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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE COLOMBIA EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Martes 25 de septiembre de 1979

 

Amadísimos hermanos en el Episcopado:

Me alegro de estar hoy con vosotros en este encuentro colegial que culmina con vuestra visita “ad limina”, después de haber escuchado y haber hablado personalmente con cada uno en sucesivas audiencias. Y tal como lo siento, quiero deciros, con palabras del apóstol San Pablo, algo que me sale del corazón: “Doy continuamente gracias a Dios por la gracia que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, porque en él habéis sido enriquecidos en todo...”.

Digo esto no para halagar en vano vuestros sentimientos de pastores de la Iglesia, celosos y diligentes cual sois en la guía cuidadosa de vuestra grey respectiva. Lo hago sencillamente para explayar mi sincera confianza en vuestro quehacer apostólico, ante todo el de Usted, Señor Cardenal, y también el de todos los Hermanos aquí presentes, y afianzaros en vuestros ánimos, conforme al mandato de Cristo: “ Confirma a tus hermanos ”; todo ello, a impulsos de aquella caridad indeclinable que, confesada con voz sumisa por Pedro, confiere un perfil característico a quien, por voluntad del Señor resucitado, ha de “apacentar sus ovejas”.

En esta misma caridad, que es vínculo de unidad en la Iglesia, deseo también abrazar y rendir homenaje a vuestras comunidades diocesanas. Durante estos días ellas han estado particularmente presentes en mi pastoral “solicitud por todas las Iglesias”; una solicitud compartida con vosotros, a quienes quiero hacer partícipes de mi honda satisfacción, ya que estoy contento de “ ver vuestro buen concierto y la firmeza de vuestra fe en Cristo...; andad pues en él, arraigados y construidos en él, corroborados por la fe, según la doctrina que habéis recibido... ”.

Unión en la caridad, fe firme y esperanzada en Cristo: he ahí una expresión cumplida de vitalidad eclesial para quienes de veras han echado raíces en Cristo y se sienten edificados sobre El. A todo esto va dirigida asimismo vuestra misión primordial de maestros, evangelizadores del Pueblo de Dios, según la doctrina recibida en depósito.

1. No faltarán quienes, con una actitud de crítica fácil, piensen que esta comunidad de fe en Cristo viviría totalmente desfasada, en medio de una sociedad movida por incentivos meramente terrenos y volcada hacia el aprovechamiento y disfrute, incluso justos y honestos, de los bienes materiales; ellos pretenden reducir el Evangelio a una doctrina entre tantas de índole humanitaria que puede servir muy bien de coartada para evadirse de acuciantes problemas humanos y sociales de nuestro tiempo; los mismos pastores –al igual que las personas consagradas y los seglares inmersos en el apostolado– son tenidos por gente necia al predicar una esperanza, que no se aviene fácilmente con las ganancias de este mundo.

Consiguientemente, se vería con agrado que las comunidades cristianas emprendiesen otras vías de salvación y se alineasen prioritariamente en favor del compromiso político-social, en aras de una pretendida interpretación auténtica de la doctrina evangélica que, además de “ silenciar la divinidad de Cristo, pretende mostrar al mismo como comprometido en política, como un luchador contra la dominación romana y los poderes e incluso implicado en la lucha de clases ”.

2. Amadísimos Hermanos: Quiero repetir aquí algo que ya tuve ocasión de decir en Puebla ante la Asamblea del Episcopado Latinoamericano: como Pastores de la Iglesia, tengamos conciencia de ser maestros de la verdad: esto es lo que los fieles van buscando en nosotros, cuando les anunciamos la Buena Nueva. La fe en Cristo que sustenta la vida eclesial, lo sabéis muy bien, no es fruto de invención humana ni tampoco el resultado de entusiasmos o de experiencias de grupo. Nosotros predicamos al Hijo de Dios hecho hombre en su cruz, “escándalo para los judíos y locura para los gentiles, mas poder y sabiduría para los llamados...”. Hacia esa sabiduría divina, que en la persona de Cristo asume la debilidad y el dolor humanos converge el misterio cristiano de la creación y de la historia, y en ella se revela el misterio último del hombre y de su destino. Se hace pues necesaria una apertura a la verdad revelada para entender el sentido de lo creado, que no es fruto de fuerzas naturales o de programaciones humanas, sino obra de un plan de Dios, en el que destacan sus designios de amor hacia el hombre. Puede suceder desafortunadamente que el mundo no reconozca este sentido, que los hombres no acepten esta luz esperanzadora; pero es cierto que Cristo es esa luz y que cuantos lo reciben llegarán a ser hijos de Dios.

Ya veis cuán apremiante se hace una más intensa labor de evangelización, que dé paso a la luz verdadera para mostrar al mundo la misión específica de la Iglesia: enraizar en Cristo a todos los hombres. En cuanto comunidad de fieles, la Iglesia ha de ser siempre solidaria ante Dios con todo lo humano; en cuanto “sacramentum salutis” ha de hacerse cargo de la Buena Nueva de salvación para comunicarla y actuarla en todos los hombres. Para poder cumplir adecuadamente esa tarea es necesario que sacerdotes, religiosos y fieles vivan en comunión con el Magisterio y con las orientaciones emanadas de la Jerarquía eclesiástica.

3. Con esto, amadísimos Hermanos, me he propuesto poner de relieve lo que es la médula de nuestro ministerio: hacer Iglesia “ anunciando sin temor la palabra de Dios ”, proclamando a Cristo, libre de encadenamientos humanos de sabor sociológico, político o sicológico, conscientes de ser –y aquí mi pensamiento se dirige también confiado a los sacerdotes y almas consagradas– “compañeros y ayudadores”, que sirven a Dios en la obra de la santificación del género humano, mediante la solícita administración de los sacramentos y rectores del Pueblo de Dios. Tenemos pues que llenarnos más y más de Cristo para poder presentarlo límpido al mundo, para dar credibilidad a nuestro anuncio ante quienes lo buscan con sincero corazón; para que nuestras acciones por la justicia en favor de los pobres y oprimidos tengan el respaldo de una ofrenda personal, a ejemplo de quien nos amó hasta la muerte y nos dio nueva vida.

Termino con unas palabras de San Pablo que me gustaría fuesen de verdad el móvil que resumiera nuestra vida y nuestras tareas ministeriales: “Unicamente portaos de manera digna del Evangelio de Cristo para que, sea que yo vaya y os vea, sea que me quede ausente, oiga de vosotros que estáis firmes en un mismo espíritu, luchando a una por la fe del Evangelio...”.

Al daros mi “hasta siempre”, os encargo que, en el profundo amor de Cristo, saludéis a vuestros sacerdotes, seminaristas, religiosos y laicos, en nombre del Papa, quien a todos ama, por todos ruega, a todos bendice.

 



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