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 MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS JEFES DE ESTADO DE LOS PAÍSES FIRMANTES
DEL ACTA FINAL DE HELSINKI*

 

Los derechos del hombre

1. La Iglesia católica, dado el carácter universal de su misión religiosa, se siente profundamente obligada a ayudar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo en la tarea de hacer progresar las grandes causas de la paz y de la justicia social, en orden a la construcción de un mundo cada vez más acogedor y más humano. Estos son los nobles ideales a los que ardientemente aspiran los pueblos y que, de modo especial, constituyen el objeto de la responsabilidad de los gobiernos de los diferentes países; pero al mismo tiempo, a causa de los cambios de las situaciones históricas y sociales, su realización, para ser cada vez más efectiva, necesita de la continua aportación de nuevas reflexiones y nuevas iniciativas, que tanto más valor tendrán cuanto más aparezcan como consecuencia de un diálogo multilateral y constructivo.

Si se reflexiona sobre los múltiples factores que contribuyen a la paz y la justicia en el mundo, llama la atención la progresiva importancia que va tomando, en este aspecto, la aspiración general a ver garantizada una dignidad igual de todo hombre y de toda mujer por lo que respecta a la participación en los bienes materiales y en el disfrute efectivo de los bienes espirituales y, por esto mismo, de los inalienables derechos correspondientes.

Al tema de los derechos del hombre, y en particular al de la libertad de conciencia y de religión, ha dedicado la Iglesia católica en estos últimos decenios una seria reflexión, estimulada por la experiencia diaria de la vida de la misma Iglesia y de los creyentes de toda región y de todo medio social. Sobre este tema, la Iglesia desea presentar a las altas autoridades de los países que firmaron el Acta Final de Helsinki algunas consideraciones particulares, que favorezcan un serio examen de la situación actual de esta libertad, a fin de que pueda ser eficazmente garantizada en todas partes. Lo hace consciente de responder al compromiso común, contenido en el Acta Final, de "promover y alentar el real ejercicio de las libertades y derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y otros, que se desprenden todos ellos de la dignidad inherente a la persona humana y que son esenciales para el desarrollo libre e integral de todas sus posibilidades"; es consciente también la Iglesia de que, al hacerlo, se inspira en el criterio que reconoce "la importancia universal de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, cuyo respeto es un factor esencial de la justicia, de la paz y del bienestar necesarios para asegurar el desarrollo de las relaciones amistosas y de la cooperación entre ellos, así como entre todos los Estados".

La dignidad de la persona humana

2. Se observa con satisfacción que, en el curso de los últimos decenios, la Comunidad internacional, que manifiesta un creciente interés por la salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, ha tomado en atenta consideración el respeto de la libertad de conciencia y de religión en algunos documentos bien conocidos, como por ejemplo:

a) la Declaración universal de la ONU sobre los Derechos del Hombre, del 10 de diciembre de 1948 (artículo 18);

b) el Pacto internacional sobre los derechos civiles y políticos, aprobados por las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966 (artículo 18);

c) el Acta Final de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, firmado el 1 de agosto de 1975 ("Cuestiones relativas a la Seguridad en Europa, 1, a, Declaración sobre los principios que rigen las relaciones mutuas entre los Estados participantes: VII. Respeto de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, incluida la libertad de conciencia, de pensamiento, de religión o de convicción").

Además, en este Acta Final, en el sector de la cooperación que se refiere a los "contactos entre personas", hay un parágrafo, en virtud del cual los Estados participantes "confirman que los cultos religiosos y las instituciones y organizaciones religiosas, —actuando en el marco constitucional de los Estados participantes—, y sus representantes pueden, en el campo de su actividad, tener entre sí contactos y reuniones e intercambiar informaciones".

Estos documentos internacionales reflejan, por lo demás, la convicción que se ha ido manifestando cada vez más en el mundo con la progresiva evolución de la problemática que se refiere a los derechos del hombre en la doctrina jurídica y en la opinión pública del los diversos países, así como reflejan también que el principio del respeto de la libertad de conciencia y de religión es reconocido hoy, en su formulación fundamental, lo mismo que el principio de igualdad entre los ciudadanos, en la mayor parte de las Constituciones de los Estados.

Según el conjunto de formulaciones que se encuentran en los instrumentos jurídicos, nacionales e internacionales mencionados más arriba, es posible poner de relieve los elementos que dan a la libertad religiosa un marco y una dimensión adaptados a su pleno ejercicio.

