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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
PARA LA II JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

 

Queridos jóvenes, amigos:

“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en El”.

1. El 8 de junio pasado, tuve la inmensa alegría de anunciar la celebración de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en Buenos Aires, el domingo de Ramos de 1987. Estaré entonces, con la ayuda de Dios, culminando mi visita apostólica a las Naciones del cono sur americano: Uruguay, Chile y Argentina.

En Buenos Aires, tendré el gran gozo de encontrarme no sólo con la juventud argentina, sino también con muchos jóvenes provenientes del área latinoamericana y de otros países del mundo. En aquel esperado encuentro, nos sentiremos todos en comunión de oraciones, de amistad y fraternidad, de responsabilidad y compromiso, con los demás jóvenes que, en torno a sus Pastores celebrarán esta Jornada en las Iglesias locales de todo el mundo; nos sentiremos unidos también con todos aquellos que buscan a Dios con corazón sincero y desean dedicar sus energías juveniles a la construcción de una nueva sociedad más justa y fraterna.

No deja de ser significativo que, esta vez, la Jornada tenga su lugar central de celebración en tierras latinoamericanas, pobladas mayoritariamente por jóvenes, que son los animadores y futuros protagonistas del llamado “continente de la esperanza”. La Iglesia latinoamericana, proclamó en Puebla de los Ángeles (México) su “opción preferencial por los jóvenes” y se dispone a una “nueva evangelización” para rejuvenecer las raíces, la tradición, la cultura cristiana de sus pueblos, a las puertas ya del “medio milenio” de su primera evangelización. Pero nuestra mirada se alarga a los cuatro puntos cardinales y nuestra palabra quiere convocar a todos los jóvenes y las jóvenes del Norte y del Sur, del Este y del Oeste, que serán los hombres y mujeres del 2000 y a quienes la Iglesia reconoce y acoge con esperanza.

2. El tema y contenido de esta Jornada Mundial pone ante nuestros ojos el testimonio del Apóstol San Juan cuando exclama: “Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.

A este propósito, deseo recordaros un pensamiento que expuse en mi primera Encíclica: “El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”. ¡Y cuánto más podría destacarse dicha realidad para la vida de los jóvenes, en esta fase de especial responsabilidad y esperanza, del crecimiento de la persona, de definición de los grandes significados, ideales y proyectos de vida, de ansia de verdad y de caminos de auténtica felicidad! Es entonces cuando más se experimenta la necesidad de sentirse reconocido, sostenido, escuchado y amado.

Vosotros sabéis bien, desde lo profundo de vuestros corazones, que son efímeras y sólo dejan vacío en el alma las satisfacciones que ofrece un hedonismo superficial; que es ilusorio encerrarse en la caparazón del propio egoísmo; que toda indiferencia y escepticismo contradicen las nobles ansias de amor sin fronteras; que las tentaciones de la violencia y de las ideologías que niegan a Dios llevan sólo a callejones sin salida.

Puesto que el hombre no puede vivir ni ser comprendido sin amor, quiero invitaros a todos a crecer en humanidad, a poner como prioridad absoluta los valores del espíritu, a transformaros en “hombres nuevos”, reconociendo y aceptando cada vez más la presencia de Dios en vuestras vidas, la presencia de un Dios que es Amor; un Padre que nos ama a cada uno desde toda la eternidad, que nos ha creado por amor y que tanto nos ha amado hasta entregar a su Hijo Unigénito para perdonar nuestros pecados, para reconciliarnos con El, para vivir con El una comunión de amor que no terminará jamás. La Jornada Mundial de la Juventud tiene, pues, que disponernos a todos a acoger ese don del amor de Dios, que nos configura y que nos salva. El mundo espera con ansia nuestro testimonio de amor. Un testimonio nacido de una profunda convicción personal y de un sincero acto de amor y de fe en Cristo Resucitado. Esto significa conocer el amor y crecer en él.

3. Nuestras celebraciones tendrán también una clara dimensión comunitaria, exigencia ineludible del amor de Dios y de la comunión de quienes se sienten hijos del mismo Padre, hermanos en Jesucristo y unidos por la fuerza del Espíritu. Por estar incorporados a la gran familia de los redimidos y ser miembros vivos de la Iglesia, experimentaréis en esa Jornada el entusiasmo y la alegría del amor de Dios que os convoca a la unidad y a la solidaridad. Dicha llamada no excluye a nadie. Al contrario, es una convocatoria sin fronteras que abraza a todos los jóvenes sin distinción, que fortalece y renueva los vínculos que unen a la juventud. En esta circunstancia han de hacerse particularmente vivos y operantes los lazos con aquellos jóvenes que sufren las consecuencias del desempleo, que viven en la pobreza o la soledad, que se sienten marginados o llevan la pesada cruz de la enfermedad. Llegue también el mensaje de amistad a quienes no aceptan la fe religiosa. La caridad no transige con el error pero sale siempre al encuentro de todos para abrir caminos de conversión. ¡Qué bellas y luminosas palabras nos dirige a este propósito San Pablo en el himno a la caridad! ¡Sean ellas para vosotros ideario de vida y decidido compromiso en vuestro presente y en vuestro futuro!

