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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 1987

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. El Sínodo sobre la misión de los laicos

«Vosotros sois "linaje elegido, sacerdocio regio, gente santa, pueblo adquirido, para pregonar las excelencias del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable"» (1 Pe 2, 9).

De este pueblo privilegiado descrito por el Príncipe de los Apóstoles, son miembros de pleno derecho los laicos, en los que centrará su atención la Asamblea General del Sínodo de los Obispos el próximo octubre, justamente el mes en que la Iglesia dedica su oración, reflexión y ayuda a las misiones de todo el mundo.

Tan feliz coincidencia me induce a dedicar este Mensaje a esa vasta y escogida porción del Pueblo de Dios, los fieles laicos —hombres y mujeres de toda edad y condición—, para reavivar en ellos la conciencia de formar parte de un pueblo que por su misma naturaleza es misionero. La Iglesia, efectivamente "existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios...", como recordé en 1982 citando la Evangelii nuntiandi, del Papa Pablo VI (Evangelii nuntiandi 14: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 21 de diciembre de 1975, pág. 4). La evangelización y la misión no son, pues, algo facultativo o suplementario y marginal. La Iglesia nació misionera y evangelizar es para ella ley de vida (cf. Ad gentes, 2-5).

2. La vocación bautismal como vocación misionera

Ante esta premisa irrenunciable, surge una pregunta: ¿A quién corresponde, concretamente, asumir la misión? El Concilio Vaticano II responde así: "Todos los fieles, como miembros de Cristo vivo..., tienen el deber de cooperar a la expansión y dilatación del Cuerpo de Cristo, para llevarlo cuanto antes a la plenitud. Por ello, todos los hijos de la Iglesia han de tener viva conciencia de su responsabilidad para con el mundo" (Ad gentes, 36). La evangelización no está reservada únicamente a la jerarquía, sino que "incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte" (Lumen gentium, 17). Y este deber se fundamenta en el primero de los sacramentos de la fe. Todos los laicos cristianos, precisamente en virtud del bautismo, son llamados por Dios a un apostolado efectivo: "La vocación cristiana es, por su naturaleza misma, vocación también al apostolado" (Apostolicam actuositatem, 2). Es una vocación cimentada en la gracia bautismal misma. Incorporados a Cristo mediante el bautismo, los cristianos participan de la función sacerdotal, profética y real de Cristo. La confirmación los fortalece con la fuerza del Espíritu Santo, y la Eucaristía les comunica y nutre en ellos el amor a Dios y a los hombres, que es el alma de todo apostolado (cf. Lumen gentium, 33; Apostolicam actuositatem, 3).

De aquí nace la invitación que renuevo a todos los laicos, para que, reconociendo su primigenia dignidad de discípulos del Señor, perciban en todo su valor el sentido de la responsabilidad apostólica y cooperen generosamente a la obra de la evangelización.

3. Un cuerpo unido y ordenado

En la Iglesia, todos son responsables de la misión, y todos son al mismo tiempo "sujetos" y "destinatarios", pero esto no se realiza por un mismo título y del mismo modo, sino de acuerdo con la peculiar posición y función dentro de la Iglesia misma, así como con el ministerio y carisma recibidos. Los dones de Dios son siempre abundantes, no exclusivos sino complementarios, todos encaminados a la única comunión y misión. Y a nosotros se nos pide que sepamos discernirlos y valorizarlos con sabiduría evangélica, teniendo en cuenta las necesidades objetivas y las urgencias actuales que se puedan presentar. Ante el ya próximo Sínodo de los Obispos, apremio gratamente a los laicos, sobre todo a los jóvenes, a que reconozcan la realidad de estos dones divinos y asuman con espíritu de responsabilidad personal la tarea de la evangelización mediante la palabra, el testimonio, la sementera de la sabiduría y esperanza tan anheladas, muchas veces inconscientemente, por la humanidad.

Las vocaciones laicales, llamadas a dar una aportación específica a la comunidad eclesial, constituyen también hoy en el Pueblo de Dios una expresión fuerte y significativa de la donación misionera. Crece, hoy más que en el pasado, la necesidad de personas que se consagren totalmente a la actividad misionera: "Son sellados con vocación especial quienes, dotados del conveniente carácter natural, e idóneos por sus disposiciones y talento, están dispuestos a emprender la obra misional, sean nativos del lugar o extranjeros: sacerdotes, religiosos, seglares" (Ad gentes, 23, cf. 6). Sí, la Iglesia necesita hoy laicos maduros que actúen como discípulos y testigos de Cristo, artífices de comunidades cristianas, transformadores del mundo con los valores del Evangelio.

Hago llegar mi gratitud y aliento apostólico a todos los laicos operantes ya en la actividad misionera de la Iglesia, confirmando a cada uno de ellos en su respectivo trabajo.

4. Los catequistas

Recuerdo en primer lugar a los tan numerosos y beneméritos catequistas, hombres y mujeres, que dan una aportación insustituible a la propagación de la fe, y hoy se les pide un servicio de la máxima importancia (cf. Ad gentes, 17, Catechesi tradendae, 66). ¿Cómo no reconocer que, sin estos agentes especializados en tierras de misión, tantas Iglesias hoy florecientes, no habrían sido edificadas? Los catequistas han sido y son testigos directos de la fe, a veces hasta los pioneros, cronológicamente, en anunciarla, haciéndose así activos colaboradores para implantar, desarrollar e incrementar en la misión la vida cristiana. Su servicio forma parte de la estructura básica de la evangelización y es por lo tanto imprescindible pata la Iglesia. Expreso una vez más mi deseo de que aumenten constantemente su número y calidad para una obra tan necesaria, confiando que encuentren siempre la benevolencia y ayuda que necesitan. Es evidente que también los catequistas tienen derecho al sustento conveniente, y si no pueden ser mantenidos por sus comunidades muy pobres, deberá proveer a ellos la solidaridad de los otros cristianos.

