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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS JEFES DE ESTADO
Y A LAS DELEGACIONES DE LAS MISIONES ESPECIALES


Lunes 23 de octubre de 1978

 

Excelencias, señoras, señores:

Hace pocas semanas solamente, mi predecesor Juan Pablo I acogía a los miembros de Misiones semejantes, con la sonrisa y la sencillez que le conquistaron todos los corazones. Con este recuerdo inolvidable, deseo manifestaros yo también mi gratitud cordial por haber tomado parte en la ceremonia de apertura de mi pontificado. Mi gratitud va en primer lugar a quienes presidís los destinos de las naciones: me ha impresionado que hayáis venido personalmente. Gracias asimismo a quienes han sido designados por su Gobierno y que asumen muchas veces partes importantes en la gestión de la cosa pública. Gracias a los pueblos y Organizaciones Internacionales que representáis. Sí, vuestra presencia ha sido para mí un gozo y un honor apreciados hondamente. Y sobre todo, me ha parecido expresión del homenaje rendido a la Iglesia católica y a la Santa Sede por su actividad al servicio del Evangelio y de la humanidad.

Está claro que los hombres de Estado y sus colaboradores cualificados tienen en primer lugar la responsabilidad de su propia nación y del bien de sus compatriotas. Pero cada vez resulta más claro, y sois vosotros los primeros convencidos, de que no puede existir auténtico progreso humano ni paz durable sin la búsqueda valiente, leal y desinteresada de una mayor cooperación y unidad entre los pueblos. Por esto, la Iglesia estimula todas las iniciativas que se tomen y todos los pasos que se den a nivel bilateral o multilateral. ¿No es acaso éste el único medio de comenzar a desentrañar problemas aparentemente insolubles? Por otra parte, las Organizaciones Internacionales, cuyos representantes se encuentran aquí junto a los de los Estados, tienen un papel muy importante que yo deseo sea cada vez más eficaz. Me complazco en subrayar su aportación precisamente en vísperas de la "Jornada mundial de las Naciones Unidas".

Sí, en coyuntura a veces tan difícil, tenéis responsabilidades enormes que exigen de vosotros mucha lucidez, tenacidad, apertura, siempre dentro del respeto de las exigencias fundamentales del hombre. ¿Cómo no apreciar tales esfuerzos en la marcha a tientas de la humanidad hacia el progreso y la unidad? Ciertamente son merecedores de estima y aliento.

Los cristianos son especialmente sensibles a esta vocación de los hombres a la cooperación y la unidad, que les revela en el plan de salvación el mensaje evangélico de que Jesús de Nazaret «ha muerto para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11. 52). No hay duda de que este texto había impresionado al célebre obispo de Hipona, San Agustín, que presenta a la humanidad creada a imagen de Dios como hecha añicos en cierta manera por el pecado y llenando de sus añicos a todo el universo: «Pero la misericordia divina reunió los fragmentos esparcidos por todos los sitios, los ha fundido con el fuego de su caridad y ha rehecho su unidad rota» (Enarr. in Psal. 95, 15; PL 37, 1236).

La Iglesia, por su parte, persiguiendo su fin específico de guiar a los hombres por el camino de la salvación, está persuadida de que puede contribuir asimismo eficazmente, gracias al amor evangélico, a esta obra de reconstrucción de la unidad y a la humanización cada vez más profunda de la familia humana y de su historia (cf. Gaudium et spes, 40). Por esto, precisamente, la Santa Sede establece relaciones con cada uno de vuestros Gobiernos y toma parte en las actividades de las Organizaciones Internacionales. Me alegra constatar con cuánta esti­ma y confianza comprende y acoge la Comunidad internacional una acti­vidad que no tiene otro objetivo sino estar a su servicio.

Excelencias, señoras, señores: ¿Hay necesidad de añadir que los principios que guiaron a mis prede­cesores y, en particular, al llorado Papa Pablo VI. seguirán inspirando la acción de la Santa Sede?

Elegido Obispo de Roma y heredero del Apóstol Pedro en el ejercicio de su misión, la preocupación por el bien de toda la Iglesia y la preocupación por la familia humana inseparablemente guiarán mis es­fuerzos.

Ya desde ahora agradezco a los países e instituciones a quienes representáis, la comprensión cada vez mayor —me atrevo a esperar— de que darán testimonio de modo efectivo hacia las necesidades espirituales del hombre; y el modo con que acogerán la acción de la Santa Sede a este respecto.

Más allá de vuestras personas, sa­ludo con cordialidad a cada uno de los pueblos y naciones a que pertenecéis, y a cada una de las Orga­nizaciones Internacionales en que trabajáis. Que el Señor las bendiga e inspire su actividad. Y que conceda a vosotros y a vuestras familias los dones de su gracia y de su paz.

 



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