La caridad de Dios que ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, tiene que sensibilizarnos contra las flagrantes amenazas del hambre y de la guerra, contra las escandalosas disparidades entre minorías opulentas y pueblos pobres, contra los atentados a los derechos del hombre y a sus legítimas libertades, incluida la libertad religiosa, contra las actuales y potenciales manipulaciones de su dignidad. He sentido viva y fuerte la cercanía y la oración de los jóvenes con ocasión de la Jornada Mundial de oración por la paz, celebrada el 27 de octubre en Asís, en la que participaron representantes de las confesiones cristianas y de las religiones del mundo.

Más que nunca, se requiere que los enormes progresos científicos y tecnológicos de nuestro tiempo sean orientados, con sabiduría ética, para bien de todo el hombre y de todos los hombres. La gravedad, urgencia y complejidad de los actuales problemas y desafíos, exigen de las nuevas generaciones capacidad y competencia en los diversos campos; mas, por encima de los intereses o visiones parciales ha de colocarse el bien integral del hombre, creado a imagen de Dios y llamado a un destino eterno. En Cristo se nos ha revelado plenamente el amor de Dios y la sublime dignidad del hombre. Que Jesús sea la “piedra angular” de vuestras vidas y de la nueva civilización que en solidaridad generosa y compartida habréis de construir. No puede haber auténtico crecimiento humano en la paz y en la justicia, en la verdad y en la libertad, si Cristo no se hace presente con su fuerza salvadora.

La construcción de una civilización del amor requiere temples recios y perseverantes, dispuestos al sacrificio e ilusionados en abrir nuevos caminos de convivencia humana, superando divisiones y materialismos opuestos. Es ésta una responsabilidad de los jóvenes de hoy que serán los hombres y mujeres del mañana, en los albores ya del tercer milenio cristiano.

4. En espera gozosa de nuestro encuentro, os aliento a todos a una profunda y meditada preparación espiritual que potencie el dinamismo eclesial de la Jornada. ¡Poneos en marcha! Que vuestro itinerario esté jalonado de oración, estudio, diálogo, deseos de conversión y mejora. Caminad unidos desde vuestras parroquias y comunidades cristianas, vuestras asociaciones y movimientos apostólicos. Sea la vuestra una actitud de acogida, de espera, en sintonía con el período de Adviento que iniciamos. La liturgia de este primer Domingo nos recuerda, con palabras de San Pablo, “el momento en que vivimos” y nos exhorta a que “despojándonos de las obras de las tinieblas” nos revistamos “más bien del Señor Jesucristo”.

A todos los jóvenes y las jóvenes del mundo envío mi saludo entrañable y cordial. En particular a los jóvenes argentinos. He seguido con gran interés vuestras peregrinaciones anuales al Santuario de Nuestra Señora de Luján y el Encuentro nacional de jóvenes en Córdoba del año pasado, así como la “opción juventud” que ha concentrado durante años la pastoral de conjunto del Episcopado Argentino. Conozco, desde mi primera visita a vuestro País en 1982, tan cargada de dolor y de esperanza, vuestro compromiso por la edificación de la paz en la justicia y en la verdad. Sé por todo ello que colaboraréis con entusiasmo en la preparación de la Jornada de Buenos Aires, que estaréis presentes en ese encuentro con el Papa y que sabréis acoger con generosa hospitalidad y amistad compartida a los jóvenes de otros países que quieran participar en esa fiesta de hondo compromiso con Cristo, con la Iglesia, con la nueva civilización de la verdad y del amor.

A todos los jóvenes y las jóvenes del mundo invito a celebrar con particular intensidad y esperanza la Jornada Mundial de la Juventud el próximo Domingo de Ramos de 1987. La preparación y los frutos de la Jornada los encomiendo a María, la joven Virgen de Nazaret, la humilde servidora del Señor, que creyó en el amor del Padre y nos dio a Cristo “nuestra Paz”.

Queridos jóvenes, amigos: sed testigos del amor de Dios, sembradores de esperanza y constructores de paz.

En nombre del Señor Jesús os bendigo con todo mi afecto.  

Vaticano, 30 de noviembre de 1986. Primer Domingo de Adviento

IOANNES PAULUS PP. II



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