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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL ARZOBISPO DE LYON, CON MOTIVO DE LA PEREGRINACIÓN
A PARAY-LE-MONIAL (FRANCIA)

 

A monseñor
Louis-Marie BILLÉ
Arzobispo de Lyon
Presidente de la Conferencia episcopal de Francia

1. Mientras numerosos peregrinos se preparan para celebrar solemnemente en Paray-le-Monial la fiesta del Sagrado Corazón y a recordar la consagración del género humano al Sagrado Corazón de Jesús realizada hace cien años por el Papa León XIII, me complace dirigirles, a través de usted, mi cordial saludo y unirme mediante la oración a su itinerario espiritual y al de todas las personas que en este día hacen un acto de consagración al Sagrado Corazón.

2. Siguiendo el ejemplo de san Juan Eudes, que nos enseñó a contemplar a Jesús, el Corazón de los corazones, en el corazón de María y a hacer amar a ambos, el culto tributado al Sagrado Corazón se difundió, sobre todo gracias a santa Margarita María, religiosa de la Visitación en Paray-le-Monial. El 11 de junio de 1899, León XIII, invitando a todos los obispos a unirse a su iniciativa, pidió al Señor que fuera el Rey de todos los fieles, así como de los hombres que lo han abandonado o de los que no lo conocen, suplicándole que los lleve a la verdad y los conduzca a Aquel que es la vida. En la encíclica Annum sacrum expresó su compasión por los hombres alejados de Dios y su deseo de encomendarlos a Cristo redentor.

3. La Iglesia contempla sin cesar el amor de Dios, manifestado de forma sublime y particular en el Calvario, durante la pasión de Cristo, sacrificio que se hace sacramentalmente presente en cada eucaristía. «Del Corazón amorosísimo de Jesús proceden todos los sacramentos, y especialmente el mayor de todos, el sacramento del amor, por el cual Jesús ha querido ser el compañero de nuestra vida, el alimento de nuestra alma, sacrificio de un valor infinito» (San Alfonso María de Ligorio, Meditación II sobre el Corazón amoroso de Jesús con ocasión de la novena de preparación para la fiesta del Sagrado Corazón). Cristo es una hoguera ardiente de amor que invita y tranquiliza: «Venid a mí (...) que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 28-29).

El Corazón del Verbo encarnado es el signo del amor por excelencia; por eso, he destacado personalmente la importancia para los fieles de penetrar el misterio de este Corazón rebosante de amor a los hombres, que contiene un mensaje extraordinariamente actual (cf. Redemptor hominis, 8). Como escribió san Claudio de La Colombière: «He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, que no ha escatimado nada con tal de agotarse y consumirse para testimoniar su amor» (Escritos espirituales, n. 9).

4. En el umbral del tercer milenio, «el amor de Cristo nos impulsa» (2 Co 5, 14) a hacer que sea conocido y amado el Salvador, que derramó su sangre por los hombres. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17, 19). Por tanto, exhorto encarecidamente a los fieles a adorar a Cristo, presente en el santísimo Sacramento del altar, permitiéndole que cure nuestra conciencia, nos purifique, nos ilumine y nos unifique. En el encuentro con él los cristianos hallarán la fuerza para su vida espiritual y para su misión en el mundo. En efecto, en la relación de corazón a corazón con el divino Maestro, descubriendo el amor infinito del Padre, serán realmente adoradores en espíritu y verdad. Su fe se reavivará; entrarán en el misterio de Dios y serán profundamente transformados por Cristo. En las pruebas y en las alegrías conformarán su vida al misterio de la cruz y de la resurrección del Salvador (cf. Gaudium et spes, 10). Serán cada día más hijos en el Hijo. Así, a través de ellos, el amor se derramará en el corazón de los hombres, para edificar el cuerpo de Cristo que es la Iglesia y construir una sociedad de justicia, paz y fraternidad. Serán intercesores de la humanidad entera, pues toda alma que se eleva hacia Dios, a la vez eleva al mundo y contribuye de modo misterioso a la salvación ofrecida gratuitamente por nuestro Padre celestial.

Por consiguiente, invito a todos los fieles a proseguir con piedad su devoción al culto del Sagrado Corazón de Jesús, adaptándola a nuestro tiempo, para que no dejen de acoger sus insondables riquezas, a las que responden con alegría amando a Dios y a sus hermanos, encontrando así la paz, siguiendo un camino de reconciliación y fortaleciendo su esperanza de vivir un día en la plenitud junto a Dios, en compañía de todos los santos (cf. Letanías del Sagrado Corazón). También conviene transmitir a las generaciones futuras el deseo de encontrarse con el Señor, de fijar su mirada en él, para responder a la llamada a la santidad y descubrir su misión específica en la Iglesia y en el mundo, realizando así su vocación bautismal (cf. Lumen gentium, 10). En efecto, «la caridad divina, don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu» (Haurietis aquas, III), se comunica a los hombres para que sean, a su vez, testigos del amor de Dios.

5. Invocando la intercesión de la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, a la que el 13 de mayo de 1982 consagré los hombres y las naciones, le imparto de buen grado la bendición apostólica a usted y a todos los fieles que, con ocasión de la fiesta del Sagrado Corazón, se dirijan en peregrinación a Paray-le-Monial o que participen con devoción en una celebración litúrgica o en otro momento de oración al Sagrado Corazón.

Vaticano, 4 de junio de 1999

JUAN PABLO II

 



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