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PALABRAS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE EL ENCUENTRO CON UN GRUPO DE INVÁLIDOS
Y ENFERMOS ANTE LA GRUTA DE LOURDES
DE LOS JARDINES VATICANOS


Martes 22 de mayo de 1979

Hijos queridísimos:

Permitidme que sin circunloquios o perífrasis introductorias, sino con absoluta espontaneidad, os manifieste los diversos sentimientos de mi espíritu en este encuentro, que se realiza en un ambiente tan sugestivo de silencio, de paz y de oración, durante una tarde límpida y serena de mayo, a los pies de la gruta de la Virgen, o mejor, cerca del corazón de la Madre Inmaculada, que nos mira y nos sonríe desde la gruta construida en estos jardines vaticanos, en recuerdo devoto y perenne del lugar, en los Pirineos, donde Ella se apareció en el siglo pasado como visión del cielo, mensajera de esperanza y de amor para la humanidad sufriente y pecadora.

Mi primer pensamiento es de sincera complacencia y viva gratitud para todos los que han promovido y organizado este encuentro, que se podría definir "encuentro de familia", porque estamos reunidos todos en torno a la Virgen para un diálogo sencillo, espontáneo y afectuoso, como sucede entre los hijos y la mamá, que lo ve todo, incluso los secretos más recónditos; que lo comprende todo, incluso los silencios más largos; que lo reanima todo, incluso las cosas más insignificantes.

Gracias a todos vosotros por haber venido a visitar al Papa; gracias también por los delicados sentimientos que cultiváis en el corazón para el Vicario de Cristo y que intentáis manifestar en esta ocasión especial; finalmente, gracias por vuestra presencia, que se puede considerar casi "presencia sacramental" de Cristo.

Sí, vosotros sois, en vuestro cuerpo herido y doliente, la expresión de Cristo crucificado, y como una prolongación de su pasión, de manera que cada uno de vosotros puede repetir con San Pablo: "Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su Cuerpo. que es la Iglesia" (Col 1, 24); y además: "Padecemos con El (esto es, con Jesús) para ser con El glorificados" (Rom 8, 17). Por tanto, Cristo os elige, os une y os asemeja a Sí con el medio insustituible, inefable del sufrimiento, a través del cual imprime en vosotros su imagen doliente y continúa realizando la obra de la redención. ¿Cuál es, pues, el valor de vuestro sufrimiento? No habéis sufrido, o sufrís, en vano: el dolor os madura en el espíritu, os purifica en el corazón, os da un sentido real del mundo y de la vida, os enriquece de bondad, de paciencia, de longanimidad, y —oyendo resonar en vuestro espíritu la promesa del Señor: "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5, 5)— os da la sensación de una paz profunda, de una alegría perfecta, de una esperanza gozosa. Por esto, sabed dar un valor cristiano a vuestro sufrimiento, sabed santificar vuestro dolor con confianza constante y generosa en El, que consuela y da fuerza. Sabed que no estáis solos, ni separados, ni abandonados en vuestro "vía crucis"; junto a vosotros, a cada uno de vosotros, está la Virgen Inmaculada, que os considera como sus hijos más amados: María, que "se ha convertido para nosotros en Madre en el orden de la gracia... desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz..." (Lumen gentium, 61-62), está cercana a vosotros, porque ha sufrido mucho con Jesús por la salvación del mundo.

¡Miradla con plena confianza y abandono filial; Ella os mira de manera especial, os sonríe con ternura materna, os acompaña con cuidado solícito!

Os asista y proteja siempre esta Madre dulcísima: nosotros le pedimos por vosotros, para que os esté cercana, os consuele, os dé paz y lleve a cumplimiento en vosotros, para el bien de la Iglesia, para la difusión del Evangelio, para la paz del mundo, ese designio de gracia y de amor, que os une más estrechamente y os configura con Cristo Jesús. Estoy seguro de que rezaréis por el Papa y ofreceréis también por él al Señor vuestros sufrimientos, ¿verdad? De este modo nuestro recíproco diálogo cordial continuará más allá de este brevísimo espacio de tiempo.

Finalmente, a todos vosotros, vuestros familiares, médicos y a cuantos os asisten y os cuidan continua y afectuosamente, imparto la bendición apostólica, como auspicio de abundantes favores celestiales y prenda de mi paterna benevolencia.

Tras pronuncias este discurso en italiano, Juan Pablo II se dirigió en francés al Comité internacional católico de los invidentes

Quiero saludar también a los miembros del Comité internacional católico de ciegos, que están preparando el XI Congreso internacional.

Queridos amigos: Conozco vuestros afanes al servicio de los ciegos, especialmente en los países en vías de desarrollo, donde todavía es más difícil la vida para ellos. Os aliento de todo corazón.

Claro está que la naturaleza se subleva instintivamente ante el sufrimiento y la enfermedad. Pero por otra parle ¿acaso no es necesario rechazar uno y otra en cierto modo para llegar a superarlos y vivir lo más plenamente posible, a pesar de ellos? Es éste precisamente el significado de la acción social de vuestro Comité.

Pero la fe en el Señor resucitado abre perspectivas más hondas. El Exsultet de Pascua nos dice que El es "la luz que no conoce ocaso", qui nescit occasum. Buscad esta luz del alma. Por ella, el sufrimiento unido al de Nuestro Señor y al de la Virgen María al pie de la cruz, abre el camino de la vida eterna para sí y para los demás.

Que vuestro Congreso dedicado a la tercera edad se enfoque en esta doble dirección. Ayudad a los ciegos a vivir con plenitud en el plano humano. Y ayudadles asimismo a caminar generosamente hacia esta luz espiritual "que no conoce ocaso" y que puede iluminar y caldear toda ancianidad hasta el último instante y a pesar de sus penas. Que la Virgen de la Luz, a la que se debe invocar cada día, sea quien os guíe en vuestro apostolado. Contad con mi oración por vosotros y por todos los ciegos que representáis; y recibid mi bendición.



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