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VISITA PASTORAL AL SANTUARIO DE POMPEYA Y A NÁPOLES

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA CEREMONIA DE BIENVENIDA A NÁPOLES

Domingo 21 de octubre de 1979

 

Saludo al Señor Ministro del Trabajo, dr. Vincenzo Scotti, y le expreso mi complacencia por la acogida que, en su calidad de representante del Gobierno italiano ha querido dispensarme a mi entrada en esta grande y querida metrópoli. Con profundo respeto expreso también mi agradecimiento al señor alcalde, el cual, como primer ciudadano, ha querido anticipar e interpretar gentilmente, con expresiones corteses y sinceras, los sentimientos de cordial acogida y de alegría de toda la población.

Tras la visita de piedad a Pompeya, ciudad mariana y punto de convergencia de las más íntimas aspiraciones de las gentes del sur de Italia —y no sólo de ellas—, donde he ido a rendir mi tributo de homenaje a la Madre de Dios, que me ha acompañado con su amoroso patrocinio en mi reciente viaje a Irlanda y a Estados Unidos de América, no podía faltar un encuentro con Nápoles y con sus hijos, representados aquí por los responsables de la vida ciudadana y de su recta ordenación.

Vengo a esta ciudad y deseo entretenerme con estos fieles para sentirme más cerca de ellos, para estar entre ellos, para captar directamente sus deseos y sus ansias. Con corazón de Pastor, investido de directa y universal responsabilidad hacia cada hijo de la Iglesia —más aún, hacia cada hombre—, considero como urgente y preferente la decisión de acercarme a las diversas comunidades, para continuar el misterio de una catequesis itinerante, que sea oferta convincente de la Palabra de Dios, de sus propuestas de amor, así como una invitación a tener cada vez más confianza en su Providencia.

De ahí que haya esperado con emoción este encuentro con los napolitanos, tras haber confiado a la Reina del Rosario y de las Victorias las más profundas esperanzas de sus personas y de sus familias.

Nápoles es una ciudad rica de historia, a lo largo de casi tres mil años, desde los albores de la civilización griega hasta su inserción fecunda y ya más secular en el unificado conjunto de la nación italiana. Es ciudad rica de vida, que palpita ardiente y vigorosa en la inteligencia, dinamismo y reconocida inventiva peculiar de sus hijos. Es ciudad agitada por profundas esperanzas hacia un porvenir pacífico, que responda a los postulados fundamentales de la justicia y de la dignidad del hombre.

Pero —según ha aludido con fundada solicitud el honorable señor alcalde—, la metrópoli partenopea es también una comunidad que tiene sus sufrimientos, escondidos o patentes, ligados a problemas graves y urgentes, cuya falta de solución lleva consigo un difundido malestar y es causa de profundos dramas humanos.

Especialmente sensible y atenta a esos sufrimientos, la Iglesia, correspondiendo a las exigencias específicas de su misión y en el ámbito de la propia competencia espiritual, quiere cooperar a la edificación del bien común, recordando ante todo los principios de orden moral, cuya observancia es primordial e insustituible garantía de una próspera convivencia. Que la ayuda de Dios conceda el acierto y la fuerza de ánimo para resolver adecuadamente los más arduos problemas; confirme los propósitos de leal y efectiva concordia; haga resplandecer todas aquellas virtudes que se requieren en los fervorosos y honrados administradores del bien público, para ejemplo de sus conciudadanos y consuelo de su propia conciencia.

El Papa está aquí para animar, para invitaros a que no os desalentéis, sino que miréis hacia adelante confiadamente. Sostenido por convencimientos de esperanza, cada uno desarrolle con decisión sus propias tareas, en la seguridad de que tal actitud consigue abundantemente los dones y consuelos de la divina asistencia, de la que mi bendición quiere ser invocación sincera y ferviente augurio.

 



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