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MISA DE APERTURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL
PARA OCEANÍA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 22 de noviembre de 1998
Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo

 

1. «Jesús Nazareno, el rey de los judíos». Ésta es la inscripción que pusieron en la cruz. Poco antes de la muerte de Cristo, uno de los dos condenados, crucificados junto con él, le dijo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». ¿Cuál reino? El objeto de su petición no era, ciertamente, un reino terreno, sino otro reino.

El buen ladrón habla como si hubiera escuchado la conversación que mantuvieron antes Pilato y Cristo. En efecto, en presencia de Pilato, acusaron a Jesús de querer convertirse en rey. A este propósito, Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18, 33). Cristo no lo negó; le explicó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (Jn 18, 36). A la siguiente pregunta de Pilato sobre si era rey, Jesús le respondió directamente: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 37).

2. La liturgia de hoy habla del reino terreno de Israel, recordando la unción de David como rey. Sí, Dios eligió a Israel y no sólo le envió profetas, sino también reyes, cuando el pueblo elegido insistió en tener un soberano terreno. Entre todos los reyes que se sentaron en el trono de Israel, el más grande fue David. La primera lectura de esta celebración habla de ese reino, para recordar que Jesús de Nazaret provenía de la estirpe del rey David; pero al mismo tiempo, y sobre todo, para subrayar que la realeza de Cristo es de otro tipo.

Son significativas las palabras que dirige el ángel a María en la anunciación: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará para siempre sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32-33). Por tanto, su reino no es sólo el reino terreno de David, que tuvo fin. Es el reino de Cristo, que no tendrá fin, el reino eterno, el reino de verdad, de amor y de vida eterna.

El buen ladrón crucificado con Cristo llegó, de algún modo, al núcleo de esta verdad. En cierto sentido, se convirtió en profeta de este reino eterno, cuando, clavado en la cruz, dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Cristo le respondió: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

3. Jesús nos invitó a mirar hacia ese reino, que no es de este mundo, cuando nos enseñó a orar: «¡Venga tu reino!». Por obediencia a ese mandato, los Apóstoles, los discípulos y los misioneros de todos los tiempos han gastado sus mejores energías para extender, mediante la evangelización, los confines de este reino. En efecto, es don del Padre (cf. Lc 12, 32), pero también fruto de la respuesta personal del hombre. En la «nueva creación», sólo podremos entrar en el reino del Padre si hemos seguido al Señor en su peregrinación terrena (cf. Mt 19, 28).

Por eso, el programa de todo cristiano consiste en seguir al Señor, que es el camino, la verdad y la vida, para poseer el reino que prometió y dio. Con esta solemne concelebración eucarística, inauguramos hoy la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos, cuyo tema es: «Jesucristo y los pueblos de Oceanía: seguir su camino, proclamar su verdad y vivir su vida».

Bienvenidos, venerados y queridos hermanos en el episcopado, a quienes está encomendado el cuidado pastoral de las Iglesias particulares de Oceanía. Saludo, asimismo, a todos los que tomarán parte en los trabajos sinodales y a los que han contribuido a su preparación. Quisiera, además, enviar un cordial saludo a las comunidades cristianas y a las poblaciones de Oceanía que están unidas espiritualmente a nosotros en este momento.

«Jesús, el Verbo encarnado, fue enviado por el Padre al mundo para salvarlo, para proclamar y establecer el reino de Dios. (...) El Padre, al resucitarlo, lo convirtió, perfectamente y para siempre, en el camino, la verdad y la vida para todos los que creen» (Instrumentum laboris, 5). Esa amplia porción de la Iglesia, que está extendida por los inmensos espacios de Oceanía, conoce el camino y sabe que en él encontrará la verdad y la vida: el camino del Evangelio, el camino señalado por los santos y los mártires, que dieron su vida por el Evangelio (cf. ib., 4).

4. Mientras la Iglesia universal se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio de la era cristiana, los pastores de Oceanía se han reunido en la comunión, unidos al Sucesor de Pedro, para tratar de dar un nuevo impulso a la solicitud pastoral que los lleva a anunciar el reino de Cristo en las diversas culturas y tradiciones humanas, sociales y religiosas, y en la admirable multiplicidad de sus pueblos.

El apóstol Pablo, en la segunda lectura, explica en qué consiste el reino del que habla Jesús. Escribe a los Colosenses: demos gracias a Dios, que «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados » (Col 1, 13-14). Precisamente este perdón de los pecados se convirtió en la herencia del buen ladrón en el Calvario. Él fue el primero en experimentar que Cristo es rey por ser Redentor.

A continuación, el Apóstol explica en qué consiste la realeza de Cristo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda creatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles; (...) todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él» (Col 1, 15-17). Por tanto, Cristo es Rey ante todo como primogénito de toda creatura.

El texto paulino prosigue: «Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1, 18-20). Con estas palabras, el Apóstol confirma de nuevo y justifica lo que había revelado sobre la esencia de la realeza de Cristo: Cristo es Rey como primogénito de entre los muertos. En otras palabras: como Redentor del mundo, Cristo crucificado y resucitado es el Rey de la humanidad nueva.

5. «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42).

En el Calvario, Jesús tuvo un compañero de pasión bastante singular: un ladrón. Para ese desventurado, el camino de la cruz se transformó infaliblemente en el camino del paraíso (cf. Lc 23, 43), el camino de la verdad y de la vida, el camino del Reino. Hoy lo recordamos como el «buen ladrón». En esta circunstancia solemne, en la que estamos reunidos alrededor del altar de Cristo para inaugurar un Sínodo, que tiene ante sí todo un continente con sus problemas y sus esperanzas, podemos hacer nuestra la oración del «buen ladrón»:

Jesús, acuérdate de mí, acuérdate de nosotros, acuérdate de los pueblos a los que los pastores aquí reunidos dan diariamente el pan vivo y verdadero de tu Evangelio a lo largo y a lo ancho de espacios ilimitados, por mar y por tierra. Mientras pedimos que venga tu reino, nos damos cuenta de que tu promesa se convierte en realidad: después de haberte seguido, venimos a ti, a tu reino, atraídos por ti, elevado en la cruz (cf. Jn 12, 32); a ti, elevado sobre la historia y en el centro de ella, alfa y omega, principio y fin (cf. Ap 22, 13), Señor del tiempo y de los siglos.

A ti nos dirigimos con las palabras de un antiguo himno: «Por tu muerte dolorosa, Rey de eterna gloria, has obtenido para los pueblos la vida eterna; por eso el mundo entero te llama Rey de los hombres. ¡Reina sobre nosotros, Cristo Señor!». Amén.



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