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VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA CATEDRAL DE SAN PEDRO Y SAN PABLO DE FILADELFIA


Miércoles 3 de octubre de 1979

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Doy gracias al Señor por haberme permitido volver a esta ciudad de Filadelfia, a este Estado de Pensilvania. Tengo muy gratos recuerdos de mi anterior estancia aquí como huésped vuestro, y recuerdo de un modo especial la celebración del bicentenario en 1976, a la cual asistí como arzobispo de Cracovia. Hoy, por la gracia de Dios, vengo aquí como Sucesor de Pedro a traeros un mensaje de amor y a fortaleceros en la fe. En vuestra amable acogida siento que queréis honrar en mí a Cristo, a quien represento, el cual vive en todos nosotros, todos nosotros, que por el Espíritu Santo formamos una comunidad, una comunión de fe y de amor. Siento además que estoy verdaderamente entre amigos, y me siento entre vosotros como en mi casa.

De un modo particular quiero darle las gracias a usted, cardenal Krol, arzobispo de Filadelfia, por la invitación que me hizo de venir aquí y celebrar la Eucaristía junto con usted y su pueblo. Un saludo cordial también para los sacerdotes, los religiosos y los laicos de esta Iglesia local. He venido como vuestro hermano en Cristo, trayendo conmigo el mismo mensaje que el mismo Señor Jesucristo llevó a los pueblos y ciudades en Tierra Santa: ¡Oremos al Señor nuestro Dios y Padre, y amémonos los unos a los otros!

Es una gran satisfacción para mí encontrarme con vosotros aquí, en la catedral de Filadelfia, porque ella tiene para mí un profundo significado. Sobre todo os significa a vosotros: la Iglesia viva de Cristo aquí y ahora, viva en la fe y unida en el amor de Jesucristo.

Esta catedral trae a la memoria el recuerdo de San Juan Neumann, que fue obispo de esta sede, y es ahora y para siempre un Santo de la Iglesia universal. En este edificio su mensaje y su ejemplo de santidad debe ser transmitido sin interrupción a cada nueva generación de jóvenes. Y si escuchamos atentamente, podemos oír hoy a San Juan Neumann hablándonos a todos nosotros a través de las palabras de la Carta a los Hebreos: "Acordaos de vuestros jefes, que os predicaron la Palabra de Dios, y, considerando el fin de la vida, imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (Heb 13, 7-8).

Finalmente esta Iglesia os liga con los grandes Apóstoles de Roma, Pedro y Pablo. Ellos, en cambio, continúan dándoos su testimonio de Cristo, proclamándoos la divinidad de Cristo, y testimoniándole ante el mundo. Hoy aquí, en Filadelfia, la confesión de Pedro se convierte para todos nosotros en un acto personal de fe, y este acto de fe lo hacemos juntos cuando decimos a Jesús: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Y con San Pablo cada uno de nosotros estamos llamados a confesar en lo profundo de nuestro corazón y ante el mundo: "Aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí" (Gál 2, 20).

Esta catedral está ligada también en lo religioso a la herencia de esta histórica ciudad. Todo servicio a la moralidad y a la espiritualidad es un servicio a la civilización del hombre: es una contribución a la felicidad humana y al verdadero bienestar.

Así, pues, desde esta catedral brindo mis saludos a toda la ciudad de Filadelfia, a las autoridades civiles y todo el pueblo. Vosotros, como la ciudad del amor fraterno y como la primera capital de los Estados Unidos, sois un símbolo de libertad y relaciones fraternas. Mi saludo es a la vez plegaria. Que la dedicación común y los esfuerzos aunados de todos los ciudadanos —católicos protestantes y judíos juntos— consigan hacer de vuestra ciudad y sus suburbios, lugares donde los hombres no sean extraños los unos para los otros; donde cada hombre, mujer o niño se sienta respetado; donde nadie se sienta abandonado, rechazado o solo.

Os pido vuestra ayuda en la oración para mi visita de amistad y mis objetivos pastorales, y os doy mi bendición a todos, a los que os halláis presentes hoy aquí, a vuestros seres queridos que quedaron en casa, a los ancianos y los enfermos, y de un modo muy especial e los jóvenes y a los niños.

¡Dios bendiga a Filadelfia!

 



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