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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE MISIONES 1998

DOMINGO 18 DE OCTUBRE 1998

 

“Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8)

1. La Jornada Mundial de Misiones de este año, dedicado al Espíritu Santo, y segundo de inmediata preparación al Gran Jubileo del 2000, no puede menos de tener en Él su punto de referencia. El Espíritu, en efecto, es el protagonista de toda la misión eclesial, cuya “obra resplandece de modo eminente en la misión ad gentes, como se ve en la Iglesia primitiva” (Enc. Redemptoris missio, 21).

No se puede comprender, en efecto, la acción del Espíritu en la Iglesia y en el mundo con análisis estadísticos o con otros subsidios de las ciencias humanas, porque aquella se sitúa en otro plano, el de la gracia, percibido por la fe. Se trata de una acción con frecuencia escondida, misteriosa, pero seguramente eficaz. El Espíritu Santo no ha perdido la fuerza propulsora que tenía en la época de la Iglesia naciente; hoy actúa como en los tiempos de Jesús y de los Apóstoles. Las maravillas que El hizo, relatadas en los Hechos de los Apóstoles, se repiten en nuestros días, pero con frecuencia permanecen desconocidas, porque en muchas partes del mundo la humanidad vive ya en culturas secularizadas, que interpretan la realidad como si Dios no existiera.

La Jornada Mundial de Misiones viene, pues, a llamar oportunamente nuestra atención sobre las maravillosas iniciativas del Espíritu Santo, para que se refuerce en nosotros la fe y se suscite, gracias precisamente a la acción del Espíritu, un gran despertar misionero en la Iglesia. ¿No es, en efecto, el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos el objetivo prioritario del Jubileo?

2. La conciencia de que el Espíritu actúa en el corazón de los creyentes e interviene en los eventos de la historia invita al optimismo de la esperanza. El primer gran signo de esta acción, que propongo a la reflexión común, es paradójicamente la crisis misma que experimenta el mundo moderno: un fenómeno complejo que, en su negatividad, suscita frecuentemente, por reacción, angustiosas invocaciones al Espíritu vivificador, desvelando el vehemente deseo de la Buena Nueva de Cristo Salvador presente en los corazones humanos.

¿Cómo no recordar, al respecto, la sabia lectura del mundo contemporáneo realizada por el Concilio Ecuménico Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et spes (ns. 4-10)? En estos últimos decenios, la crisis entonces analizada, se ha profundizado: el vacío de ideales y de valores se ha ensanchado con frecuencia; ha decaído el sentido de la Verdad y ha crecido el relativismo moral; no raramente parece prevalecer una ética individualista, utilitaria, sin firmes puntos de referencia; muchos hacen notar cómo el hombre moderno, cuando rechaza a Dios, se descubre menos hombre, lleno de temores y tensiones, cerrado en sí mismo, insatisfecho, egoísta.

Las consecuencias prácticas saltan a la vista: el modelo consumista, aunque tan criticado, se impone cada vez más; las preocupaciones, con frecuencia legítimas, por los muchos problemas materiales, corren el riesgo de absorber hasta tal punto que las relaciones humanas se hacen frías, difíciles. Las personas se descubren áridas, agresivas, incapaces de sonreír, de saludar, de decir “gracias”, de interesarse por los problemas de los demás. Por una compleja serie de factores económicos, sociales y culturales, las sociedades más desarrolladas experimentan una “esterilidad” inquietante, que es también espiritual y demográfica.

Pero precisamente de estas situaciones, que llevan a las personas al límite de la desesperación, brota frecuentemente el impulso de invocar a Aquél que “es Señor y da la vida”, porque el hombre no puede vivir sin sentido y sin esperanza.

3. Un segundo gran signo de la presencia del Espíritu es el renacimiento del sentido religioso en los pueblos. Se trata de un movimiento no exento de ambigüedad que, sin embargo, demuestra de modo inequívoco la insuficiencia teórica y práctica de filosofías e ideologías ateas, de los materialismos que reducen el horizonte del hombre a las cosas de la tierra. El hombre no se basta a sí mismo. Es convicción ya difundida que el dominio de la naturaleza y del cosmos, las ciencias y las técnicas más sofisticadas no bastan al hombre, porque no le pueden revelar el sentido último de la realidad: son simples instrumentos, no fines para la vida del hombre y para el camino de la humanidad.