5. El voluntariado laical

Recuerdo también otra forma de compromiso laical misionero de la que, hoy sobre todo, la Iglesia espera mucho: la del voluntariado laical. Es una fórmula valiosa que da una notable aportación a la misión de la Iglesia, que facilita su marcha de evangelización; un servicio de laicos cristianos que se comprometen a dar algunos años de su vida cooperando directamente al crecimiento de los países en vías de desarrollo.

Además de la obra de promoción humana que llevan a cabo con otras: fuerzas sociales, estos laicos, como cristianos, procuran que no falte a los hermanos la plenitud del desarrollo religioso y moral de que se dispone sólo mediante una plena abertura a la gracia de Dios. Animados de fe y caridad evangélicas, dan testimonio de amor y de servicio al hombre en toda su integridad corporal y espiritual.

A este respecto formulo también el deseo de que, con ocasión del Sínodo, muchas Iglesias particulares descubran en sí mismas esta forma de cooperación misionera, y se sientan comprometidas a discernir y sostener estas vocaciones laicales que muchos abrazarán generosamente, dispuestos a integrarse activamente en otras comunidades de hermanos.

Estas vocaciones deberán basarse siempre en un compromiso equilibrado y armónico, que no disocia nunca el desarrollo socio-cultural de la profesión de la fe religiosa. Para un servicio que aparece difícil y exigente, se requieren opciones prudentes, preparación adecuada, competencia profesional y, sobre todo, personalidad madura.

6. Abertura a otras formas de servicio

El Espíritu, que guía a la Iglesia a la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en la comunión y el ministerio, la enriquece con sus dones, incluso gracias especiales, la embellece con sus frutos, "distribuyendo a cada uno según quiere sus dones, con los que los hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes " (Lumen gentium 12).

Ahora bien, todos estamos llamados a reconocer y aceptar favorablemente estas gracias especiales, que se dispensan también a los laicos con miras a su deseada presencia en el campo misionero. Se invita sobre todo a las Iglesias jóvenes a abrirse y a valorizar confiadamente tales riquezas espirituales para las funciones y obras que se revelan "útiles para renovar y dar ulterior expansión a la Iglesia" (ib.).

Es necesario, pues, considerar y sostener múltiples formas de participación de los laicos en la vida litúrgica de las comunidades cristianas, en sus planes y consejos pastorales, en la práctica de la caridad y en la presencia cristiana en el mundo cultural, social y económico.

Quiero estimular también a una más amplia y activa participación del laicado femenino en la asunción de aquellos servicios que el vasto campo de la misión espera de su generosidad y de su específica aportación. Es de desear que este laicado dé su prestación, en los servicios tradicionales (hospitales, escuelas, asistencia), y en la evangelización directa, como la formación del núcleo familiar, el diálogo con los no creyentes o no practicantes la promoción de la cultura católica, además de una presencia constante en el campo de la oración y de la liturgia.

7. Las Obras Misionales Pontificias

En esta Jornada de Pentecostés, la Iglesia, constatando el apremio de la misión, se siente impulsada a abrirse con renovada vitalidad al soplo potente y al amor vivificante del Espíritu que santifica al Pueblo de Dios, lo guía y adorna de virtudes, para que haga fructificar los carismas de la identidad cristiana.

A las Obras Misionales Pontificias, que por su origen, constitución y finalidad, se caracterizan como instrumentos específicos del universalismo misionero, confío un mandato especial para que, con su labor capilar de animación, mantengan viva en el Pueblo de Dios, sobre todo entre los laicos, la conciencia misionera y pongan también en evidencia la vocación particular de los que recibieron tal misión.

A tales Obras incumbe la función de suscitar el interés y participación de todos los fieles, tanto en el plano espiritual como material al servicio de las misiones, y también de promover las vocaciones misioneras de los jóvenes.

En un mundo insidiado por vacías perspectivas y mucha incertidumbre, no hay que cesar nunca de suscitar y promover entre los laicos los nobles ideales de la misión para que sean muchos los que respondan a la llamada del Señor: ''Heme aquí envíame!" (Is 6, 8).

8. La Madre: que nos precede en la fe y en la misión

He de recordar también —y es otra feliz coincidencia—, la celebración del Año Mariano. Resulta natural, claro y consolador que todos los hijos e hijas de la Iglesia dirijan su mirada hacia Aquella que está presente en la misión misma de la Iglesia desde sus comienzos (cf. Redemptoris Mater, 28). Sí, al final va del segundo milenario cristiano, el camino de esta Iglesia implica un renovado y generoso esfuerzo en su misión, será necesario, ahora y siempre, caminar con María.

Siguiendo a Cristo, la Iglesia trata de cumplir hoy, con invariada fidelidad, su misma misión en el curso de la historia, de los hombres y de los pueblos. En el marco de esta colaboración con la obra del Hijo Redentor, la Iglesia se asocia íntimamente a María, en espera de un nuevo Pentecostés (cf. Act 1, 14). Todos los cristianos deben pues mirar a María, que precede en la fe a la Iglesia, para comprender y llevar a la práctica el sentido de la propia misión: cooperar en la obra de la salvación operada por Cristo hasta su conclusión definitiva en el reino de los cielos.

Con mi bendición apostólica.

Vaticano, 7 de junio, solemnidad de Pentecostés, del año 1987, Año Novena de Pontificado.

JUAN PABLO PP. II



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