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VISITA PASTORAL AL SANTUARIO DE POMPEYA Y A NÁPOLES

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA POBLACIÓN DE NÁPOLES

Plaza del Plebiscito
Domingo 21 de octubre de 1979

 

Queridísimos hermanos y hermanas de Nápoles:

1. Debo expresar ante todo un vivo agradecimiento a vuestro cardenal arzobispo por las gentiles palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de toda la comunidad eclesial de esta nobilísima tierra. Pero después, inmediatamente después, deseo saludar y dar las gracias a cada uno de vosotros por haber acudido aquí en tan gran número y por haberme dispensado una acogida especialmente entusiasta, esto es, rica de esos sentimientos de espontaneidad, afecto y calor humano, que han dado a conocer vuestro nombre en todo el mundo y hacen amar a vuestro pueblo por su típica tradición de hospitalidad. ¡También en las circunstancias de hoy —y lo digo con profunda convicción— se ha manifestado el corazón grande y generoso de Nápoles!

Así, pues, yo me pregunto y os pregunto: ¿Cómo hubiera podido dejar de encontrarme con vosotros? ¿Cómo hubiera podido privarme del placer de hablaros y bendeciros? Al venir en peregrinación al cercano santuario mariano de Pompeya, he sentido la obligación de visitar vuestra ciudad, en recuerdo, sí, de contactos precedentes, pero sobre todo en respuesta a las invitaciones y a las esperanzas que se me han manifestado muchas veces en este primer año de mi ministerio pastoral.

2. Ya he aludido a la tradición: ¿Qué significa e implica esta palabra aquí en Nápoles? Ciertamente evoca una historia antiquísima que se remonta a la primera "Palépoli": me refiero a las vicisitudes pluriseculares de una ciudad que ha visto florecer en su interior, como en la circundante región de Campania, diversas culturas y filosofías, las artes y las letras, la música y el canto, como emblema ele una civilización a la que el mundo mira siempre asombrado. Pero vosotros entendéis muy bien cómo al decir tradición, me refiero sobre todo a esa tradición religiosa cristiana, que aquí ha estado maravillosamente atestiguada desde la llegada del Apóstol Pablo al contiguo golfo de Pozzuoli, mientras viajaba a Roma. Más aún, quedándose, según el testimonio explícito de los Hechos de los Apóstoles (28, 14), encontró aquí algunos "hermanos" y, a petición de ellos, permaneció con ellos siete días. Precisamente la presencia comprobada de cristianos en los comienzos de los años sesenta de nuestra era y la deducción legítima de que la permanencia del "Doctor de las gentes" en medio de ellos ciertamente no pudo ser estéril de frutos espirituales, son hechos que me impulsan a definir como literal y auténticamente "apostólica" vuestra fe, a la que después, el contacto ininterrumpido con la Iglesia de Roma, en el curso de los siglos, ha conferido ulterior desarrollo y compacta solidez. Nápoles jamás ha conocido separaciones ni rupturas en su profesión cristiana.

Esta es la razón, hijos y hermanos de la Iglesia "apostólica" partenopea, por la que yo deseo ante todo exaltar vuestro patrimonio religioso y, al mismo tiempo, exhortaros a la coherencia de la fidelidad y a la valentía del testimonio. Los tiempos indudablemente han cambiado, y quizá son nuevas las dificultades y más insidiosos los peligros para quien va hoy al encuentro de la fe. Por esto es necesario un esfuerzo mayor que tienda no sólo a conservar lo que una eminente tradición de Pastores y de Santos, de gente humilde e ilustre, de hombres y mujeres, os han transmitido ejemplarmente, sino a reavivar, además, esta herencia y a traducirla en obras de auténtica marca cristiana. "La fe —lo sabéis bien—, si no tiene obras, es de suyo muerta" (Sant 2, 17).