Y, junto al despertar religioso, es importante poner de manifiesto “el afianzarse en los pueblos los valores evangélicos que Jesús encarnó en su vida (paz, justicia, fraternidad, dedicación a los más necesitados)” (Enc. Redemptoris missio, 3). Si consideramos la historia de los dos últimos siglos, nos damos cuenta de cuánto ha crecido en los pueblos la conciencia del valor de la persona humana y de los derechos del hombre y de la mujer, la aspiración universal a la paz, el deseo de superar las fronteras y las divisiones raciales, la tendencia al encuentro entre pueblos y culturas, la tolerancia con quien consideramos diverso, el empeño en acciones de solidaridad y voluntariado, el rechazo del autoritarismo político con el consolidarse de la democracia y la aspiración a una justicia internacional más equitativa en el campo económico.

¿Cómo no ver en todo esto la acción de la Providencia divina, que orienta a la humanidad y a la historia hacia condiciones de vida más dignas para todos? No podemos, pues, ser pesimistas. La fe en Dios invita, mas bien, al optimismo que brota del mensaje evangélico: “Si se mira superficialmente a nuestro mundo, impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios… Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo” (Enc. Redemptoris missio, 86).

4. El Espíritu está presente en la Iglesia y la guía en la misión ‘ad gentes’. Es consolador saber que no somos nosotros, sino que es Él mismo el protagonista de la misión. Esto da serenidad, alegría, esperanza, intrepidez. No son los resultados lo que debe preocupar al misionero, porque éstos están en manos de Dios: él debe empeñarse con todos sus recursos, confiando que sea el Señor quien actúe en profundidad. El Espíritu ensancha además la perspectiva de la misión eclesial a los confines del mundo entero. La Jornada Mundial de Misiones nos recuerda esto cada año, subrayando la necesidad de no circunscribir nunca los horizontes de la evangelización, sino tenerlos siempre abiertos a las dimensiones de la humanidad entera.

Incluso el hecho de que en la Iglesia, nacida de la cruz de Cristo, haya todavía hoy persecución y martirio, constituye un fuerte signo de esperanza para la misión. ¿Cómo no recordar, al respecto, que misioneros y simples fieles continúan dando la vida por el nombre de Jesús? También la historia de estos últimos años demuestra que la persecución suscita nuevos cristianos y que el sufrimiento, afrontado por Cristo y por el Evangelio, es indispensable para el desarrollo del Reino de Dios. Deseo, asimismo, recordar y dar gracias a las innumerables personas que, en el silencio de su servicio cotidiano, ofrecen a Dios sus oraciones y sufrimientos por las misiones y los misioneros.

5. En las Iglesias jóvenes, la presencia del Espíritu se revela también con otro signo muy fuerte: las jóvenes comunidades cristianas son entusiastas de la fe y sus miembros, especialmente los jóvenes, se hacen sus propagadores convencidos. El panorama que, al respecto, tenemos ante nuestros ojos es consolador. Fieles de reciente conversión, o incluso aún catecúmenos, sienten fuertemente el soplo del Espíritu y, entusiastas de su fe, se hacen misioneros en su ambiente.

Su acción apostólica se proyecta también al exterior. En América Latina, por ejemplo, se han afirmado el principio y la praxis de la “misión ‘ad gentes’”, sobre todo después de las dos últimas Conferencias del CELAM: en Puebla (1979) y en Santo Domingo (1992). Se han celebrado cinco Congresos misioneros latinoamericanos, y los Obispos proclaman con orgullo que, aun teniendo todavía extrema necesidad de personal apostólico, pueden contar con algunos miles de sacerdotes, religiosas y voluntarios laicos en misión, sobre todo en África.

En este Continente, además, el envío de personal apostólico de una nación a otra es una praxis particular, que se va afirmando como ayuda recíproca entre las Iglesias, a la que se añade también la disponibilidad para la misión hacia ‘ad extra’.

