales, según los principios del Decreto de este Santo Sínodo sobre el ecumenismo: en primer lugar con la oración, con el ejemplo de vida, con la religiosa fidelidad a las antiguas tradiciones orientales, con un mutuo y mejor conocimiento, con la colaboración y fraternal estima de instituciones y mentalidades» (n. 24).

En la línea de estas directrices conciliares, también nosotros queremos elevar esta mañana nuestra plegaria a Dios para que se aceleren los tiempos de la unidad perfecta de acuerdo con el anhelo del Divino Redentor: «Ut unum sint» Jn 17, 11), y así se pueda saborear plenamente cuán bueno y deleitoso es convivir juntos los hermanos».

2. A esta nota de unidad parece referirse San Pablo en el pasaje de la segunda Carta a los Corintios que se acaba de proclamar. El califica al Pueblo de dios de «templo de Dios vivo» y destaca tres características del mismo:

— la inhabitación de Dios y el camino con Dios: «Habitaré y andaré en medio de ellos, y seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (6, 16);

— la separación de la realidad y de la impureza: «Salid de en medio de ellos y apartaos, no toquéis cosa inmunda» (6, 17);

— el amor paterno de Dios y el amor filial de los fieles: «y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas» (6, 18),

En la exhortación final del Apóstol aparecen luego con singular evidencia los objetivos de la celebración de este Año Jubilar de la Redención. Efectivamente dice: «Pues que tenemos estas promesas, carísimos, purifiquémonos de toda mancha de carne y de espíritu, acabando la obra de la santificación en el temor de Dios» (ib., 7, 1).

Y, ¿qué otra cosa exige la Iglesia para obtener de la indulgencia del Jubileo sino esta purificación total de la sensibilidad y del espíritu, con la que los fieles pueden llegar a la purificación moral que consiste en desapego del pecado incluso venial, y es signo del «cumplimiento de santificación» a que nos exhorta San Pablo: «Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Tes 4, 3)?

Es consolador saber que las Iglesias orientales católicas han manifestado un singular fervor de iniciativas en la celebración del Jubileo a nivel de Iglesias locales y también con peregrinaciones a las basílicas y catacumbas de esta Alma Ciudad.

Siempre ha sido motivo de gran alegría y suma complacencia para mí recibirles aquí junto al sepulcro de Pedro. Y la celebración de hoy quiere se el vértice luminoso de esta animación espiritual, signo de mi afecto especial, auspicio de gracias y dones celestiales, y prenda de nuevo fervor en la fe, la esperanza y la caridad.

3. El pasaje del Evangelio propio de esta Liturgia, por singular coincidencia tiene como escenario de acción el Líbano, tierra bíblica santificada por el paso del Redentor en su vida terrena.

Según la narración del Evangelista Mateo, Jesús «se dirigió hacia los lugares de Tiro y Sidón», y en estas regiones curó a distancia a la hija de una mujer cananea (cfr. Mt 15,21 ss.) El pensamiento, vuela espontáneamente y angustiosa mente a esta nación celebrada muchas veces como tierra encantadora por la Sagrada Escritura y que ahora, tras un tiempo de tranquilidad serena y fecunda, desde hace años sufre el martirio de un cruel guerra civil, como en los tiempos más difíciles de su historia.

Es bien sabido que esta Sede Apostólica lo ha intentado todo para devolver la paz a este noble y querido país. ¡Cuántas .veces parecía que volvía definitivamente la paz! Pero se trataba solo de breves pausas en este conflicto que renace siempre.

Deseo repetir mi apremiante llamamiento a la paz del Líbano; con la Liturgia de hoy quiero pedir ardientemente «tiempos de paz» para el Líbano y extender la súplica de la paz «que viene de lo alto» a todas las otras tierras desvastadas por la guerra o aplastadas por la persecución religiosa. Nos apremia la caridad de Cristo (cfr. 2 Cor 5, 14), Y el mismo San Pablo advierte: «Non enim dissensionis Deus, sed pacis» (1 Cor 14, 33).

En el comentario del pasaje evangélico, nos acompaña el fondo del Líbano, que tiene por protagonista a una pobre mujer de esta tierra, objeto de la infinita misericordia del Señor, y el corazón se abre a la esperanza. Lo que más impresiona del comportamiento de esta mujer es la fe. Una fe orante y laboriosa. Dice San Mateo: «Entonces una mujer cananea se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Una fe perseverante. En efecto, no obstante el rechazo razonado del Señor, «ella se postró ante El diciendo: "Señor, socórreme"». Una fe ingeniosa. Habiéndole hecho notar Jesús: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos» (es decir, a quienes no pertenecen al pueblo elegido), ella respondió enseguida: «Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».

y de este modo tenemos una fe victoriosa. «Jesús contestó: Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quedó curada su hija».

Si en la mujer cananea encontramos una «fides firma» acompañada de una «spes invicta», hallamos en el Señor la «caritas effusa» y vemos hasta qué punto el Redentor es «dives in misericordia», como he querido destacar para consuelo de todos en la Encíclica del mismo nombre. La Liturgia bizantina que estamos celebrando contiene un término al efecto que no puede menos de impresionar. Pues llama a Jesús «filántropo», es decir, «lleno de amor al hombre». ¡Ojalá los hombres supieran comprender esta «filantropía» de Cristo y se dirigieran a El con plena confianza, abriendo el corazón a la escucha de su palabra! La historia del mundo andaría por caminos mejores de los que está recorriendo y volvería a florecer la esperanza en muchos corazones.

Además. el episodio evangélico tiene valor ejemplar por preanunciar la dimensión universal de la salvación. A la luz de la enseñanza fundamental que nos ofrece, quisiera repetir lo que dije en la Bulá Aperite portas Redemptori indicando uno de los objetivos primarios de la convocación del Año Jubilar: « ... para que el acontecimiento de la Redención pueda ser anunciado a todos los pueblos y para que en cada nación los creyentes en Cristo Redentor puedan profesar libremente su propia fe» (n. 11, A). Que a cuantos están impedidos de manifestar libremente su fe, la celebración del Ano Jubilar les consiga constancia interior en medio de las dificultades, caridad generosa con los opresores y confianza invencible en el triunfo final de Cristo.

4. Y ahora, al reanudar la celebración de la Divina Liturgia y asintiendo a la invitación del himno querúbico: «Dejemos toda preocupación mundana para acoger al Rey del universo escoltado invisiblemente por las falanges angélicas»,

Y con las misma Liturgia entonemos el himno: «Dignum est te laudare» a la Theotokos, siempre Virgen Madre de Dios, «más honorable que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines».

Y repitámosle con emoción filial: «Protectora de los cristianos, siempre escuchada, Tú que intercedes continuamente ante el Creador, no desprecies la voz suplicante de los pobres pecadores, sino Tú, que eres buena, acude en nuestra ayuda.

«Apresúrate a interceder por nosotros, sé solícita en orar por nosotros, oh Madre de Dios, que siempre velas por los que te honran».

Y mientras en la unión de la fe y de la comunión del Espíritu Santo nos encomendamos mutuamente a Cristo, Dios, confesemos:

«Porque Tú eres Dios bueno y lleno de amor al hombre, nosotros te damos gloria a Ti, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén».


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