3. Pero debo elogiar también la preparación espiritual que la comunidad diocesana ha querido anteponer al presente encuentro con el humilde Sucesor de Pedro que os está hablando ahora. Efectivamente, sé que ayer por la tarde hubo una especial vigilia de oración sobre el tema "La Iglesia en camino". Y tanto más sentida es mi complacencia, en cuanto se adapta bien a esta piadosa iniciativa el tema elegido para la reflexión: habéis rezado por el Papa, por sus intenciones que tienen una dimensión universal; habéis rezado por el peso formidable de responsabilidad que gravita sobre sus hombros, y al mismo tiempo —en confirmación de este vínculo de comunión con él— habéis tratado de tomar conciencia mayor de vuestras responsabilidades personales como sacerdotes, religiosos, padres, fieles. Sí, la Iglesia debe caminar porque es un organismo vivo, es el Cuerpo de Cristo animado por su mismo Espíritu. Pero ella camina, si se mueven no sólo los Pastores, sino todas las ovejas de la mística grey; ella camina, cuando se deja mover por la fuerza interior que le imprime su Fundador. Al privilegiar el momento de la oración, vosotros habéis querido atestiguar que la condición preliminar e indispensable, es decir, el elemento propulsor para que se realice este camino eclesial, es y será siempre la ayuda de Dios, que sólo se puede obtener con la oración.

Con esta misma finalidad habéis orado también ahora, mientras, esperando mi llegada, participabais en la liturgia dominical, presidida por vuestro arzobispo. ¿Acaso debo recordar que precisamente por medio de la liturgia —como ha escrito el Concilio Vaticano II— "se realiza la obra de nuestra redención", y que ella "contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo" (Const. dogm. Sacrosanctum Concilium, 2)? ¿Acaso no consiste en manifestar a nivel personal y en presentar a los otros el misterio de Cristo —designio inefable de amor y de salvación—, la razón del camino de la Iglesia en la historia al lado de todos los hombres y de cada uno de los hombres? Continuad, pues_ orando con la Iglesia y por la Iglesia, para que su camino sea expedito y seguro, y estable su unión con Cristo, e indefectible su llegada a la meta. Estar con la Iglesia quiere decir estar y permanecer "con Cristo en Dios" (Col 3, 3).

4. Hay un pensamiento en la liturgia de hoy que me agrada subrayar porque me da pie para integrar lo que os he dicho hasta ahora en torno al valor de la fe y a la fidelidad a la Iglesia. "El Hijo del hombre —decía Jesús interviniendo en una discusión surgida entre sus Apóstoles— no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10, 45). Por lo tanto, no el dominio sobre los demás, sino el servicio; no el poder sobre los hermanos, sino la voluntad de. ayudarlos: he aquí otra virtud que caracteriza al verdadero cristiano. "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros" (Jn 13, 35). De esta virtud que, basándonos en el vocabulario evangélico, llamamos amor al prójimo, los ciudadanos de Nápoles encontráis ante vosotros ejemplos insignes a los que debéis mirar, en los que podéis inspiraros provechosamente. ¿Cuántos tesoros de genuina caridad cristiana no revelan las páginas de vuestra vida religiosa? ¿Cuántos han sido los santos y los héroes de la caridad, con frecuencia ocultos, que el Señor ha suscitado en las diversas épocas en medio de vosotros, para socorrer a los pobres, para asistir a los huérfanos y a los niños abandonados, para aliviar a los enfermos incurables, para intervenir siempre oportunamente y con frecuencia adelantarse a las miserias que surgen? El cuadro luminoso de la caridad cristiana, florecida aquí de mil formas en el pasado, constituye un punto preciso de referencia y un estímulo que os solicita a continuarla y acrecentarla, según las persistentes o nuevas exigencias de nuestros días.

5. Hablo —como es fácil entender— de la urgencia de desarrollar este espíritu de servicio, que el Señor Jesús no sólo ha reivindicado para Sí mismo, sino que ha encomendado como "su" precepto a todos los suyos y, por tanto, también a nosotros. Hablo del ejercicio de la caridad hacia el prójimo que, en el contexto del mandamiento supremo del amor es la prueba concreta de la caridad para con el otro término: Dios. Pero, al decir esto, ciertamente no ignoro ni infravaloro la importancia y la gravedad de los problemas de la justicia. ¿Cómo podría cerrar los ojos aquí, en Nápoles, ante algunas realidades dolorosas, que se llaman inseguridad de vivir'por la falta de trabajo y, consiguientemente, escasez del pan, peligro de las enfermedades, inadecuación de las viviendas, estado de crisis difundida en algunos estratos sociales? Esta situación —creedme—me llega profundamente al corazón y, si he aludido al ejercicio más activo y concreto de la caridad fraterna, es porque intento estimular esas fuerzas espirituales y morales que pueden, más aún, deben poner en marcha simultáneamente la justicia social. Caridad y justicia no se oponen ni se anulan recíprocamente: la caridad, deber primero de todo cristiano, no sólo no hace superflua, sino que exige y completa la justicia, que es virtud cardinal para todo hombre.

