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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL FINAL DE LA VISITA A LA SEDE DE LA ONU*


Palacio de Cristal, Nueva York
Martes 2 de octubre de 1979

 

Señor Secretario General:

Estoy a punto de terminar mi breve visita al Centro mundial de las Naciones Unidas y quiero expresar mí sentido agradecimiento a todos los que han colaborado para hacerla posible.

Gracias, en primer lugar, a usted, Señor Secretario General, por su amable invitación, que consideré no sólo como un gran honor, sino también una obligación, puesto que a través de mi presencia aquí me permitía testimoniar pública y solemnemente el compromiso de la Santa Sede de colaborar en conformidad con su propia misión, con esta importante Organización.

Mi gratitud se dirige también al distinguido Presidente de la XXXIV Asamblea General, que me honró al invitarme a dirigir la palabra a este foro único de los Delegados de casi todas las naciones del mundo. Proclamando la incomparable dignidad de cada ser humano y manifestando mi firme confianza en la unidad y la solidaridad de todas las naciones, he podido afirmar una vez más un principio básico de mi Encíclica: "En definitiva, la paz se reduce al respeto de los derechos inviolables del hombre" (Redemptor hominis, 17).

Doy las gracias también a todos los distinguidos delegados de las naciones representadas aquí, así como a todos los empleados de las Naciones Unidas, por la amistosa recepción que han dispensado a los Representantes de la Santa Sede, particularmente a nuestro Observador permanente, el arzobispo Giovanni Cheli.

El mensaje que yo quisiera dejarles es un mensaje de certeza y de esperanza: la certeza de que la paz es posible, si está basada en el reconocimiento de la paternidad de Dios y de la hermandad entre todos los hombres; y la esperanza de que el sentido de responsabilidad moral, que cada persona ha de asumir, hará posible la creación de un mundo mejor en libertad, en justicia y en amor.

Como quien posee un ministerio que estaría vacío de significado si no fuese el fiel Vicario de Cristo en la tierra, me despido de ustedes con las palabras de Aquel a quien yo represento, el mismo Jesucristo: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27). Mi constante súplica para todos ustedes es ésta: que puede existir la paz en justicia y en amor. Que la voz orante de todos los que creen en Dios —cristianos y no cristianos juntos— haga que las reservas morales presentes en los corazones de hombres y mujeres de buena voluntad se unan en favor del bien común, y atraigan del cielo esa paz que los esfuerzos humanos solos no pueden conseguir.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 41, p.11.

 



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