Aparece claramente, en primer lugar, que el punto de partida para el reconocimiento y el respeto de esta libertad es la dignidad de la persona humana, que experimenta la exigencia interior, indestructible, de actuar libremente "según los imperativos de su propia conciencia" (cf. el texto del Acta Final anteriormente citada en la letra c). El hombre, fundándose sobre sus propias convicciones, ha de reconocer y seguir una concepción religiosa o metafísica en la que queda implicada toda su vida por lo que se refiere a las opciones y comportamientos fundamentales. Esta reflexión íntima, aunque no desemboque en una afirmación de fe en Dios explícita y positiva, no puede dejar de ser en todo caso objeto de respeto en nombre de la dignidad de la conciencia de cada uno, cuyo misterioso trabajo de búsqueda no podría ser juzgado por otros hombres. Así, por una parte, todo hombre tiene el derecho y el deber de comprometerse en la búsqueda de la verdad, y, por otra parte, los demás hombres y la sociedad civil tienen obligación de respetar el libre crecimiento espiritual de las personas.

Esta libertad concreta encuentra su fundamento en la naturaleza misma del hombre de quien es propio el ser libre, y, —según los términos de la Declaración del Concilio Vaticano II— esta libertad permanece "también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella; y no puede impedirse su ejercicio con tal de que se respete el justo orden público" (Dignitatis humanae, 2).

Un segundo elemento, no menos fundamental, viene constituido por el hecho de que la libertad religiosa se expresa a través de actos que no son solamente interiores ni exclusivamente individuales, ya que el ser humano piensa, actúa y se comunica en relación con los otros hombres; la "profesión" y la "práctica" de la fe religiosa se expresan a través de una serie de actos visibles, sean personales o colectivos, privados o públicos, que hacen brotar una comunión con las personas de la misma fe, estableciendo un vínculo de pertenencia del creyente con una comunidad religiosa orgánica; esta vinculación puede tener diferentes grados, diferentes intensidades, según la naturaleza y los preceptos de la fe o convicción a la que se adhiere.

Doctrina del Concilio y de los Papas

3. La Iglesia católica ha sintetizado el fruto de su reflexión sobre este tema en la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Ecuménico Vaticano II, promulgada el 7 de diciembre de 1965, documento que para la Sede Apostólica tiene un particular valor de obligación. Esta Declaración fue precedida por la Encíclica Pacem in terris del Papa Juan XXIII, fechada el 11 de abril de 1963, que insistía solemnemente en el hecho de que "cada uno tiene el derecho de honrar a Dios siguiendo la norma justa de su conciencia".

La misma Declaración del Concilio Vaticano II ha sido recordada después en diversos documentos del Papa Pablo VI, en el mensaje del Sínodo de los Obispos de 1974 y, más recientemente, en el mensaje dirigido a la Asamblea de la Organización de las Naciones Unidas con ocasión de la visita del Papa, realizada el 2 de octubre de 1979, y que recogía su contenido esencial:

"Por razón de su dignidad, todos los hombres, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre y, por tanto, enaltecidos con una responsabilidad personal, son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados, asimismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad" (Dignitatis humanae, 2).

"El ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste ante todo en los actos internos voluntarios y libres, con los que el hombre se ordena directamente a Dios; actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por un poder meramente humano. Y la misma naturaleza social del hombre exige que éste manifieste externamente los actos internos de la religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria" (Dignitatis humanae, 3).

"Estas palabras —se añadía aún en el discurso a la ONU— tocan la sustancia del problema. Demuestran también de qué modo la misma confrontación entre la concepción religiosa del mundo y la agnóstica o incluso atea, que es uno de los 'signos de los tiempos' de nuestra época, podría conservar leales y respetuosas, las dimensiones humanas, sin violar los esenciales derechos de la conciencia de ningún hombre o mujer que viven en la tierra" (Discurso a la XXXIV Asamblea General de la ONU, núm. 20.L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 15).

En esta misma ocasión se expresaba la convicción de que "el respeto de la dignidad de la persona humana parece pedir que cuando sea discutido o establecido, a la vista de las leyes nacionales o de convenciones internacionales, el justo sentido de la libertad religiosa, sean consultadas también las instituciones, que por su naturaleza sirven a la vida religiosa". Y esto porque, cuando se trata de dar cuerpo al contenido de la libertad religiosa, si se omite la participación de quienes son los más interesados en ella y tienen una experiencia y una responsabilidad particulares, se corre el peligro de determinar aplicaciones arbitrarias y de "imponer unas normas o restricciones en un campo tan íntimo de la vida del hombre, que son contrarias a sus verdaderas necesidades religiosas" (Discurso a la XXXIV Asamblea General de la ONU, núm. 20. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 15).

