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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A MONSEÑOR SILVANO MONTEVECCHI,
OBISPO DE ÁSCOLI PICENO

 

Al venerado hermano
SILVANO MONTEVECCHI
Obispo de Áscoli Piceno

1. Me alegra particularmente enviarle mi cordial saludo a usted y a la comunidad diocesana, que, junto con los Frailes Menores Capuchinos de la provincia religiosa de Las Marcas, se dispone a recordar con numerosas iniciativas pastorales, litúrgicas y culturales el IV centenario de la muerte de san Serafín de Montegranaro, que tuvo lugar en el convento de los capuchinos de Áscoli Piceno el 12 de octubre de 1604. Me hago presente espiritualmente en las celebraciones jubilares y estoy seguro de que contribuirán a dar a conocer mejor, junto con los ejemplos de vida evangélica de este humilde hijo de san Francisco, la actualidad del mensaje que brota de su figura y de su historia humana y espiritual. Esto dará renovado impulso al compromiso en favor de la nueva evangelización en Áscoli, en Loreto y en las diversas comunidades eclesiales en las que transcurrió su existencia.

Con el paso del tiempo, la santidad no pierde su fuerza de atracción; al contrario, resplandece con mayor luminosidad. Esto es evidente en la persona de fray Serafín, hombre sencillo y analfabeto, al que todos, humildes y poderosos, consideraban auténtico "hermano". Precisamente por eso constituye un testimonio elocuente de la vocación universal a la santidad, en la que insistió el concilio ecuménico Vaticano II (cf. Lumen gentium, 39-40). Desde esta perspectiva, al final del gran jubileo del año 2000, quise proponer de nuevo a toda la Iglesia la santidad como "alto grado de la vida cristiana" (Novo millennio ineunte, 31).

2. San Serafín de Montegranaro forma parte, con pleno derecho, de la multitud de santos que han enriquecido desde el inicio la Orden capuchina. Había asimilado tan profundamente la exhortación evangélica a "orar siempre sin desfallecer" (cf. Lc 18, 1; 21, 36), que su mente permanecía habitualmente inmersa en las cosas del espíritu, hasta tal punto que a menudo se abstraía de lo que lo rodeaba. Se detenía a contemplar la presencia divina en la creación y en las personas, y sacaba de ello inspiración para una unión constante con Dios.

Su oración se prolongaba durante horas en el silencio de la noche a la luz trémula de la lámpara que ardía delante del tabernáculo en la iglesia conventual. ¡Con qué devoción participaba el humilde fraile en la celebración eucarística! ¡Y cuánto tiempo permanecía en estática adoración ante el santísimo Sacramento, dejando que su oración se elevara como incienso agradable al Señor!

Animado por un intenso amor a la pasión de Cristo, meditaba largamente en los sufrimientos del Señor y de la Virgen santísima. Le gustaba repetir el Stabat Mater y, recitándolo, se deshacía en lágrimas en medio de la conmoción de los que lo escuchaban. Llevaba siempre consigo el crucifijo de bronce, aún hoy conservado como preciosa reliquia; con él solía bendecir habitualmente a los enfermos, implorando para ellos la curación física y espiritual.

3. El estilo de vida humilde y sencillo que llevaba en una habitación sobria y estrecha, sus vestidos pobres y remendados, constituyen testimonios elocuentes del amor que albergaba por la "Dama pobreza". El espíritu de minoridad convencida, que llegó a ser natural en él a lo largo de los años, dejaba transparentar la verdadera grandeza de su alma. Había comprendido bien la página evangélica que proclama:  "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, sea siervo de todos" (Mc 10, 43-44).

A las continuas penitencias libremente elegidas, entre las cuales figuraba el uso del cilicio y de la disciplina, unía la práctica diaria de sacrificios y renuncias, mientras que como limosnero recorría senderos polvorientos y soleados, compartiendo las incomodidades de muchos de sus contemporáneos. Solía frecuentar los estratos menos ricos y más marginados de la población para percibir incluso sus necesidades ocultas, para aliviar sus penas físicas y espirituales. Mostraba la misma disponibilidad hacia cuantos llamaban a la puerta del convento. Fue gran pacificador de las familias, formulando sabiamente, según las circunstancias, fuertes admoniciones, gestos de solidaridad amorosa y palabras de alentador consuelo.

4. Venerado hermano, deseo de corazón que la celebración del IV centenario de la piadosa muerte de san Serafín constituya para toda la Iglesia que está en Áscoli una ocasión propicia para tender cada vez más decididamente a la santidad, valorando plenamente los diversos dones y carismas que Dios no cesa de dispensar a su pueblo fiel.

Deseo, además, que la peregrinatio de la urna del santo por las diversas zonas pastorales de la diócesis ascolana y por otras comunidades eclesiales de la región, la organización del simposio internacional sobre su figura y su espiritualidad, así como cualquier otra iniciativa oportuna y manifestación religiosa y cultural que se programe, ofrezcan elementos útiles para profundizar el mensaje del humilde capuchino de Montegranaro, que sigue siendo actual.

La Madre celestial de Dios, de la que él se proclamaba hijo devoto, proteja a esa amada comunidad ascolana y a los queridos frailes capuchinos de Las Marcas. Que la intercesión y la protección de san Serafín sean para todos consuelo y estímulo a seguir a Cristo con generosidad, de modo que, gracias a las celebraciones del centenario, crezcan en cada uno el celo por la perfección evangélica y la valentía de testimoniar los valores del espíritu, que caracterizaron toda la existencia de este santo paisano vuestro.

Con estos sentimientos y deseos, le envío de buen grado a usted, venerado hermano, a los frailes capuchinos y a los participantes en las diversas iniciativas jubilares una especial bendición apostólica, extendiéndola de buen grado a todos los devotos de san Serafín de Montegranaro.

Vaticano, 3 de junio de 2004

JUAN PABLO II



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