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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA DE LAS NACIONES UNIDAS
SOBRE COMERCIO Y DESARROLLO*

 

Al señor K.K.S. Dadzie,
secretario general de la Conferencia de las Naciones Unidas
sobre comercio y desarrollo:

La nueva sesión de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre comercio y desarrollo se propone examinar cómo promover «una economía mundial sana, segura y equitativa». Aunque este tema haya sido tratado repetidas veces en el pasado, conviene considerarlo hoy con un espíritu totalmente nuevo debido a las profundas transformaciones que han afectado al mundo en los últimos cinco años.

Los cambios políticos que se han producido a lo largo de estos últimos años ya han comenzado a hacer, sentir sus efectos en el campo de la producción y del intercambio, tema de vuestros trabajos. Os esforzáis por delimitar cada vez mejor su alcance y por controlarlos. Los acontecimientos recientes han puesto de manifiesto que el sueño de planificar la economía, hasta el punto de ahogar la iniciativa privada, no es viable pues va contra el derecho fundamental de las naciones de ser «las principales responsables de la labor de su propio desarrollo económico y social» (Pacem in terris, III). Sin embargo, en la evolución actual no hay que fijarse solamente en la crisis del marxismo, pues ésta «no elimina en el mundo las situaciones de injusticia y de opresión existentes, de las que se alimentaba el marxismo mismo, instrumentalizándolas» (Centesimus annus, 26).

La desorganización de las economías planificadas, contra la que vuestra Conferencia trata de luchar desde hace más de veinticinco años, agrava la crisis general del comercio internacional y hace aún más necesaria la puesta en práctica de nuevas solidaridades. Pero aparece aquí una ulterior dificultad. Los lazos que han de instaurarse no pueden responder solamente a los imperativos del desarrollo económico ni descuidar el campo social. Numerosas tensiones actuales tienen su origen en la incapacidad de saber aunar los objetivos económicos con las exigencias sociales.

A lo largo de estos últimos años, ha tenido lugar un cambio importante en la concepción misma del desarrollo, de sus condiciones y fines. El derecho al desarrollo se convierte en un principio regulador de las relaciones internacionales. Sin duda que todavía no ha sido aceptada por todos una definición humanista del desarrollo, pero, ¿no es una de las finalidades de vuestros encuentros abrir nuevos horizontes a quienes su profesión les hace prestar particular atención a los datos y a las cifras del comercio internacional? De este modo preparáis el camino a los responsables para que incluyan también la dimensión social de la economía en sus perspectivas y cálculos.

Por otra parte, han de ser eliminados los obstáculos que dificulten la integración de las dimensiones sociales con los cambios internacionales, y hacer de ello una ocasión de progreso humano para las poblaciones más desvalidas. Se hace necesaria una conversión profunda de las mentalidades, pues es preciso que los hombres de nuestra época se integren en una lógica diferente. Esto favorece a todos y es una condición para la paz. Ya se trate de una economía nacional o de relaciones económicas internacionales, la experiencia muestra que no puede mantenerse indefinidamente un régimen que no tenga como objetivo lograr la mejora del bienestar material de las personas al mismo tiempo que su desarrollo espiritual. Una reunión como la de Cartagena, debe poner particular empeño en convencer a los hombres políticos y a la opinión pública —ante la cual son responsables de su gestión— que los intereses de los hombres y de los pueblos van por delante de las economías, si se quiere que el caudal de potencialidad del universo sea puesto al servicio del hombre y de la paz.

La pobreza de ciertas poblaciones y su falta de seguridad —como consecuencia de aquella—, son factores de tal gravedad que exigen una reacción inmediata por parte de todos los que poseen medios para ello. Ya en 1967, Pablo VI ponía de relieve la existencia de «situaciones... demasiado dispares, y de libertades reales demasiado desiguales» entre los pueblos. Y añadía: «La justicia social exige que el comercio internacional, para ser humano y moral, restablezca entre las partes al menos una cierta igualdad de oportunidades» (Populorum progressio, 61). Estos problemas no están resueltos todavía. Si bien algunos países han logrado alzarse al nivel de desarrollo de las naciones tradicionalmente industrializadas, ¡cuántos otros continúan sumidos en una pobreza extrema! Ignorar la barrera de la miseria, que separa a los que están bien abastecidos de los que están desprovistos, es inmoral porque todos los hombres son iguales en dignidad. Los pueblos pobres han de poder vivir en la verdad, la libertad y la justicia; tienen el derecho de contar con la solidaridad de los otros. Es ilusorio pensar que será posible dejar a millones de hombres en la desesperación como si no fueran a descubrir un día el camino de la violencia para dejarse oír.

Aún falta mucho por hacer para lograr más equidad en las relaciones internacionales. Pero esta marcha parecerá una nueva quimera para los pueblos más necesitados si no perciben la determinación de los más ricos y más poderosos para buscar incansablemente los caminos más seguros para la justicia y la solidaridad. Es un honor para la CNUCED haber afirmado siempre la dimensión ética de las cuestiones que trata.

Con viva conciencia de los retos a los que la Conferencia debe hacer frente, confío vuestros trabajos al Señor de la historia que «juzgará al orbe con justicia y a los pueblos con equidad» (Sal 98, 9).

Le expreso, señor secretario general, mis mejores deseos para el cumplimiento de su tarea en la VIII Sesión de esta Conferencia. Al mismo tiempo, le ruego que asegure a los delegados de las numerosas naciones que toman parte en la Conferencia, la alta estima que merecen sus esfuerzos por el desarrollo armonioso de todos los pueblos que componen la única familia humana.

Vaticano, 29 de enero de 1992.

JUAN PABLO II


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.7, p.1.

 



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