Código o elementos específicos de la libertad religiosa

4. A la luz de las premisas y de los principios indicados hasta ahora, la Sede Apostólica estima que es su derecho y su deber intentar un análisis de los elementos específicos que corresponden al concepto de "libertad religiosa" y que constituyen su campo de aplicación, en la medida en que son conclusión lógica de exigencias de las personas y de las comunidades, o en la medida en que son requeridos por sus actividades concretas. En la expresión y en la práctica de la libertad religiosa, se observa, en efecto, la presencia de aspectos individuales y comunitarios, privados y públicos, estrechamente ligados entre sí, de suerte que el derecho a la libertad religiosa lleva consigo otras dimensiones complementarias:

a) En el plano personal, hay que tener en cuenta:

— la libertad de adherirse o no a una fe determinada y a la comunidad confesional correspondiente;

— la libertad de realizar, individual y colectivamente, en privado y en público, actos de oración y de culto, y de tener iglesias o lugares de culto según lo requieran las necesidades de los creyentes:

— la libertad de los padres para educar a sus hijos en las convicciones religiosas que inspiran su propia vida, así como la posibilidad de acudir a la enseñanza catequética y religiosa dada por la comunidad;

— la libertad de las familias de elegir las escuelas u otros medios que garanticen esta educación para sus hijos, sin tener que sufrir, ni directa ni indirectamente, cargas suplementarias tales que impidan de hecho el ejercicio de esta libertad;

— la libertad para que todos puedan beneficiarse de la asistencia religiosa en cualquier lugar en que se encuentren, sobre todo, en las residencias sanitarias públicas, clínicas, hospitales, en los cuarteles militares y en los servicios obligatorios del Estado, así como en los lugares de detención;

— la libertad de no ser obligado, en el plano personal, cívico o social, a realizar actos contrarios a la propia fe, ni a recibir un tipo de educación, o a adherirse a grupos o asociaciones, cuyos principios estén en oposición con las propias convicciones religiosas;

— la libertad para no sufrir, por razones de fe religiosa, limitaciones y discriminaciones respecto de los demás ciudadanos, en las diversas manifestaciones de la vida (en todo lo que se refiere a la carrera, sean estudios, trabajo, profesión; participación en las responsabilidades cívicas y sociales, etc.).

b) En el plano comunitario, hay que considerar que las confesiones religiosas, al reunir a los creyentes de una fe determinada, existen y actúan como cuerpos sociales que se organizan según principios doctrinales y fines institucionales que les son propios.

La Iglesia, como tal, y las comunidades confesionales en general, necesitan para su vida y para la consecución de sus propios fines, gozar de determinadas libertades, entre las cuales hay que citar particularmente:

— la libertad de tener su propia jerarquía interna o sus ministros correspondientes, libremente elegidos por ellas, según sus normas constitucionales;

— la libertad, para los responsables de comunidades religiosas —sobre todo, en la Iglesia católica, para los obispos y los demás superiores eclesiásticos—, de ejercer libremente su propio ministerio, de conferir las sagradas órdenes a los sacerdotes o ministros, de proveer los cargos eclesiásticos, de tener reuniones y contactos con quienes se adhieren a su confesión religiosa;

— la libertad de tener sus propios centros de formación religiosa y de estudios teológicos, donde puedan ser libremente acogidos los candidatos al sacerdocio y a la consagración religiosa;

— la libertad de recibir y de publicar libros religiosos sobre la fe y el culto, y de usarlos libremente;

— la libertad de anunciar y de comunicar la enseñanza de la fe, de palabra y por escrito, incluso fuera de los lugares de culto, y de dar a conocer la doctrina moral sobre las actividades humanas y la organización social: esto, en conformidad con el compromiso contenido en el Acta Final de Helsinki, de facilitar la difusión de la información, de la cultura, intercambios de conocimientos y de experiencias en el campo de la educación, y que se corresponde además, en el campo religioso, con la misión evangelizadora de la Iglesia;

— la libertad de utilizar con el mismo fin los medios de comunicación social (prensa, radio, televisión);

— la libertad de realizar actividades educativas, de beneficencia, de asistencia, que permiten poner en práctica el precepto religioso del amor hacia los hermanos, especialmente hacia aquellos que están más necesitados.