La Asamblea Especial para Asia del Sínodo de los Obispos, celebrada en la primavera de este año en Roma, ha puesto de manifiesto la misionariedad de las Iglesias asiáticas, en las que han brotado diversos Institutos misioneros de clero secular: en la India, Filipinas, Corea, Tailandia, Vietnam, Japón. Sacerdotes y religiosas asiáticos trabajan en África, Oceanía, en países del Medio Oriente, en América Latina.

6. Ante el florecimiento de iniciativas apostólicas en cada rincón de la tierra, no es difícil observar que el Espíritu se manifiesta en la diversidad de los carismas, los cuales enriquecen y hacen crecer la Iglesia universal. El apóstol Pablo, en la primera Carta a los Corintios, habla extensamente de los carismas distribuidos para hacer crecer a la Iglesia (cap. 12-14). El “tiempo del Espíritu”, que estamos viviendo, nos orienta cada vez más hacia una variedad de expresiones, un pluralismo de métodos y formas, en los que se manifiestan la riqueza y vitalidad de la Iglesia. He aquí la importancia de las misiones y de las jóvenes Comunidades eclesiales que han favorecido ya silenciosamente, según el estilo del Espíritu Santo, una benéfica renovación de su vida. Es indudable que el tercer milenio se perfila como un renovado apremio a la misión universal y, al mismo tiempo, a la inculturación del Evangelio por parte de las varias Iglesias locales.

7. Escribí en la Encíclica Redemptoris missio: “En la historia de la Iglesia, este impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad, así como su disminución es signo de una crisis de fe… La misión renueva a la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones” (n. 2).

Invito por lo tanto a reafirmar, contra todo pesimismo, la fe en la acción del Espíritu, que llama a todos los creyentes a la santidad y al empeño misionero. Acabamos de celebrar el 175º aniversario de la Obra de la Propagación de la Fe, fundada en Lyon en 1822 por una joven laica, Paulina Jaricot, cuya causa de canonización está en curso. Con feliz intuición, esta iniciativa ha favorecido el crecimiento en la Iglesia de algunos valores fundamentales, hoy difundidos por las Obras Misionales Pontificias: el valor de la misión misma, capaz de regenerar en la Iglesia la vitalidad de la fe, que se incrementa cuando hay empeño por comunicarla a los otros: “¡La fe se fortalece dándola” (Redemptoris missio, 2); el valor de la universalidad del empeño misionero, porque todos, sin excepción, son llamados a colaborar con generosidad en la misión de la Iglesia; la oración, el ofrecimiento de los propios sufrimientos y el testimonio de vida como elementos primarios para la misión, al alcance de todos los hijos e hijas de Dios.

Recuerdo, finalmente, el valor de la vocación misionera “ad vitam”: si toda la Iglesia es misionera por su misma naturaleza, los misioneros y las misioneras “ad vitam” son su paradigma. Aprovecho, pues, esta ocasión para renovar mi llamada a todos los que, especialmente jóvenes, están empeñados en la Iglesia: “La misión… está aún lejos de cumplirse”, subrayé en la Redemptoris missio (n. 1), y por eso hay que escuchar la voz de Cristo que llama también hoy; “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (cf. Mt 4,19). ¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas de vuestro corazón y de vuestra vida a Cristo! ¡Dejáos implicar en la misión del anuncio del Reino de Dios; para ésto el Señor “fue enviado” (cf . Luc 4,43), y ha transmitido la misma misión a sus discípulos de todos los tiempos. Dios, que no se deja vencer en generosidad, os dará el cien por uno, y la vida eterna (cf. Mt 19,29).

Encomiendo a María, modelo de misionariedad y Madre de la Iglesia misionera, a todos aquellos que, ad gentes o en su propio territorio, en cada estado de vida, cooperan al anuncio del Evangelio, y envío de corazón a cada uno la Bendición Apostólica.

Vaticano, 31 de mayo de 1998, Solemnidad de Pentecostés.

JUAN PABLO PP. II



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