El 2 del corriente mes de octubre, ante la Asamblea de las Naciones Unidas, he querido reafirmar que la paz depende de la honesta actuación de los derechos del hombre, como ya había afirmado mi predecesor Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris. Vosotros sabéis que estos derechos tienen una doble dimensión, en cuanto que el hombre vive "al mismo tiempo en el mundo de los valores materiales y en el de los valores espirituales. Para el hombre concreto que vive y espera, las necesidades, las libertades y las relaciones con los demás no corresponden nunca únicamente a la una o a la otra esfera de valores, sino que pertenece a ambas esferas" (núm. 14). Por lo que también "toda amenaza a los derechos humanos, tanto en el ámbito de los bienes materiales como en el de los bienes espirituales, es igualmente peligrosa para la paz, porque mira siempre al hombre en su integridad" (cf. núms. 17 y 19).

Por esto, una vez más quiero desear la paz a cada una de las naciones y países del mundo y, porque hablo en el territorio italiano, quiero desear la paz también a la querida Italia, a la que amo como a una segunda patria. Deseo a todas las naciones la paz interna, lo que quiere decir superación de las tensiones exacerbadas y renuncia a la práctica siempre deplorable de la actividad violenta y terrorista. Como he dicho recientemente, "la paz no puede ser establecida por la violencia, la paz no puede florecer nunca en un clima de terror, de intimidación, o de muerte" (Homilía en Drogheda, 29 de septiembre de 1979). Efectivamente, la violencia es un mal, es inaceptable como solución de los problemas; es indigna del hombre. El sentido cristiano de los valores debe convencernos de que es un absurdo recurrir a la violencia para conseguir la justicia y la paz.

Mi visita a Nápoles coincide con la peregrinación al santuario de Pompeya, adonde he ido para dar gracias por el último viaje apostólico y a pedir que aporte abundantes frutos de bien, especialmente para que se refuercen las bases mismas de la paz y del orden en el mundo. Extiendo esta finalidad espiritual del viaje al presente encuentro con vosotros, queridos ciudadanos de Nápoles. Sí, también ante vosotros y con vosotros, repito, ruego por la paz interna en la querida Italia, y lo hago por una exigencia íntima del corazón hacia esta tierra bendecida por el Señor. Recordemos que "la lucha por la justicia", guiada según una concepción unilateral, puede convertirse en fuente de una injusticia mayor y resolverse en una amenaza más grave para toda la vida social. Por esto será necesario comprometerse todos, con intensidad especial, para obtener esta paz interna, y dirijo esta invitación a todos los hombres responsables, estimulándolos a esta obra de necesidad primaria. Se trata, en efecto, del bien de todos.

6. La llamada que dirijo, en primer lugar, a los hijos de la Iglesia, pero luego también a todos los hombres de buena voluntad, a las autoridades religiosas y civiles, es a redoblar los esfuerzos para que ciertas situaciones de penuria v malestar que afectan injustamente y hacen sufrir a tantos hermanos, sean superadas felizmente en espíritu de concordia y colaboración.

Al proponeros como objetivo inmediato y primario este compromiso de solidaridad activa, quiero confiaron que precisamente en esto pensaba yo al aceptar vuestra invitación, y que, por lo tanto, consideraré como el fruto más consolador de mi visita el haber contribuido —siquiera en medida modesta— a estimular y sostener las iniciativas necesarias que se deben emprender. Efectivamente, Nápoles necesita esperar: hablo de la esperanza en su vivir, en su futuro, hablo también de la esperanza en sentido humano y civil, la cual —como antes el binomio justicia y caridad— es inseparable de la esperanza más alta que sonríe en la luz de Dios, para la vida cristiana.

¡Animo, pues, hermanos y amigos de Nápoles! Quiero ser el primero en esperar, deseándome y deseándoos que, con la ayuda providente del Señor, con el esfuerzo coordinado y diligente de los buenos, en la fidelidad a toda prueba a los valores cristianos, pueda perfilarse sobre el horizonte de esta ciudad fascinante un período de más pujante desarrollo para un futuro alegre y sereno, digno en todo de su gran pasado. Y quiero concluir este deseo mío, invocando para vosotros la protección celeste de la Virgen Santa, venerada aquí con el hermoso título de Virgen del Carmen. Con Ella invoco el patrocinio de los Santos más queridos para vosotros: San Jenaro, San Alfonso María de Ligorio, el Beato José Moscati y el Venerable Bartolo Longo, mientras de todo corazón os imparto mi bendición apostólica.

 



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