Además:

— en lo que se refiere a comunidades religiosas que, como la Iglesia católica, tienen una Autoridad suprema, como lo prescribe su fe, que detenta en el plano universal la responsabilidad de garantizar, por el magisterio y la jurisdicción, la unidad de la comunión que vincula a todos los Pastores y a los creyentes en la misma confesión; la libertad de tener relaciones recíprocas de comunicación entre esta Autoridad y los Pastores y las comunidades religiosas locales, la libertad de difundir los documentos y los textos del Magisterio (Encíclicas, Instrucciones...):

— en el plano internacional, la libertad de intercambios de comunicación, de cooperación y de solidaridad de carácter religioso, sobre todo con la posibilidad de encuentros y de reuniones de carácter multinacional o universal:

— en el plano internacional igualmente, la libertad de intercambiar entre las comunidades religiosas informaciones y contribuciones de carácter teológico o religioso.

Derecho primario e inalienable de la persona

5. La libertad de conciencia y de religión, con los elementos concretos ya indicados, es, como se ha dicho, un derecho primario e inalienable de la persona; más aún, en la medida en la que esta libertad atañe a la esfera más íntima del espíritu, se puede decir incluso que, por estar íntimamente anclada en cada persona, constituye la razón de ser de las otras libertades. Naturalmente, tal libertad no puede ser ejercida sino de una manera responsable, es decir, de acuerdo con los principios éticos, y respetando la igualdad y la justicia, pudiendo éstas ser reforzadas por el diálogo ya mencionado con las instituciones que, por su naturaleza, están al servicio de la vida religiosa.

La paz social y el bien común

6. La Iglesia católica —que no está limitada a un territorio determinado ni tiene fronteras, sino que está formada por hombres y mujeres que viven en todas las regiones de la tierra— sabe, por una experiencia multisecular, que la supresión, la violación o las limitaciones de la libertad religiosa han provocado sufrimientos y angustias, dolorosas pruebas morales y materiales, y que incluso hoy hay millones de personas que sufren a causa de ello; por el contrario, el reconocimiento de dicha libertad, su garantía y su respeto son fuentes de serenidad para las personas y de paz para la comunidad social y constituyen un factor nada despreciable para reforzar la cohesión moral de un país, para aumentar el bien común del pueblo y para enriquecer en un clima de confianza la cooperación entre las diferentes naciones.

Por lo demás, una sana aplicación del principio de la libertad religiosa servirá también para favorecer la formación de ciudadanos que, reconociendo plenamente el orden moral, "obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina libertad; hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo justo, asociando de buena gana su acción a la de los demás" (Dignitatis humanae, 8).

La libertad religiosa bien comprendida servirá también para garantizar el orden y el bien común de cada país, de cada sociedad, pues los hombres, cuando se sienten protegidos en sus derechos fundamentales, están mejor dispuestos a trabajar por el bien común.

El respeto de este principio de la libertad religiosa servirá, finalmente, para reforzar la paz internacional, que, como se puede leer en el discurso a las Naciones Unidas anteriormente citado, está amenazada en cualquier violación de los derechos del hombre, en particular en la injusta distribución de los bienes materiales y en la violación de los derechos objetivos del espíritu, de la conciencia humana, de la creatividad humana, incluida la relación del hombre con Dios. Únicamente la plenitud de los derechos realmente garantizada a todo hombre sin discriminación puede asegurar la paz desde sus cimientos.

Iglesia y Estado

7. En esta perspectiva, la Santa Sede, a través de la exposición que precede, entiende prestar un servicio a la causa de la paz, deseando que esto contribuya a mejorar un sector tan significativo de la vida humana y social, y, como consecuencia, de la vida internacional. ¿Es necesario decir que la Sede Apostólica de ninguna manera piensa ni pretende ignorar las prerrogativas soberanas de los Estados? Al contrario, la Iglesia siente una profunda solicitud por la dignidad y por los derechos de cada una de las naciones, a cuyo bien desea contribuir y se compromete a ello.

La Santa Sede quiere invitar de esta manera a la reflexión, a fin de que las autoridades civiles responsables de los diversos países vean en qué medida las consideraciones expuestas hasta aquí deben constituir el objeto de un serio examen. Si la reflexión puede llevar a reconocer la posibilidad de mejorar la situación presente, la Santa Sede se declara absolutamente disponible, con espíritu abierto y sincero, para entablar a este objeto un diálogo fecundo.

Vaticano, 1 de septiembre de 1980.

JOANNES PAULUS PP. II


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 51 p. 1, 19, 20.



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